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martes, junio 23, 2020

La nueva normalidad, ¿es nueva o es la misma pero con mascarilla?

La joven de la perla, versión POA Estudio
Se ha instalado en el lenguaje cotidiano y en la retórica de las industrias de la opinión publicada el concepto nueva normalidad. Al concluir el estado de alarma social decretado por el ejecutivo hace tres meses, parece que podremos retornar a esa normalidad que fue desmantelada por el confinamiento, las restricciones de movilidad y la inusitada paralización de una parte mayúscula de la actividad productiva. Como continúa siendo obligatorio el uso de la mascarilla para salvaguardar que el agente patógeno se expanda epidemiológicamente desde nuestras microgotículas, el mantenimiento de metro y medio de distancia social y la limitación de los aforos de los espacios públicos como medida preventiva ante la posibilidad de nuevos picos de pandemia que desemboquen en un temible rebrote, conceptualizamos este paisaje como nueva normalidad. Si nos sumergimos en la hemeroteca veremos que se trata de un término utilizado secularmente para explicar y regar de optimismo el regreso a un punto deseado, aunque el punto difiera del prístino al que nos gustaría arribar. Es un claro ejemplo de cómo las palabras vuelven manejable el mundo, incluso aunque se empleen de una manera sintácticamente imposible. Hablar de nueva normalidad es un oxímoron. Se trata de dos palabras que no pueden aparecer yuxtapuestas sin entrar en frontal contradicción. Si es normalidad, no puede ser nueva. Si es nueva, no puede ser normalidad.

La función enfática de esta expresión consiste en recordar que volvemos a los mismos lugares en los que nos hallábamos afincados antes del acontecimiento que partió por la mitad el devenir del mundo. Sin embargo, sabemos bien que no es del todo así, y sería deseable que no lo fuera, que lo que antes interpretábamos como normalidad ahora nos parezca anegado de absurdidad. No solo no retornamos a lugares idénticos, sino que la experiencia del arresto domiciliario ha sido tan radical que ya no podemos ser los mismos y por tanto nuestro trato con la realidad tampoco puede mantenerse como si en esa relación no hubiese ocurrido un colosal corrimiento de tierras cognitivo y afectivo. Si uno muta, todo muta. La realidad ha quedado suspendida en un indeterminado curso que la aleja de cualquiera de los conceptos con los que antes describíamos el mundo. 

Recuerdo haberle leído a Marta Sanz que «no podemos usar las mismas palabras para tratar de comprender o interferir una realidad distinta». En los muchos ejemplos de literatura distópica sus autores nos precaven de que el primer paso para la construcción de nuevas realidades es la invención de un neolenguaje, o la derogación de palabras que señalaban realidades que los déspotas sueñan con eliminar para que ni tan siquiera formen parte de lo que pueda ser imaginado por sus súbditos. Nuestra pauperización léxica para describir la realidad demuestra que la realidad va muy por delante de nuestras palabras. Hace unos días Amador Savater vindicaba en un artículo incontestable que era más sano sentirse raro ante esta nueva situación que dejar de sentirse así. Desde que pudimos salir a pasear a partir de las ocho de la tarde siempre he sentido esa rareza de un mundo en mutación. Resultaba imposible ser las mismas después de un confinamiento en el que nos confrontamos de manera brutal con el sentido que deberíamos brindarle a la vida si la obsesión productiva y el bulímico afán de beneficio no nos expropiaran con tanto indiscutido salvajismo los tiempos con lo que intentamos dotar de propósito y cierta soberanía a nuestra existencia. La nueva normalidad no ha trastocado estas lógicas, ni lleva ninguna tentativa que invite a presumirlo, y por tanto desmerece el epíteto de nueva.

Jesús Mosterín defiende en Racionalidad y acción humana que la racionalidad no es una facultad humana, sino un método que utiliza el humán (el humano hombre o mujer), una estrategia de largo recorrido a fin de lograr la maximización de nuestros aciertos y la minimización de nuestros errores. La táctica son los procesos que se implementan para alcanzar la estrategia, que es el fin último, la respuesta a las preguntas cenitales de por qué y para qué. Para Mosterín el comportamiento racional subordina la táctica a la estrategia. En el artículo El divorcio y la nueva normalidad, Jorge Carrión hace un paralelismo entre los procesos que se incoan para aceptar la desaparición de un proyecto o de una vida y nuestra actual instalación desorientada en la realidad pandémica. Las etapas del duelo presentadas estereotipadamente son negación, ira, negociación, tristeza, aceptación, olvido. No siempre aparecen en este orden tan pulcro y no siempre en porcentajes armónicos. El autor sostiene que «aunque no todos vayamos a experimentarlas en este dilatado presente pandémico, importa recordarlas ahora, cuando el deber de los gobiernos es diseñar fases de lo que han dado en llamar desescalada, mientras que el nuestro es hacerlas negociar con nuestras propias etapas personales, familiares y colectivas». 

Entretanto el debate parlamentario deliberaba tácticas, en el confinamiento hemos pensado en la estrategia. A la vez que la política se enzarzaba en medidas para el aquí y ahora no exentas de la consustancial búsqueda de rédito electoral, las pensadoras y las analistas de lo político colegían nuevas maneras de cuidar y proteger la vida que la pandemia había acusado como irrevocablemente interdependiente. Se interrogaban cuál es el fin de la vida humana, para qué vivimos los seres humanos cuando nos nacen y de repente nos encontramos en un lugar al que no hemos pedido venir y con una existencia con la que estamos obligados a hacer algo hasta que se difumine con el advenimiento de la muerte. Responder a esta pregunta no es fácil, pero no insinuarla en un momento tan civilizatoriamente sísmico como el que estamos viviendo supone el deceso del pensamiento crítico, o permanecer momificados en esa etapa de negación propia de los procesos de duelo en su fase fundadora. Nos hallaríamos en ese instante en el que nos empecinamos en que continúe como siempre un tiempo que ya no tiene sentido.



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martes, junio 02, 2020

Cada vez tenemos mayor conocimiento, cada vez sabemos menos


Obra de Thomas Ehrestmann
Existen tres conceptos que a veces se administran indistintamente cuando hablamos de aprender: información, conocimiento y sabiduría. La información son datos descontextualizados o con conexiones débiles sobre hechos o circunstancias. El conocimiento es información interconectada con otra información para constituir un entramado de perspectiva y sentido. La sabiduría es el uso del conocimiento para dialogar con la vida y articular una mejor y más confortable habitabilidad en ella. La inflación informativa que padecemos está provocando una deflación de sabiduría. Entre medias, el conocimiento ha quedado como objeto para evaluar meritocráticamente la empleabilidad. Este ecosistema genera paradojas tremendamente contraintuitivas. Poseemos mucha información, y si no la tenemos ubicada a la distancia de un clic, pero no conocimiento, y el conocimiento que albergamos o bien es técnico, o no lo hemos hecho memoria y aprendizaje como para metamorfosearlo en sabiduría. Sólo se aprende lo que se ama, como reza el título de uno de los ensayos del neurocientífico Francisco Mora, pero los tiempos de producción (y los cada vez más colonizadores de cualificación para producir) canibalizan los tiempos pausados que requiere el cultivo diario del amor, que es la única forma de transformar la enseñanza en aprendizaje. Aquí incluyo las cuatro dimensiones que los griegos daban a ese amar que dota de brillo e intensidad todo lo que toca: filia, eros, storgé, ágape. Sin atención ensimismada nada se aprende. Para atender absortamente hay que sentir afecto sobre lo que ponemos la atención para que esa atención haga germinar nuevos y profundos afectos. Los griegos lo supieron enseguida y llamaron a esa atención filosofía: amor por sentir y comprender mejor los saberes de la vida.

La desbocada acumulación competitiva de conocimiento con valor de uso en el mercado hurta los espacios y los tiempos del saber que se hace práctica de vida. En una conferencia semanas antes de decretarse el estado de alarma social le escuché al profesor Fernando Broncano decir con cierto tono pesaroso que en los últimos tiempos las personas no tienen biografías, tienen currículo; no tienen experiencia, tienen titulación. Hace unos días hablaba con mi mejor amigo que el conocimiento cuya semántica se refiere de un modo cada vez más monopolizado a conocimiento técnico, no produce implicaciones, no es palanca para la nutrición biográfica, no posee ninguna soberanía sobre la capacidad deseante. Sólo el pensar brinda sentido, se convierte en ensanchamiento de la sensibilidad, nos insubordina para que aprendamos a desobedecer nuestros propios deseos cuando nos jibarizan o nos esclavizan, y puede finalmente arribar a expresión de vida relacional y afectiva. Los conocimientos teóricos se minusvaloran porque tenemos una idea muy reduccionista de la teoría. Según esta acepción, teoría es todo ejercicio especulativo, ideas que van y vienen en su infinito deambular, significantes que flotan sin llegar a posarse en las cosas que se hacen. Disiento profundamente. La teoría es sedimentación de la práctica que genera práctica. La práctica es el despliegue de la teoría que genera teoría. No son enemigos frontales, no son contrapuntos que se equilibran, son una misma respiración. La teoría de los saberes prácticos es pura práctica, aunque, como bien matiza Marina Garcés en Ciudad Princesa, «la teoría que no se ocupe de elaborar las condiciones que nos permiten pensar de otra manera solo puede acabar siendo ideología o dogmatismo».

La condescencia con la que se trata a las humanidades en la oferta curricular es hija de la irrelevancia de los saberes prácticos, puesto que en el orden capitalista se dedeña todo saber que no extienda las posibilidades laborales y por extensión el acaparamiento de lo monetario. Secularmente se denominaba práctico al conocimiento que modifica y plenifica el carácter. Práctico era todo artefacto que servía para pensar la realidad, para comprendernos cuando intervenimos en el mundo e intentamos acomodarnos en alguno de sus pliegues en busca de una serenidad no reñida con el inconformismo crítico. Ahora práctico no es el que se autodetermina con el conocimiento, sino el que aprende habilidades perfectamente acreditadas por la industria de la titulación para ser reclutado por el mercado. En un mundo tan pragmático y técnico, deberíamos reivindicar lo práctico no como una significación maravillosamente inútil (como hace Nuccio Ordine), o como algo no lucrativo (Martha Nussbaum), sino como el instrumento que nos permite pertrecharnos de adminículos conceptuales y de una historia sobre nosotros mismos para pensar y sentir con más profundidad y horizonte. Pensar no es hacer abstracción. No es especulación. No es teorizar sin hacer. Pensar es un pensar juntos para crear saberes y haceres que conversen con la vida siempre con el noble propósito de tratarnos mejor unas a otras. De todo a lo que todos podemos aspirar, no hay nada más práctico.  Nada más noble. Nada más sabio.

  

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