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martes, octubre 29, 2024

Admirar los actos, no las palabras

Obra de John Wentz

A mis alumnas y alumnos les repito a menudo que todo aquello que consiste en hacer se aprende haciendo. Les pongo una retahíla de ejemplos prosaicos para que lo vean con claridad. A jugar al fútbol se aprende jugando al fútbol. A escribir se aprende escribiendo. A cocinar se aprende cocinando. A tocar la guitarra se aprende tocando la guitarra. A bailar se aprende bailando. A hablar se aprende hablando. A dibujar se aprende dibujando. Una vez enumerada la lista de ejemplos, enseguida les puntualizo un detalle. Además de aprender a hacer haciendo, también se aprende observando a quien hace bien aquello que queremos hacer. Estas dos máximas son extensivas al mundo del comportamiento. Aristóteles advirtió que las virtudes éticas no se pueden enseñar, pero sí aprender al contemplarlas en las acciones de quienes las practican e incorporarlas como hábitos en el obrar propio. Para esta labor tan educativa necesitamos irrevocablemente el concurso del sentimiento admirativo. Aunque existe cierta reluctancia a citarla en la conversación pública, o aconsejarla para el fortalecimiento de lo cívico, la admiración es un poderosísimo recurso pedagógico.

El estudioso de la admiración, Aurelio Arteta, la define en el ensayo Una virtud en la mirada como «el sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral ajena y suscita en su espectador el deseo de emularla».  En otro de sus libros, Tantos tontos tópicos, recalca que la admiración, el sentimiento de lo mejor, es también el mejor de los sentimientos. Arteta diferencia admirar de expresiones del lenguaje coloquial como «me gusta», «me encanta» o «me parece interesante». Las dos primeras son habituales en el fragor de las redes sociales y en las intersecciones del mundo conectado, pero admirar se sitúa bastantes peldaños por encima. La admiración es un sentimiento que trae entrañada la mimetización de lo excelente, impele a la acción, a encomendarnos la tarea de replicar en nuestra persona lo que hemos contemplado en la persona admirada por considerar estimable alguno de sus actos. Etimológicamente admirar significa dirigirnos hacia lo que miramos, que es una forma de afirmar que queremos aproximar a nuestro comportamiento la excelencia que distinguimos en la otredad. Ahora bien, como afirma Esquirol, «para poder alimentarte de algo valioso, es necesario creer que es valioso». La admiración solo deviene en el sentimiento de lo mejor cuando la persona está instruida críticamente para discriminar entre lo plausible y lo que no lo es. Para discernir el espectro valorativo que discurre entre lo admirable y lo execrable se necesita la participación proactiva de la comunidad. Todas las personas pueden coadyuvar en este cometido dedicando una parte de su energía a elogiar públicamente lo valioso, aquello que embellece el comportamiento, en vez de agotar esa misma energía en reprobar lo abyecto.

La admiración entra indefectiblemente en diálogo con el ejemplo, el mejor proveedor de valores en tanto que a lo ético se accede por los ojos con mucha más celeridad y profundidad que por los oídos (huelga matizarlo, pero el ejemplo es el único discurso que no precisa palabras). No solo nos adentramos de una manera más veloz, sino que cuando los hechos de la persona admirada contradicen lo que anuncian sus palabras, atribuimos absoluta primacía a lo que se explicita con el obrar. De aquí la profunda decepción que experimentamos cuando descubrimos que las personas que entronizan valores en su discurso no han rehusado su conculcación en sus actos, aun admitiendo que la conducta humana está plagada de recovecos y ambigüedades que dificultan su clarificación. Si la admiración nos insta a replicar el obrar de la persona admirada, la decepción nos precave que en ocasiones el hacer y el decir se desacompasan y convocan lacerantes asimetrías éticas. 

Hannah Arendt explicaba que «los seres humanos decidimos nuestras nociones de lo bueno y lo malo en la selección de las compañías con las que desearíamos pasar la vida, y en los ejemplos que nos aleccionan». En el mundo contemporáneo hay una inflación de ejemplos traídos del mundo del deporte, y una carestía de aquellas que puedan provenir de personas buenas en el sentido más machadiano del término. Ensalzar referencias deportivas que desempeñan su labor en rígidos marcos de suma cero o de competición (el otro es un rival que obtura la realización de nuestros intereses, que a la vez se oponen frontalmente a los suyos), acaso no sea la mejor de las ideas para vindicar valores éticos en las prácticas sociales y las relaciones personales, en donde el trato bueno a las personas, sobre todo a las más vulnerables y por tanto a las más necesitadas de atención y cuidado, es precisamente lo que inviste de eticidad o no el comportamiento. Ser un virtuoso en un deporte, un arte o un oficio difiere de ser un virtuoso en la acepción ética del término. Todos los ejemplos ejemplifican, pero no todos son ejemplarizantes. El ejemplo para convertirse en edificante instrumento de imitación necesita la ejemplaridad, «que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora», en palabras de Javier Gomá, autor de una pionera tetralogía de la ejemplaridad. Ocurre que sin admiración la ejemplaridad queda mutilada de valor para quien mira. Mira, pero no admira. Ve, pero no emula.  Observa, pero no hace. Y ya sabemos que todo lo que consiste en hacer se aprende haciendo. 

 
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martes, marzo 28, 2023

El respeto es el cuidado en la forma de mirar lo valioso

Obra de Andre Deymonaz

En los escalones de un centro educativo me encuentro con diferentes frases motivacionales. Son los típicos lemas que tanto se estilan desde que eclosionó la inteligencia emocional. Mis ojos se detienen en uno que me llama poderosamente la atención. «El respeto se gana con humildad, no con violencia». Me parece un enunciado muy resbaladizo que fomenta el equívoco en torno a las deliberaciones del respeto. Estos días he visto junto a mi compañera la serie Fariña, un relato de la implantación del narcotráfico en Galicia a principios de la década de los ochenta basado en el libro de Nacho Carretero. Los mayores capos estaban obsesionados no con la droga, sino con el respeto. Todos querían continuar con el narcotráfico como un modo no solo de lucrarse rápida y abultadamente, sino sobre todo de aprovisionarse del respeto de la comunidad. Es pertinente preguntarse qué es, en qué consiste ese respeto que tanto ansiaban personas con una exorbitante aunque ilícita capacidad adquisitiva. El respeto es una palabra polisémica. Dependiendo  de quién la pronuncie y en qué contextos puede significar temor, silencio, consideración, prestigio, deferencia, reputación, veneración, poder, cariño, valoración, afecto, obediencia, dignidad, reconocimiento, admiración, estatus, subordinación, jerarquía, acatamiento, aceptación, tolerancia. El vocabulario sentimental en torno al respeto es muy extenso, pero su vastedad ayuda a esclarecer las numerosas y ambivalentes motivaciones que entran en escena en el corazón de las personas. Toda la anterior plétora de palabras parte del deseo humano de huir de la insignificancia, lograr que en alguna parte alguien nos reconozca como una entidad destacada. El ser humano quiere investirse de relevancia para otros seres humanos. La tarea que le queramos dar a esa importancia modifica por completo la naturaleza del respeto y  la forma de adquirirlo.  

En  su último ensayo, El deseo interminable, José Antonio Marina explica cómo «la palabra dignidad comenzó designando solamente un puesto merecido por el comportamiento que, a su vez, merece respeto y consideración social».  En siglos pasados la dignidad era una distinción que había que acreditar a través de acciones evaluadas por la comunidad como valiosas. Al respeto le ocurre lo mismo. Alguien se hace su acreedor si aglutina comportamientos considerados excelentes. Aquí tanto el respeto como la dignidad son releídos como categorías éticas expuestas a la evaluación externa, no como valores comunes intrínsecos cuya titularidad pertenece a todo ser humano por el hecho de ser un ser humano. Desde este segundo ángulo de visión, la frase inicial «el respeto se gana con humildad, no con violencia» es un desacierto que inspira equivocidad. Todas las personas merecemos ser respetadas en tanto que somos personas. El respeto sería el cuidado que requiere la dignidad que los humanos nos hemos arrogado por ser seres humanos. La condición irreal de la dignidad (que no deja de ser una mera idea) adquiere funcionalidad en el mundo real. El respeto se erige así en conciencia asentada en conducta de que cualquier persona posee un patrimonio de valor positivo en una cantidad como mínimo idéntica a la que solicitamos para nuestra persona. El respeto se eleva a instrumento ético y político como acción por la que la dignidad se hace rectora del comportamiento humano. No tiene nada que ver con la humildad (la conciencia de nuestra pequeñez en tanto que humanos y por tanto hechos de humus, tierra), ni con la violencia (doblegar la voluntad de un tercero sin el concurso del diálogo), ni con el poder (capacidad para distribuir premios y castigos), ni con la admiración (el sentimiento que nace de la observación de una acción excelente que aplaudimos y tratamos de apropiárnosla a través de la imitación), ni del afecto (nexo imparcial y cariñoso que a veces surge en las interacciones).

El respeto es la forma de mirar lo valioso para cuidarlo. Por eso cuando nos tratan desconsideradamente decimos que nos han tratado sin miramientos. Alguien ha vulnerado la forma de mirar y en vez de vernos como una entidad dotada de dignidad nos ve y nos trata como un medio para colmar sus pretensiones. Este cuidado en el mirar necesita presupuestos vinculados con la estratificación de lo valioso para elegir qué se mira y resignificar el contenido de lo que se mira. Todo ser humano merece ser respetado por el hecho de ser un ser humano, al margen de su comportamiento. El comportamiento poco ético se puede reprobar con el aislamiento, la expulsión del círculo empático, la ruptura del vínculo. Te respeto porque eres un ser humano, pero no quiero que formes parte de mi grupo de personas elegidas porque te comportas de un modo que lastima aquello que es valioso para mí. El comportamiento punible es castigado con la aplicación del código civil y el código penal. En ambos casos no podemos dejar de respetar al ser humano porque continúa siendo un ser humano.  El valor ético de una persona y su comportamiento moral pueden tomar direcciones divergentes. He aquí el momento fundacional de la confusión.

 
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martes, mayo 25, 2021

Admirar más para mirar mejor

Gilgamesh, obra de Battiato

La admiración es uno de los sentimientos nucleares para que la agenda humana sea radicalmente humana. Es el sentimiento que nace cuando tenemos en estimación a alguien o a algo que nos sirve de modelo para integrarlo en nuestra conducta. Admirar proviene de ad (hacia) y mirari (mirar). Admirar es ir hacia lo que se mira, incorporar en nosotros lo sobresaliente que vemos en el otro, internalizar lo que juzgamos como extraordinario para intentar inscribirlo en nuestra conducta. Albert Bandura descubrió la tremenda significación del aprendizaje vicario, el aprendizaje que nace de la observación. Para que la observación nos imante hacia la pedagogía, lo observado ha de provocar admiración. Siempre que hablo de la admiración recuerdo el monumental ensayo La admiración, una virtud en la mirada de Aurelio Arteta. Cuando admiramos sentimos alegría, nos entusiasma lo contemplado y precisamente por eso anhelamos replicarlo. Queremos que lo admirado al reproducirlo en nosotros troquele nuestro mundo axiológico y por tanto afine nuestro carácter y perfile con más nitidez los contornos de nuestra identidad. La admiración se yergue en introductora de novedades expansivas que bien canalizadas nos perfeccionan.  

En mi decurso biográfico cada vez admiro más, aunque cada vez idolatro menos. Lo he hablado con más personas a las que les ocurre lo mismo. La idolatría es una admiración inflacionada que se corporiza en excentricidades y extravagancias. Sin embargo, la admiración es una atracción reposada y didáctica que naturaliza la relación entre admirado y admirador. Entre el elenco de gente a la que admiro ocupa un lugar privilegiado Franco Battiato, que falleció la semana pasada (Jonia, 23 de marzo de 1945-Milo, 18 de mayo de 2021).  Mis amistades saben que es mi cantante favorito y el pasado martes enseguida me avisaron de su deceso con una avalancha de mensajes. Nada más enterarme de su muerte escribí un texto de urgencia que publicaron en la revista Efe Eme. Con Battiato tengo una cuenta pendiente que me gustaría saldar algún año de estos: la redacción de una biografía. Ese libro aún nonato sin embargo tiene título desde hace mucho tiempo. En 2003 tuve la suerte de entrevistarlo. En un momento dado le pregunté qué palabra encontraríamos en un diccionario de sinónimos debajo de su apellido. Se quedó pensativo, barajó respuestas y, con un castellano un tanto deshilachado, me contestó: «Sería algo así como no en serie, no repetido, sin homologar». Aquel día supe que ese sería el título del libro: «Battiato, un hombre no homologado». 

Cuando escribí la trilogía Existencias al unísono decidí que en cada uno de los tres ensayos que la conforman pondría un extracto de alguna canción de Battiato para esmaltar mis deliberaciones. En La capital del mundo es nosotros traje a colación la maravillosa tonada El cuidado. En italiano se titula La cura. Cuidarnos y curarnos acaban formando una sinonimia irrompible, así que curarnos los unos a los otros es lo lo más netamente humano a lo que deberíamos aspirar. En uno de los epígrafes de La razón también tiene sentimientos reflexioné sobre cómo el animal humano orienta sus tareas hacia un resultado, y el único resultado que no se doblega a ningún otro es que nos quieran. Y añadí: «Este deseo no se deteriora ni con el transcurrir de los años ni con el advenimiento de la involución senil. Pertenece a esos deseos que, como canta mi admirado Battiato, ‘no envejecen a pesar de la edad’». En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza vuelvo a citarlo cuando hablo de la perturbadora polaridad que supone que el ser humano sea el ser capaz de cometer inhumanidades. Recuerdo a Hannah Arendt que abrevió muy bien qué sentimiento le asedió cuando contempló las infamias que somos capaces de patrocinar con nuestros actos: «Yo me avergüenzo de ser un ser humano». También cito a  Carlos Castilla del Pino que advertía en un aforismo que no nos debía amedrentar de lo que es capaz de hacer el otro, sino de lo que seríamos capaces de hacer nosotros. Para rotundizar esta idea aparece Battiato y su canción Serial killer. En ella un tipo armado de los pies a la cabeza nos aconseja: «No le tengas miedo a mi fusil, ni a mi treinta y ocho que llevo aquí en el pecho, ni a las bombas que penden del vestido, ni al cuchillo que llevo entre los dientes, debes tenerme miedo porque soy un hombre como tú».

Battiato se retiró de los tumultos civilizados hace unos años a prepararse para la llegada de la muerte. Grabó un último disco (Torneremo ancora, 2019) con su repertorio totémico releído con la paz balsámica y casi analgésica de una orquesta sinfónica, y desde una ancianidad un tanto prematura dijo adiós. En el ensayo citado más arriba, Aurelio Arteta considera que la admiración es el sentimiento de lo mejor, y el sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos. Los que escuchábamos las ya eviternas canciones de Battiato nos volvíamos momentáneamente mejores, su música habilitaba capacidad de albergar discernimiento, abertura de un misticismo efervescente y críptico, mirada viajera y panóptica, conversación con nuestra perfectibilidad, pensamiento politicamente crítico, aprendizaje vital. No solo nos revigorizaba y nos expandía, nos permitía sentirnos capaces de establecer con nuestra existencia una instalación más amable y tranquila. Afortunadamente la inventiva humana ha logrado que sus canciones estén depositadas en artefactos tecnológicos que podemos reproducir en cualquier momento y en cualquier lugar. Ha fallecido Battiato, pero no la admiración y la experiencia de lo mejor que supondrá seguir escuchándolo.

 

 
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