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martes, junio 02, 2020

Cada vez tenemos mayor conocimiento, cada vez sabemos menos


Obra de Thomas Ehrestmann
Existen tres conceptos que a veces se administran indistintamente cuando hablamos de aprender: información, conocimiento y sabiduría. La información son datos descontextualizados o con conexiones débiles sobre hechos o circunstancias. El conocimiento es información interconectada con otra información para constituir un entramado de perspectiva y sentido. La sabiduría es el uso del conocimiento para dialogar con la vida y articular una mejor y más confortable habitabilidad en ella. La inflación informativa que padecemos está provocando una deflación de sabiduría. Entre medias, el conocimiento ha quedado como objeto para evaluar meritocráticamente la empleabilidad. Este ecosistema genera paradojas tremendamente contraintuitivas. Poseemos mucha información, y si no la tenemos ubicada a la distancia de un clic, pero no conocimiento, y el conocimiento que albergamos o bien es técnico, o no lo hemos hecho memoria y aprendizaje como para metamorfosearlo en sabiduría. Sólo se aprende lo que se ama, como reza el título de uno de los ensayos del neurocientífico Francisco Mora, pero los tiempos de producción (y los cada vez más colonizadores de cualificación para producir) canibalizan los tiempos pausados que requiere el cultivo diario del amor, que es la única forma de transformar la enseñanza en aprendizaje. Aquí incluyo las cuatro dimensiones que los griegos daban a ese amar que dota de brillo e intensidad todo lo que toca: filia, eros, storgé, ágape. Sin atención ensimismada nada se aprende. Para atender absortamente hay que sentir afecto sobre lo que ponemos la atención para que esa atención haga germinar nuevos y profundos afectos. Los griegos lo supieron enseguida y llamaron a esa atención filosofía: amor por sentir y comprender mejor los saberes de la vida.

La desbocada acumulación competitiva de conocimiento con valor de uso en el mercado hurta los espacios y los tiempos del saber que se hace práctica de vida. En una conferencia semanas antes de decretarse el estado de alarma social le escuché al profesor Fernando Broncano decir con cierto tono pesaroso que en los últimos tiempos las personas no tienen biografías, tienen currículo; no tienen experiencia, tienen titulación. Hace unos días hablaba con mi mejor amigo que el conocimiento cuya semántica se refiere de un modo cada vez más monopolizado a conocimiento técnico, no produce implicaciones, no es palanca para la nutrición biográfica, no posee ninguna soberanía sobre la capacidad deseante. Sólo el pensar brinda sentido, se convierte en ensanchamiento de la sensibilidad, nos insubordina para que aprendamos a desobedecer nuestros propios deseos cuando nos jibarizan o nos esclavizan, y puede finalmente arribar a expresión de vida relacional y afectiva. Los conocimientos teóricos se minusvaloran porque tenemos una idea muy reduccionista de la teoría. Según esta acepción, teoría es todo ejercicio especulativo, ideas que van y vienen en su infinito deambular, significantes que flotan sin llegar a posarse en las cosas que se hacen. Disiento profundamente. La teoría es sedimentación de la práctica que genera práctica. La práctica es el despliegue de la teoría que genera teoría. No son enemigos frontales, no son contrapuntos que se equilibran, son una misma respiración. La teoría de los saberes prácticos es pura práctica, aunque, como bien matiza Marina Garcés en Ciudad Princesa, «la teoría que no se ocupe de elaborar las condiciones que nos permiten pensar de otra manera solo puede acabar siendo ideología o dogmatismo».

La condescencia con la que se trata a las humanidades en la oferta curricular es hija de la irrelevancia de los saberes prácticos, puesto que en el orden capitalista se dedeña todo saber que no extienda las posibilidades laborales y por extensión el acaparamiento de lo monetario. Secularmente se denominaba práctico al conocimiento que modifica y plenifica el carácter. Práctico era todo artefacto que servía para pensar la realidad, para comprendernos cuando intervenimos en el mundo e intentamos acomodarnos en alguno de sus pliegues en busca de una serenidad no reñida con el inconformismo crítico. Ahora práctico no es el que se autodetermina con el conocimiento, sino el que aprende habilidades perfectamente acreditadas por la industria de la titulación para ser reclutado por el mercado. En un mundo tan pragmático y técnico, deberíamos reivindicar lo práctico no como una significación maravillosamente inútil (como hace Nuccio Ordine), o como algo no lucrativo (Martha Nussbaum), sino como el instrumento que nos permite pertrecharnos de adminículos conceptuales y de una historia sobre nosotros mismos para pensar y sentir con más profundidad y horizonte. Pensar no es hacer abstracción. No es especulación. No es teorizar sin hacer. Pensar es un pensar juntos para crear saberes y haceres que conversen con la vida siempre con el noble propósito de tratarnos mejor unas a otras. De todo a lo que todos podemos aspirar, no hay nada más práctico.  Nada más noble. Nada más sabio.

  

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martes, enero 29, 2019

¿De qué sirve que el conocimiento avance, si el corazón se queda atrás?

Obra de Nick Lepard
La semana pasada me topé con una reflexión descorazonadora en uno de mis frecuentes paseos por mis cuadernos de trabajo. Estaba escribiendo un extenso artículo académico para una fundamentación del programa de prevención de acoso escolar T.E.I (Tutoría Entre Iguales), cuando de manera inopinada me encontré esta apesadumbrada afirmación: «En la patria de Kant inventaron Auschwitz». Pertenece a Adela Cortina y está recogida en su obra La moral del camaleón. Esta reflexión pone en crisis la mistificación del conocimiento como palanca que moviliza todas las esferas de la experiencia humana con el objeto de plenificarlas. Esta conclusión desoladora cursa con el pesimismo fundacional que sufrieron los ilustrados al comprobar que a pesar de que el saber avanzaba como nunca antes en la historia de la humanidad, la virtud se quedaba rezagada. La posición ilustrada estaba persuadida de que una maduración del conocimiento mejoraría gradualmente la iniciativa en las interacciones entre congéneres, que abandonar la minoría de edad cognitiva repercutiría ventajosamente en la acción política y en el devenir ético. Kant enfatizó la autonomía del conocimiento y reclamó el hermosísimo y sempiternamente vigente «ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia». Para obrar en consecuencia, esa inteligencia interpelada era indesligable de la decisión ética, de decidir cómo se quiere que sean el espacio y las relaciones humanas en tanto que la existencia está centrifugada por gigantescos e irreversibles bucles de interdependencia con los demás. Pronto los ilustrados comprobaron que el afán epistemológico aportado por las luces de la razón no moldeaba bondadosamente la conducta. De una manera célere sintieron la punzada de que el saber mostraba escandalosa inutilidad, o aparatosa insuficiencia, para la articulación sentimental del bien.

Este pasado domingo 27 de enero se celebró el Día Internacional de Conmemoración en memoria de las Víctimas del Holocausto, quizá el momento más impactante y aterrador en la historia del animal humano en el que se verificó empíricamente que el conocimiento ilustrado y la sensibilidad estética no provocaban un aumento de motricidad ética en sus propietarios. Saber la teoría no implicó llevarla a la práctica. Bastaba con polucionar de odio, malestar y xenofobia los corazones y estimular el orgullo a la afiliación de una entelequia, para que los mismos que habían acudido a la universidad y se extasiaban escuchando a Wagner no tuvieran ningún escrúpulo en habituarse a asesinar a miles de seres humanos con los artefactos dispuestos por la racionalidad científica. Los mismos que regalaban ingentes cantidades de afecto y cariño a sus seres queridos transparentaban terrorífica imperturbabilidad a la hora de arrojar a la sobrecogedora nuda vida a todo el que tuviera la mala suerte de acabar en un campo de concentración. Los saberes humanos acumulados a lo largo de los siglos no habían impedido ni el genocidio judío ni el hemoclismo planetario de la Segunda Guerra Mundial. Un drama insondable para la dimensión pedagógica de la cultura. Adorno resumió esta tristeza en que «escribir poesía después de Austwchiz era un acto de barbarie». Baltasar Gracián ya había alcanzado ese grado de decepción cuando en 1647 contestaba a la pregunta del título de este artículo con un lacónico de nada. «De nada vale que el entendimiento se adelante si el corazón se queda atrás».

En Biografía de la Humanidad, Marina y Rambaud escriben que «cuando desaparece la compasión, aparece el horror, nos adentramos en el corazón de las tinieblas».  Cuando las personas se convierten en abstracciones para la matematización de una cognición artificial dedicada a la extracción y análisis de datos digitalizados, o en clientes en vez de ciudadanos para la domesticación y sumisión a un aparato burocrático al servicio de la reproducción de lo establecido, o en obstáculos onerosos para la expansión liberalizada de la economía política y financiarizada, comienza la barbarie. He aquí la paradoja humana ratificada por la neurociencia afectiva. Somos empáticos y vivimos la epifanía de la compasión con el cercano, pero somos desdénicos con el lejano, cuya desafección se nutre bulímicamente de la ausencia de prácticas relacionales, de espacios públicos donde cultivarlas y de humanizadora información biográfica. La compasión y la necesaria imaginación ética se disuelven en una llamativa nada cuando el otro es una abstracción distal, o contenido informativo que contemplamos con asepsia a través de la mediación de las pantallas.

En el voluminoso en datos y colosal en referencias Los ángeles de que llevamos dentro, Steven Pinker señala los cuatro ángeles que portamos en nuestra estructura cerebral para favorecer la interacción cooperativa y bondadosa en nuestra línea de conducta: la compasión, el autocontrol, el sentido moral y el pensamiento racional. Peter Singer segrega la empatía emocional de la empatía cognitiva. La primera es puro frenesí de emotividad y la segunda es el resultado de una profunda intelección ética, de tomar conciencia de que el otro (incluso ese otro que no veo y que probablemente jamás veré, pero que racionalmente sé que forma parte de mi red de interdependencias) posee la misma equivalencia que yo, de tal manera que atentar contra su dignidad supone lastimar el valor de la dignidad y por tanto devaluar la que yo poseo. Esta conciencia la suministra la práctica crítica de deliberación sobre qué es una vida buena y vivible para el ser humano que consideramos que sería bueno ser. Es una interpelación ética, no tecnocientífica. Una reflexión sobre el sentido, no sobre los medios para ordenar y pautar el sentido. Para qué queremos vivir y cómo queremos vivir esa vida es la pregunta individual y política que nos tenemos que formular, pero manteniendo respeto al protocolo ético en el que se tiene en cuenta a todos los demás con los que indefectiblemente compartimos el acontecimiento de existir, y a quienes por tanto afectan mi pregunta y mi contestación. Universalizar la pregunta es la única manera de encontrar respuestas decentes. Respuestas que eviten el horror.



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