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martes, junio 27, 2017

«Consideración, reconocimiento, amor», ahí está todo



Obra de Peter Blake
Con motivo de mi último artículo Humillar es humillarse (ver), contestaba a una lectora recordando que el antónimo de la humillación es la consideración. Es muy fácil explicar en qué consiste la consideración. Se trata del interés y el valor positivo que toda persona se concede a sí misma. Paralelamente ser considerado con alguien estriba en prodigarle ese valor en el marco de nuestras interacciones tanto directas o indirectas con él. Muchas veces la consideración se reduce a algo tan simple y a la vez tan complejo como prestar atención al otro, que nuestra mirada se pose en él y nuestras palabras se enreden inteligible y respetuosamente con las suyas. ¿Qué ha de poseer el otro para que le aprovisionemos de consideración? La respuesta es mecánica y simple: nada. El otro es un equivalente de nosotros mismos y un aliado en la aventura siempre en tránsito de humanizarnos. El hecho de ser un ser humano es requisito suficiente para ser tratado con consideración. Ser un ser humano lo dota de valor, y al ser valioso es digno, y al ser digno posee dignidad (el derecho a poseer derechos), y esa posesión de dignidad nos acarrea a los demás el deber de tratarlo con consideración. También ocurre a la inversa. Nuestra condición de personas nos amerita a que a nosotros nos traten del mismo modo. Adam Smith postulaba que «aspiramos a que nos observen, se ocupen de nosotros, nos presten atención con simpatía, satisfacción y aprobación. Que nos tomen en consideración es la esperanza más amable y a la vez el deseo más ardiente de la naturaleza humana». Cuando alguien me trata con consideración percibo el valor que ostento como individuo que soy.
 
Schiller escribió que el amor y el hambre dirigen el mundo. El hambre nos puede convertir en un competidor feroz en la sabana social, pero la necesidad de amor avala el deseo de encontrarnos con el otro. El amor testifica la sociabilidad. En su ensayo La vida en común, Tzvetan Todorov aclara que donde Schiller utiliza la palabra amor como una de las dos grandes palancas motivadoras de las acciones humanas, Rousseau habla de consideración, Hegel de reconocimiento y Adam Smith de atención.  En mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver) hablo de afecto, o de cariño, palabra sinónima que me gusta mucho pero que vive desterrada del vocabulario académico, y que yo defino como el nexo afectivo que anuda a dos corazones que sienten una afinidad y una aprobación recíprocas que los conecta con lo mejor de sí mismos para cuidarse, y que en su cénit llamamos amor. En ese nexo se estiman los valores que nos singularizan, las actividades, los propósitos, los ideales, las cosmovisiones, la forma de instalar la existencia en la vida. Mendigamos cariño y afecto de manera omnipresente, y todas nuestras acciones se subordinan en última instancia a que nos sigan queriendo los que nos quieren, y que nos quieran también aquellas nuevas personas con las que nos cruza la vida y que nos encantaría sumar al cupo de seres queridos. Todos somos solicitantes y surtidores de afecto, agentes y pacientes de cariño, cazadores recolectores pero también suministradores de consideración y reconocimiento. Buscamos la mirada aprobatoria, queremos que nos quieran, y para eso intentamos construirnos como sujetos valiosos.

Tanto la consideración que nos merecemos como el afecto que perseguimos están siendo suplidos cada vez más por el deseo febril de un reconocimiento que sin embargo difiere de ambas magnitudes. El reconocimiento confirma nuestro valor en la urdimbre social (reconocimiento de distinción, según Todorov, éxito, según la vaporosa terminología coloquial), pero apenas vincula con el afecto ni con la consideración. Hace poco mi mejor amigo me confesaba que «yo no quiero reconocimiento, yo quiero cariño». En las presentaciones de mis libros yo siempre afirmo públicamente que podría esbozar teorías muy filosóficas de por qué escribo, pero que en el fondo lo hago para algo tan sencillo pero tan relevante como que me quieran. Mientras que el reconocimiento pertenece al dominio público y se distribuye a través del estatus y la reputación (que la imaginación capitalista ha ligado a la división del empleo y a la pluralidad de ingresos que proporciona), el afecto opera en la esfera privada y su adquisición no proviene del trabajo remunerado, sino de valores inmateriales elicitados por el comportamiento: la bondad, la generosidad, la humildad, la ternura, el afecto, el cuidado, la preocupación, la gratitud, el respeto. Utilizando la célebre dicotomía de Erich Fromm, el reconocimiento vincula con el tener, el cariño conexa con el ser. Si confundimos reconocimiento con consideración, o reemplazamos el afecto por el reconocimiento, las acciones no venales perderían centralidad. Se privilegiarían los valores que son mercancía para el intercambio económico (bienes, servicios, propiedades, titulación, capacidad adquisitiva para el consumo). El credo económico habría logrado virar nuestro psiquismo hacia lo que lo perpetúa y ensalza. Un triunfo de la lógica económica. Una derrota de la vida afectiva.



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martes, junio 06, 2017

La generosidad y la gratitud, islas en mitad del océano económico



Obra de Borja Bonafuente
La generosidad es la vitrina en la que colocamos el cuidado al otro como elemento esencial de nuestra condición de existencias al unísono. Su destino siempre es alguien ajeno a nosotros. Emerge cuando voluntariamente elegimos la ayuda al otro incluso por encima de nuestro propio interés. La generosidad y el altruismo mantienen lazos de consanguinidad, pero también alguna disimilitud. Somos generosos con aquellos con los que nos une el cariño y el amor, y somos altruistas con las alteridades exentas de irradiación afectiva salvo la de pertenencia al género humano. Aunque se suele afirmar, y el diccionario de la RAE así lo atestigua, que en la generosidad no se espera devolución alguna, la afirmación no es del todo exacta. No se anhela rentabilizar la acción, pero el anfitrión espera gratitud. Este deseo de gratitud se basa en la pulsión de reciprocidad injerta en nuestra herencia genética. La generosidad del que no puede devolver el favor de la misma manera se llama gratitud. Es un sentimiento compensatorio hacia el que nos ayuda, la manera de apreciar y reconocer el apoyo recibido. Uno se siente en deuda con la persona que ha colaborado con él dadivosamente, y la recompensa consiste en agradecérselo. Precisamente uno de los comportamientos más lacerantes en los ires y venires del redil humano radica en la ausencia de agradecimiento. La ingratitud provoca en el entramado afectivo uno de los dolores más díscolos de sanar.

La generosidad solo se puede agradecer. El dinero como recurso intercambiable con un papel estelar en las prácticas consumistas desaparece de la lógica de este escenario. Dar las gracias y actuar bajo su tutela es la única moneda de cambio por ser el beneficiario de una aportación para poder coronar algún interés que unilateralmente resultaba inconquistable. La generosidad de una persona y la gratitud de otra por recibirla dinamitan la percepción economicista de la vida. En un mundo que ha mercantilizado la realidad y nos ha alfabetizado en las transacciones económicas como marco en el que se despliega la oferta con el que el otro puede satisfacer su necesidad, resulta casi sedicente que alguien ejecute una acción a favor de un tercero y sea refractario a solicitar por ello un pago económico. En la generosidad hay una admirable abdicación monetaria. Esta disidencia al totalitarismo del dinero y a la ubicuidad del desempeño lucrativo es una ilustrativa forma de explicar en qué consiste el afecto. Sé muy bien de lo que hablo. Tengo la suerte de que mi vida está rodeada de unas cuantas personas que son la encarnación paradigmática de la generosidad.
 
Al igual que otras muchas virtudes, la generosidad testimonia que el círculo de la convivencia íntima opera con valores muy diferentes e incluso a veces antagónicos a los del círculo del mercado. Sin embargo, la actividad económica se ha erigido en la rectora de la vida humana y en la prescriptora de cómo debemos conducirnos en la urdimbre social: socialización competitiva, disolución de la idea de comunidad y bien común, motivación exclusivamente monetaria, acepción unidimensional de la utilidad, idolatría material, consumo adquisitivo como sinonimia de la felicidad. Más todavía. Si el acto generoso se quiere devolver cuantificado en un precio, la generosidad cavaría su propia tumba y, por pura coexistencia, la gratitud le acompañaría en su defunción. Hay generosidad y gratitud allí donde la realidad económica y el desembolso monetizado han sido desalojados como forma de entender la interacción. Si el afán de lucro asoma en la escena, la escena mutaría y la generosidad se convertiría en una mera estructura cosmética en medio de una relación mercantilizada. Nos infiltraríamos en la dialéctica del acreedor y el deudor de la esfera de las finanzas, vínculos contractuales con el capital como eje articulador. Pero la aventura humana abraza varias esferas más que la meramente mercantil, aunque la pulsión absolutista del mercado insista empecinadamente en homologarlas a la suya. El amor, como epítome de las virtudes que es capaz de albergar el ser humano, es su mayor enemigo. El contrapoder del poder que solo atiende al tintineo de las monedas.



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martes, mayo 02, 2017

La bondad es el punto más elevado de la inteligencia

Obra de Alyssa Monks

Hace unas semanas escribí que la bondad es el pináculo de la inteligencia. Es su punto más cenital, el instante en el que la inteligencia se queda sorprendida de lo que es capaz de hacer por sí misma. Leo ahora en una entrevista a Richard Davidson, especialista en neurociencia afectiva, que «la base de un cerebro sano es la bondad». Suelo definir la bondad como todo curso de acción que colabora a que el bienestar pueda comparecer en la vida del otro. A veces se hace acompañar de la generosidad, que surge cuando una persona prefiere disminuir el nivel de satisfacción de sus intereses a cambio de que el otro amplíe el de los suyos, y que en personas sentimentalmente bien construidas suele ser devuelta con la gratitud. En la arquitectura afectiva coloco la bondad como contrapunto de la crueldad (la utilización del daño para la extracción de un beneficio), la maldad (ejecución de un daño aunque no adjunte réditos), la perversidad (cuando hay regodeo al infligir daño a alguien), la malicia (desear el perjuicio en el otro aunque no se participe directamente en él). La bondad es justo lo contrario a estos sentimientos que requieren del sufrimiento para poder ser. 

La bondad coaliga con la afabilidad, la ternura, el cuidado, la atención, la conectividad, la empatía, la compasión, la fraternidad, todos ellos sentimientos y conductas predispuestos a incorporar al otro tanto en las deliberaciones como en las acciones personales. Se trataría de todo el aparataje sentimental en el que se está atento a los requerimientos del otro. Según la nomenclatura que utilizo en el ensayo Los sentimientos también tienen razón, serían los dispositivos afectivos de apertura al otro. La amabilidad es aquella acción en la que tratamos al otro con la bondad y consideración que se merece toda persona por el hecho de serlo. Intentar colmar nuestros propósitos pero teniendo en cuenta también los del otro es una conducta muy sabia para que los demás la repliquen cuando seamos nosotros los destinatarios del curso de acción. Ser bondadoso con los demás es serlo con uno mismo, con nuestra común condición de seres humanos empeñados en llegar a ser el ser que nos gustaría ser. Ayudar a que la felicidad desembarque en la vida de los demás es ayudar a que también desembarque en la nuestra. De ahí que no haya mayor beneficio social para todos que la magnitud cooperativa, que se nutre de la bondad y la ética, si es que esta tríada mágica no es la misma cosa astillada en distintas palabras. Para incorporar la bondad en el trajín diario hay que brincar la estrecha y claustrofóbica geografía del yo absolutamente absorto en un individualismo competitivo y narcisista. Richard Davidson defiende que la bondad se cultiva. En su instituto entrenan a chicos y chicas. En los ejercicios acercan a su mente a una persona que aman, reviven una época en la que esta persona fue aguijoneada por el sufrimiento y sopesan qué hacer para liberarla de ese dolor.  Luego amplían el foco a personas que no les importan y finalmente a personas que les irritan. En este breve recorrido se puede sintetizar en qué consiste humanizarnos. 

Recuerdo que en una entrevista le preguntaron a Michael Tomasello, uno de los grandes estudiosos de la cooperación, por qué podemos ser muy amables con la gente de nuestro entorno y luego ser despiadadas en otros contextos, como por ejemplo en el laboral. Su respuesta fue muy elocuente. Tomasello argumentó que nuestros valores varían en función de en qué círculo nos movamos. No nos comportamos igual con la persona conocida que con la desconocida, con los miembros de nuestro círculo electivo y de sangre que con los que conforman el regido por lo azaroso y lo interino. Homologar ambos comportamientos es una de las grandes aspiraciones de la ética, qué podemos hacer para pasar del círculo íntimo  la arena pública con la misma actitud empática, cómo realizar esa transacción desde el ámbito afectuoso al ámbito de la plaza donde el afecto pierde irradiación. He intentado explicarlo en mi nuevo ensayo. Se trataría del paso del afecto a la virtud (Davidson afirma que en los circuitos neuronales la virtud activa la zona motora del cerebro), del sentimiento a la racionalidad del sentimiento. En Los siete pecados capitales, Savater aclaraba algo que nos atañe a todas como personas enclaustradas con otras personas en el mundo y por tanto cautivas de gigantescos bucles de interdependencia que no podemos obviar: «Las virtudes no se aprenden en abstracto. Hay que buscar a las personas que las posean para poder aprenderlas». He aquí la importancia de la ejemplaridad en el paisaje social. Yo suelo decir que para la sensibilidad ética un ejemplo vale más que mil palabras, siempre que sepamos qué palabras queramos ejemplificar. En el plano ético la teoría especulativa es poco persuasora. Sabemos qué es la bondad, pero para aprenderla necesitamos atestiguarla en personas consideradas valiosas por la comunidad y replicarla con asiduidad en nuestra vida. Pocas tareas precisan tanta participación de la inteligencia, pero pocas agradan tanto cuando se automatizan a través del hábito. Cuando alguien lo logra estamos ante un sabio.


miércoles, junio 15, 2016

Todo lo hacemos para que nos quieran


Obra de Harding Meyer
Nos cuesta aceptarlo porque cuestiona por completo esa idea del pensamiento positivo que nos señala como sujetos autosuficientes, pero nos pasamos la vida intentando recolectar cariño y reconocimiento. A veces lo conseguimos, a veces no, y en esa actividad ubicua y pendular transcurre el lance de vivir. Somos seres en falta, seres que necesitamos a los otros para ser nosotros, para que nos suministren ese afecto que evita que devengamos en sujetos destartalados. Somos el ser que habita en nuestras palabras, en ese diálogo inagotable entre el yo que habla y el yo que escucha, pero esas palabras se convierten en un territorio insular y claustrofóbico si no hay unos tímpanos atentos con quien compartirlas. Emilio Lledó recalca que somos indigentes por la sencilla razón de que necesitamos de lo otro y de los otros. Esta indigencia será vitalicia, habitará permanentemente en nuestro cerebro y nos convertirá de por vida en mendigos de cariño y aprecio.

Quizá nos avergüence asentirlo, quizá afirmarlo públicamente nos convierta en seres dependientes y por tanto fácilmente vulnerables, pero el principio rector de lo que hacemos y de lo que no hacemos no es otro que el que nos quieran y nos aprueben. La conducta de los niños, que no dejan de ser una versión miniaturizada y culturalmente menos neutralizada de nosotros mismos, lo corrobora de manera irrefutable. Cada vez que un niño hace algo especialmente valioso delante de otros, su primer gesto consiste en buscar la aprobación y el aplauso de alguien que sea una autoridad para él. Este tropismo se instalará para siempre en sus interacciones, una inercia depositada en los circuitos neuronales que vincula con el deseo de encontrar bienestar psíquico a través de la producción de afecto y filiación, o la zozobra de no hallarlo en su derredor.  Podemos hacer cosas para sentirnos bien con nosotros mismos, pero si vamos a la estancia más profunda de nuestro yo nos encontraremos con la sorpresa de que allí no vive nadie que responda por nuestro nombre, pero sí por el de otros que con sus ires y venires han ido tejiendo nuestra biografía hasta convertirla en un nudo de relaciones e intercambios. Buscamos amparo, abrigo sentimental, protegernos del relente de la soledad, y por eso intentamos compartir aquello que consideramos que habla bien de nosotros. En la cosa aparentemente más banal estamos haciendo méritos para conseguir cariño, o para no perderlo. Para que en esa estancia a la que me refería antes habite alguien. Alguien que nos responda cuando preguntemos.

Cualquiera de nosotros lleva toda su vida actuando así, incluso los que no han llegado a inteligirlo y creen que la motivación última de sus actos reside en otros aspectos alejados por completo de lo más singular del alma humana. Aunque mucha gente crea que realiza tareas para autorrealizarse, o para sacar filo a sus habilidades, o para sentir la estimulante eficacia comprobada, o para colmar una visión, y todas esas cosas periféricas con las que el neolenguaje empresarial ha colonizado nuestro imaginario, todo lo que uno hace en la vasta geografía de la economía comportamental acaba subordinado a algo tan simple pero tan nutricio como que los demás nos quieran. Enmascaramos nuestras prácticas sociales bautizándolas con nombres rimbombantes, pero finalmente tanta advocación equívoca se reduce a que alguien se sienta orgulloso de nosotros y desee compartir su afecto con el nuestro. Detestamos el entumecimiento afectivo que nos desposee de nuestra condición de personas y nos va mineralizando por dentro poco a poco. Orientamos nuestras tareas hacia un resultado, y el único resultado que no se subordina a ningún otro es que nos quieran. Este deseo no se extingue jamás, pertenece a ese catálogo de deseos que, como canta mi admirado Battiato, «no envejecen a pesar de la edad».

Hacemos algo valioso para que alguien nos preste atención y nos considere interesantes, y así surja esa sustancia mágica que se cuela entre las personas que se aprecian. El afecto es ese vínculo invisible que anuda a una persona con otra a través de la valoración positiva que se establece entre ellas. Somos cazadores/recolectores de afecto porque él es el auténtico salteador que desvalija las fatalidades de la vida y multiplica sus goces. Anhelamos la conectividad, el calor que emana de las relaciones plenas, el aprecio de los demás, el sentimiento de pertenecencia a una comunidad de iguales. Ahora bien, si esa necesidad de reconocimiento es embriagadoramente obsesiva entonces nos podemos convertir en vanidosos. Si además de recolectar alabanzas se las negamos a los demás, nos volveremos soberbios. Si verbalizamos inmoderadamente los elogios cosechados o los autoatribuidos tropezaremos con el horrible narcisismo. Si nuestro yo no deja espacio para que se exprese otro yo, nos convertiremos en egocéntricos o en egotistas. Instrumentalizaremos el cariño y el reconocimiento para escalar puestos en la cotización social, para ostentar nuestra opulencia, para degradar el aprecio en competición por el estatus y los galones. Parecerá antitético, pero son precisamente estas conductas desmesuradas las que delatan al mendigo que somos por naturaleza.



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Cuidémonos los unos a los atros.