Obra de Marcos Beccaria |
Cuando en ocasiones explico el dualismo antropológico, a mis alumnas y alumnos les bromeo si alguna vez han visto en alguna parte a alguna persona segregada de su cuerpo. El interrogante sirve para constatar que el cuerpo no es algo ajeno a la persona que somos, sino que nuestra persona es ese cuerpo que somos. En el ensayo Lo que a nadie le importa, Sergio del Molino confiesa que «nunca había sido consciente de que tenía un cuerpo. Hasta que no empezó a deformarse y a romperse en el adulto que ahora soy, no lo sentí como algo molesto que había que cuidar». Tardamos en advertir vívidamente que tenemos cuerpo, y necesitamos cierto tiempo para concienciarnos de que ese cuerpo desobedecerá a quien es a la vez ese cuerpo. En A pesar de los pesares, un ensayo acerca de la ancianidad, Aurelio Arteta hace hincapié en ese instante epifánico que suele ocurrir cuando se van acumulando años en el devenir biográfico hasta alcanzar «la edad en que el cuerpo, antes presente con toda naturalidad, como si fuera uno con su sujeto, ahora se contempla como problema, o sea, como algo de lo que uno comienza ya a separarse y tomar distancia. En realidad, sería más exacto afirmar que es el cuerpo el que se distancia de uno, porque presenta exigencias y reclamaciones que hasta hace poco se guardaba o nos pasaban más inadvertidas porque podían satisfacerse sin gran esfuerzo».
Este fragmento aparece en un epígrafe cuyo título es inequívoco: El cuerpo como estorbo, cuyo advenimiento se hace presente cuando el dolor deriva de episodio pasajero a acontecimiento que se adosa en diferentes gradientes al curso regular de los días. El
dolor es el lenguaje que emplea el cuerpo para gritarnos en silencio que está ahí, y que además alberga el omnímodo poder de
operar contra nuestra propia voluntad. El cuerpo se insubordina y duele, y la volición deviene agente pasivo e inoperante. Podemos dañar nuestro cuerpo con praxis inadecuadas, pero no podemos rehuirlo cuando es el cuerpo el que nos hace daño a pesar de cuidarlo y tenerlo en consideración. Quien ha experimentado alguna vez un trance así, entenderá por qué el término humildad proviene de la palabra humus, tierra. Somos tan poca cosa que provenimos de la misma tierra en la que acabaremos. Basta una minúscula dolencia para advertir nuestra gigantesca vulnerabilidad e insignificancia, y la necesidad acuciante de que los demás nos acompañen para sobrellevarlas.
Ocurre una paradoja que se exacerba con el paso del tiempo, y que es la que da título a este artículo. Nuestro mundo afectivo, desiderativo y discursivo es muy similar a partir de cierta edad, pero nuestro cuerpo, que es el repositorio donde se asienta nuestra fisicidad, se aja, se marchita, se deteriora. «Lo peor de envejecer es que no se envejece», verbaliza ingeniosamente en esta misma línea Oscar Wilde. Mientras el cuerpo decae, la subjetividad que nos constituye permanece inalterada. Esta disociación provoca estupor cuando se siente en carne propia (y en esta expresión tan clarividente el lenguaje popular demuestra exquisita precisión). A medida que hacemos acopio de tiempo vivido, el cuerpo que somos cada vez se avería con más frecuencia, quiebra reiteradamente una salud hasta entonces apenas apreciada e incluso desdeñada, pero la mismidad en la que se aposenta nuestra identidad sigue tan lozana como siempre. Mientras que el cuerpo está subyugado a la temporalidad, la interioridad en la que nos vamos relatando pareciera vivir en una especie de acronicidad.
En uno de los párrafos más bonitos del ya de por sí precioso El peligro de estar
cuerda, Rosa Montero lo explica con honda sencillez: «La niebla va bajando y todo se desdibuja mientras
tu ser más íntimo, aquel yo emocional con el que te identificas, que es y será
eternamente joven, se repliega poco a poco a un rincón cada vez más remoto de
tu cerebro». La
materialidad está uncida a una degeneración orgánica insoslayable y consecuentemente
su funcionamiento cada vez es más indestronablemente defectuoso, pero el
sujeto que somos, sea lo que sea ese sujeto que nos constituye y en cuyo nombre nos atrevemos a hablar, prosigue intacto a la decrepitud que aflige al cuerpo, a pesar de que el propio cuerpo propende a orillarlo y a hacernos creer que toda la totalidad del sujeto es él. Mi mejor amigo suele afirmar que dejó de cumplir años a
los treinta y cinco. El cuerpo acumula años, pero la subjetividad no. La interioridad a partir de cierta edad ya no tiene edad, brinca las coordenadas con las que medimos nuestra inscripción en la existencia. Es un misterio que me maravilla.
(*) Este es el último artículo de la Décima Temporada de este Espacio Suma NO Cero. Volveré a estar aquí los martes a partir de mediados de septiembre. Mientras tanto, se puede acceder a todos los artículos publicados hasta la fecha. Que quienes demoráis semanalmente vuestra atención lectora en este pequeño lugar de la inmensidad digital, paséis un buen verano. Un fuerte abrazo.
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