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martes, diciembre 17, 2019

Las cuatro emociones básicas, las cuatro estaciones del año


Obra de Iban Navarro
Estamos a punto de vivir un nuevo cambio estacional. El próximo sábado día 21 de diciembre franquearemos toda la territorialidad del otoño y acabaremos incursionando en la heladora geografía del invierno. Sé que las estaciones no son paréntesis puros, y que en ambas estaciones se apuntan elementos provenientes de las estaciones contiguas. En el a punto de extinguirse otoño hemos disfrutado de la amabilidad de muchos días estivales, y antes de que se clausure el invierno habrá días irruptores que anticiparán el advenimiento de la siempre bienvenida primavera. Las estaciones están trenzadas, no se pueden dar de un modo aislado, y sus apariciones dependen precisamente de quienes las preceden. Recuerdo un aforismo de Jules Renard en el que decía que la nieve no existiría si no existiesen los cuervos. A cualquiera de las cuatro estaciones le ocurre lo mismo. Sin sus contrapuntos no existirían. Sin embargo, a pesar de su irrevocable contigüidad, también se ensamblan en una unidad que llamamos movimiento de traslación: el tiempo que tarda el planeta Tierra en dar la vuelta completa al sol mientras con una indesmayable tenacidad ejecuta la rotación diaria sobre su propio eje. 

El invierno es la estación gélida. Muchas veces temblamos ateridos de frío, pero también de miedo. Nos amedrentan las contrariedades, la presencia arbitraria del azar con sus accidentes, sus violencias y sus enfermedades, los imponderables que cuando suceden nos hacen tomar apresurada conciencia de nuestra abrumadora vulnerabilidad. A pesar de que el miedo nos alerta y nos previene de algo o alguien que conmina con poner en crisis nuestro equilibrio, el miedo siempre es una presencia incómoda,  que es exactamente la sensación que nos asedia cuando el frío se aloja en nuestro interior y no encontramos modo de desahuciarlo de allí. Yo resido durante unos cuantos meses en una ciudad donde apenas hace frío, pero sí donde durante un tiempo pasamos mucho en el interior de las casas, y sé bien que el frío y su glacial inmisericordia mantienen un tremendo parecido con la frialdad que nos provoca el miedo y toda su parentela vinculada con la incertidumbre: congoja, apocamiento, angustia, recelo, aprensión, sobresalto, inquietud, terror, pavor, espanto. Hay mucha locuacidad y similitud experiencial en las expresiones cotidianas «tiritar de miedo» y «hace un frío de miedo». También la niebla invernal recuerda a los miedos que nos incapacitan para localizar el punto exacto del que brota la angustia, ese miedo cerval a algo desdibujado pero tan omnipresente que somos incapaces de señalarlo. La escarcha invernal mantiene parecido con la escarcha que se adhiere en el perímetro del corazón para que las personas mantengamos conductas de indiferencia e imperturbabilidad. Una persona fría es una persona que adolece de falta de sentimientos conmiserativos.  Sus conductas dan tanto miedo que nos dejan helados. 

La primavera es la estación de las flores y el fulgor, el momento en que los campos se vuelven exultantes y rebosantes de vida. Todo reverdece y parece estallar. Es imposible no vincular esta estación con la alegría, el sentimiento que preside nuestras evaluaciones cuando nos encontramos en una situación que favorece nuestros intereses. La alegría nos dona energía para proseguir en esa acción o adentrarnos en otras en las que presagiamos que seremos asimismo gratificados. Precisamente este viernes pronunciaré una conferencia en la que destacaré que la alegría es decir sí a la celebración de la vida, que es lo que la primavera parece expresar al llenar de colorido y de vitalidad nuestro derredor. A nuestro cuerpo le ocurre igual ante la comparecencia de lo fruitivo. Nuestra cara y nuestra mirada refulgen, los ojos se abren, los pómulos se ensalzan, se estira la curva carnosa de los labios, sonreímos, que es el instante en el que tendemos una alfombra roja para que los demás pasen hasta nosotros sabiéndose bienvenidos. Hace unos días le leí a Josep Maria Esquirol que la sonrisa endulza el aire que respiramos, que es lo que hace la primavera en sus días iniciales para que olfateemos su advenimiento. La apacibilidad de las tardes primaverales recuerda a las palabras balsámicas que amortiguan el dolor, a la tranquilidad que soñamos como reducto ideal en el que pausarnos y poner racionalidad a tanta absurdidad productiva, a la paz afectiva que supone ser aceptados y queridos por las personas que guardan un valor especial para nosotros. Los días de primavera se engalanan de una luminosidad todavía soportable a diferencia de la que caerá sobre nosotros en el estío, y al encontrarnos con ella a la salida del invierno, esa luz tan apetecible nos surte de arrestos para encarar los siempre acechantes contratiempos. En primavera la naturaleza renace, que es lo que nos enseña la alegría cada vez que se asoma para que festejemos la suerte de estar vivos.

El verano es la estación del calor, pero también nos acaloramos cuando nos enojamos, o cuando nos enfadamos, o cuando nos enrabietamos, que es un enfado súbito que se desvanece sin apenas dejar estela, o cuando nos encolerizamos, que es un enfado hipertrofiado y llameante que puede calcinar extensas zonas de la interacción humana. Las viñetas que ilustran la irascibilidad suelen poner llamas nimbando la cabeza del enojado, un incendio que recuerda a los que tristemente se prodigan los días de canícula en las zonas de monte. El calor estival y el calor de la lava que arroja un corazón enfurecido se asemejan sorprendentemente. El calor del estío angosta y marchita los campos, y por eso hay que recoger lo sembrado antes de que ese calor déspota los devore. La lava, fruto de la erupción de un episodio emocionalmente volcánico, también reseca y estropea la vida que se yergue a su alrededor. Las tormentas de verano, breves pero impetuosas, metaforizan esas disputas cargadas de reproches, alguna alusión despectiva, insinuaciones malévolas, algún viejo agravio. Tras la tormenta veraniega sabemos que saldrá de nuevo el sol y que la luz volverá a presidir unánimemente el cielo. Tras una acalorada discusión con una persona que nos quiere y que queremos, sabemos que todo lo dicho será perdonado. Quizá aventurar ese final nos vuelve más temerarios y menos solícitos con las palabras que intercambiamos. 

Es muy fácil argumentar que el otoño puede representar muy fidedignamente la tristeza. En otoño los árboles pierden las hojas y parecen desprotegidos por su propia desnudez, que es lo que ocurre en la criatura humana cuando emana el sentimiento de la tristeza. De repente, constatamos una pérdida, hemos sido desposeídos de algo que era importante para nosotros. Del mismo modo que el otoño señala la necesaria renovación, la tristeza enseña a estratificar lo que hay que apartar de lo que hay que amparar. Resulta oportuno recalcar que la tristeza no es ninguna insuficiencia psicológica, como persiste en catalogarla la socialización neoliberal, sino el sentimiento que provocan algunas situaciones inherentes a vivir. Esas situaciones difieren y por eso distinguimos nominalmente entre aflicción, pesadumbre, pena, duelo, nostalgia, saudade, melancolía, compunción, abatimiento. En otoño volvemos a refugiarnos en la intimidad del hogar tras el verano en el que la vida y la calle se hacen sinónimos. Con la tristeza ocurre igual. Todo lo afectado por la tristeza se convierte en alma, pero esta portentosa alquimia solo se logra gracias a un ejercicio de introspección que requiere recogerse y alejarse de las afueras del sí mismo para replegarse hacia dentro. También es muy fácil establecer paralelismos entre la lluvia otoñal y nuestras lágrimas. Llorar y llover son experiencias no solo conexas por su similitud líquida, sino por sus fines. La lluvia es necesaria para las tierras de labor, evitar la sequía y la desertización y limpiar los entornos urbanos. La experiencia lacrimógena lo es para expulsar la condensación sentimental, reaprender y limpiar la polución afectiva que momentáneamente nos ha ensombrecido.

Estos juegos de analogía entre los momentos estacionales y las disposiciones sentimentales nos revelan inquilinos de la naturaleza. Somos híbridos de biología y cultura. La cultura nos lleva a lugares inexistentes en la naturaleza, pero lo hace con estas emociones basales donadas por ella para acomodarnos y habitar mejor la enigmática aventura de existir. Las emociones al pensarlas devienen sentimientos, y los sentimientos prescriben valores que a su vez inspiran decisiones y conductas. Ojalá nos conduzcamos con la sabiduría de la naturaleza de la que procedemos, pero también con todo lo que hemos inventado para incluso superarla y convertir la experiencia de vivir en el acontecimiento de vivir bien. Vivir bien todos.



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martes, julio 16, 2019

Amor, poesía, música, emancipación

Obra de Didier Lourenço
Hace muchísimos años le leí al artista y novelista belga Hugo Claus una receta para construir urnas de cristal que nos blinden cuando las circunstancias devengan adversas, o introduzcan cantidades tan grandes de disenso que dificulten su gobernabilidad. Se refería a refugios fáciles de levantar con el fin de que nos guarezcan de la intemperie, delinear propósitos con los que brindar sentido a la tarea de existir. Todo se reduce a nutrirnos de amor, poesía, música y una rebelión que yo prefiero bautizar como emancipación, la capacidad de liberarnos de aquello que nos resta autoría sobre nosotros mismos. Cito de memoria y espero no distorsionar mucho las palabras de Hugo Claus. En aquella entrevista se refería al amor no entendido como un episodio lúbrico o como una experiencia libidinosa, sino como un acto diario en el que uno se debe obligar a teñir de afecto cada instante, amplificar la humanidad que habita en nosotros y docilizar la inhumanidad que también se aloja en nuestro interior. Si conexamos el amor con su sentido prístino, vivir con amor sería tener cuidado con lo valioso. Cuando se dispensa ese cuidado ocurre algo sorprendente. El amor que se comparte no se divide, sino que milagrosamente se multiplica. Aunque para el pensamiento lógico sea una antinomia, en los afectos lo que se da nos lo damos.

La poesía no se agota en escribir unos versos elegíacos que balsamicen el dolor o fotografíen los humedales del alma. A mí me encanta repetir un aforismo de Jules Renard en el que se quejaba de leer versos y versos y versos y sin embargo no hallaba en ellos ni una sola línea de poesía. También ocurre al revés. Hay muchísima poesía allí donde sin embargo no hay versos. El espíritu poético consiste en abastecerse de una actitud creadora, ver la realidad como el lugar en el que se da cita la posibilidad. Para este cometido es imperativo desatarse de la extenuación a la que subyuga el torbellino de lo cotidiano y mirar con otros ojos lo obvio para admitir desde el asombro que de obvio no tiene nada. Se trata de mirar de otra manera para advertir que lo más extraordinario se agazapa en lo ordinario del día a día, de que el punto de vista cambia si se cambia la forma de mirar, y que si muda la forma de mirar muda la toma de posición en el mundo. Frente al catecismo de la racionalidad neoliberal, que vindica la eficacia y la rentabilidad como los sustantivos del devenir humano, poesía es consagrarse inventivamente a todo aquello que no necesariamente es fuente de peculio. Es una pulsión creativa y experimental similar a la filosofía y su elaboración de conceptos como herramientas de análisis para la vida y la creación de pensamiento, sentimiento y sentido.
 
Para enfatizar y amenizar estas tareas de resistencia íntima (por citar el título del incisivo y hermoso ensayo de Josep Maria Esquirol), la música como sonoridad planificada es una inestimable ayudante de cámara. Es el arte en el que el sonido organizado en melodía, armonía y ritmo dialoga estética y matemáticamente con el silencio hasta crear una tupida trama de conversaciones. En una experiencia rayana con lo táctil, la música nos coge de la mano y nos lleva a lugares que no aparecen cartografiados en ningún mapa, sitios en los que borbotea una poderosa estimulación psicoanímica. La música es el arte con mayor capacidad para inducir sentimientos y captar la experiencia estética y vital del fin en sí mismo. Cada vez que pongo un disco o hago sonar un archivo de Mp3 me alisto con Nietzsche cuando afirmaba que sin música la vida sería un error, y bendigo a los inventores de los variados recipientes en lo que se deposita la música grabada y a los que idearon los reproductores que permiten la mágica experiencia de escucharla a cualquier hora y en cualquier lugar. Creo haberle leído a Cioran que si no tuviéramos alma, la música la hubiera creado. Y al genial Kurt Cobain que todos los escritores que había conocido preferían ser músicos. Yo admiro los recursos de los que dispone la música pero no la escritura para ejercer apresurada y profunda tutela sentimental y aproximarte con una loable celeridad al mundo de las significaciones. Y siento devoción adolescente por ese prozac para el cerebro que son los aullidos temperamentales de las guitarras eléctricas.

La rebelión no se celebra lanzando piedras a los edificios que glorifican y perpetúan los discursos hegemónicos, o soltando exabruptos que patenticen la indignación y el resentimiento de una vida secuestrada por una violencia estructural cada vez más déspota y cada vez más silenciada. La explotación de unos sobre otros se ha naturalizado y se ha conceptualizado con  palabras cargadas de una amabilidad que la invisibiliza cambiándola de significante y significado. La emancipación consiste en visibilizar lo invisible, en esclarecer las palabras que pronunciamos y nos pronuncian para liberarnos de ellas si nos sojuzgan o para abrazarnos con más fuerza a ellas si nos plenifican. La rebelión  también consiste en aceptar con estoicismo la esencia aleatoria en que se cifra la existencia, que somos juguetes con los que se entretiene el destino, pero que eso no debe arrojarnos a una sensibilidad apolítica ni impedir exigir a las instituciones la equidad de una ética de mínimos para que cualquier ser humano pueda elegir autónomamente el contenido de su ética de máximos. Hace poco le leí al paleontólogo Juan Luis Arsuaya, autor del reciente Vida, la gran historia, que lo que nos hizo humanos fue la política, la necesidad de entendernos con el otro. Platón lo resumió en que el ser humano no se basta a sí mismo. Un ejercicio emancipatorio radical es sentir nuestra fragilidad y vulnerabilidad, pero tambien la de los demás, para comprender que la traducción política de la compasión es la equidad y la justicia, y reclamarlas desde el pensamiento crítico y una alfabetización sentimental en la que la fraternidad se yerga en fuerza ejecutiva. Cuando gracias al amor, la poesía, la música y la emancipación tomamos conciencia de nuestra finitud y de nuestra mortalidad, simultáneamente se exacerba nuestra conciencia de la vida. Hugo Claus aclaraba que nunca le daba la mano a alguien que no participase de estos principios. Yo simplemente intento compartir lo que para mí supone participar de ellos.



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martes, diciembre 04, 2018

La mirada no habla, pero dice y hace


Obra de Daliah Ammar
Existe un inequívoco paralelismo entre la mirada y la palabra. Son dos formas de expresarse, aunque la una sea silente y la otra lingüística. En el lenguaje coloquial se suele decir que la mirada habla. Yo me adhiero a la idea de que más que hablar, la mirada dice, porque para hablar necesitamos decir, pero para decir no es necesario hablar. Agazapados en el fulgor acuoso de los ojos existen un vocabulario, una gramática y una semántica que permiten la comunicación interindividual sin necesidad de proferir ningún sintagma. La mirada es un contacto sin tacto. No es que sea un contacto tosco o indelicado, que sin embargo puedo serlo si se desea utilizar la mirada como forma de agredir, sino que es un contacto en el que no participa el sentido del tacto. La mirada no palpa, observa, aunque la observación no deja de ser un palpar de los ojos que se van posando allí donde colocamos la atención con el fin de combatir nuestra ignorancia o revalidar nuestro conocimiento. El sentido de la vista nos permite ver lo que está fuera de nosotros y por tanto descentralizarnos, una operación sustantiva para muchas experiencias sentimentales. Los ojos nunca se tocan con otros ojos, pero sí colisionan, y el resultado de este choque es una intersección de vida, el punto en que dos seres humanos se anudan aunque no intercambien aire semántico encapsulado sintácticamente. En la interacción humana, el primer contacto que entablamos con nuestros congéneres es ocular, aunque la visual recogida de datos esté sobrecargada de juicios anticipatorios con los que nuestro cerebro intenta atajar la incertidumbre. Inopinadamente nos afaenamos en ver, deducir, discriminar, comparar, segregar, clasificar, estratificar, adjetivar, ubicar. La primera percepción que nos llega de la otredad es su cuerpo, la superficie de su corporeidad coronada en la cara con la que entrechoca nuestra mirada. Hasta que el otro no se narre y se explique con la maquinaria verbal, los recursos informativos serán exclusivamente oculares. Es sobre todo en la mirada del otro donde anclamos nuestros sensores para recabar información rápida y, presumimos, fecunda.

Sartre afirmaba que el otro es aquel que nos mira. Este acontecimiento visual alcanza el estatuto de principio fundacional de una nueva perspectiva que modificará nuestra manera de habitar el mundo de la vida. Al ver que nos miran, nos sentimos interpelados en tanto que la presencia del otro nos arroja a un espacio público que ya nunca podremos eludir. «El infierno es la mirada del otro», agregó nuestro filósofo en El ser y la nada. El sentido de la vista del otro activa el sentido ético de nuestra conducta. La mirada del que nos ve nos impide ser nadie, y esa conciencia de dejar de ser nadie nos obliga a elegir cómo actuar. La plasticidad gestual de la mirada del otro se erige en testigo de nuestros actos, el notario que apunta los movimientos acreedores de punición, los que ameriten el aplauso, o los que simplemente provoquen desdén rutinario de puro predecibles. Hete aquí la irrupción del despertar ético. Con la sofisticada nanotecnología de las facciones de su mirada el otro acaba de abrir la puerta de nuestra deliberación, entrar hasta el fondo de ella e inaugurar nuestra intersubjetividad. El otro yo ha entrado en nuestro yo en el instante en que nuestra mirada ha detectado la suya, se ha anudado a ella y ahora ya no puede fintarla. Ese intercambio ocular descorcha la eticidad y nuestra condición de agentes racionales que han de deliberar en torno a cómo han de comportarse en un dominio compartido. Tres siglos antes de que Sartre escribiera su obra más reputada, el didáctico Baltasar Gracián ya intuyó algo idéntico al prescribir que actuásemos como si nos estuviera viendo todo el mundo. Al sentirnos observados, al sentir cómo alguien apoya su mirada en nuestro cuerpo, actuamos bajo estándares más éticos porque juzgamos que nuestra reputabilidad está en juego. Los ojos que nos miran, incluso los ojos que creemos que nos miran aunque no nos miren, impelen a la exploración ética.

El otro que nos mira fija su mirada en nuestra cara. Se ha extendido erróneamente el lugar común de que la cara es el espejo del alma. Hace tiempo yo me atreví a enmendar este enunciado al describir que la cara es el escaparate del alma. Tampoco es exactamente así. La cara es el alma misma, no su espejo, no su vidriera, no una zona desligada de ella que opera con independencia. Persona proviene del término griego prosopon, máscara, que es lo que se ponían los personajes teatrales para cambiar su rostro. Pero el término prosopon a su vez está yuxtapuesto de pros (delante) y opos (cara), es decir, lo que está delante de la cara. Por extensión la persona como término es la propia cara de la persona. Esto explica por qué en cualquier documento oficial de identificación aparece siempre una imagen de nuestra cara. En el ensayo La revolución en la ética, donde se vindica la recuperación de los sentidos para el hecho moral, el profesor Norbert Bilbeny postula que «en cualquier  lugar y época, la cara es parte constitutiva, junto con el lenguaje y el tacto, de la interacción humana. La cara es más que la imagen de la persona. Es también una propuesta o una evasiva de la relación, en la que la función social de la mirada solo es comparable en recursos a la del contacto físico y la palabra». En ese exiguo espacio del área más elevada del cuerpo se levanta la fachada de nuestra vida afectiva. En Ritual de la  interacción, Erving Goffman defiende que «una persona tiende a experimentar una reacción emocional inmediata ante la cara que le permite el contacto con los otros». El rostro nos uniformiza como parte del cuerpo, pero la cara nos singulariza como personas. Como desglosé en otro artículo, «allí se acurruca todo lo que nos ha ocurrido desde que un día nos nacieron hasta ahora, las cosas que hicimos y las cosas que nos acontecieron, las construcciones deliberadas y la producción de lo aleatorio, la conjugación de nuestra voluntad con la imponderabilidad». Nuestra cara, la forma con que nuestra biografía esculpe con parsimonia escultórica nuestro rostro, y nuestra mirada, como resumen de esa labor artística, llegan a los demás mucho antes de que lleguemos nosotros como narración discursiva. En la cara y en la mirada se aposenta la trama en la que vamos relatándonos cómo nos van las cosas. 

Es sintomático el paralelismo entre el habla y la mirada para demostrar que tanto con lo uno como con lo otro tejemos el lazo afectivo, pero también con ellos lo deshacemos y lo rompemos. La supresión del vínculo supone suprimir el intercambio de palabras y miradas. Cuando decimos que dos personas no se hablan queremos decir que entre ellas se ha eliminado el nexo. El cordón que las unía se ha cortado. Ya no se dirigen la palabra. Ocurre lo mismo con la mirada y sus rituales. Cuando dejamos de hablarnos con alguien le retiramos el saludo, que es una manera de mirar. También apartamos la mirada si por un casual nos cruzamos con la persona reprobada, o miramos huidiza y esquivamente para otro lado, o la retamos con una mirada estatuaria, o la ningueamos deliberadamente como si se hallara fuera de nuestro ángulo de observación. Utilizamos todas estas técnicas oculares para demostrar la negación de frontalidad en la mirada, que es la forma gestual más terminante para atestiguar la enemistad. En las sociedades arcaicas el mayor castigo que se le podía infligir a un miembro de la tribu era su expulsión. Lejos del rebaño tribal, el individuo se quedaba sin palabras que compartir y sin miradas con las que dialogar. Su soledad no solo le impedía hablar y ser escuchado, lo convertía en un ser invisible al no toparse con ojos que lo mirasen y lo vieran. Al no hablar con nadie y al no ser visto por nadie el sujeto se diluye como sujeto. La ausencia de mirada reifica y la ausencia de palabra compartida, cosifica. Sin palabras ni miradas el sujeto deviene objeto. El refranero dictamina que no hay mejor desprecio que no hacer aprecio, pero no es cierto. No hay mayor desprecio que no compartir palabras y no compartir miradas con quienes antes habíamos manejado ambas tecnologías. El infierno es una vida en la que la mirada del otro decide no hablarme y no mirarme para convertirme en nadie.