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martes, diciembre 15, 2020

Autoritarismo cotidiano

Obra de Patrick Byrnes

Uno de los males que más asola a nuestras democracias es la escasez de deliberación pública. Algunos autores se refieren a este escenario desalentador como recesión democrática.  Hace unos meses escribí un amplio artículo para un libro coral en el que dibujaba este paisaje tan habitual en el folclore de la política parlamentaria, aunque se puede extrapolar asimismo a los ámbitos domésticos. El título de ese texto es cristalino para lo que quiero explicar: Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos. Cuando la construcción de un argumento tiene como propósito golpear (de ahí viene la palabra debate, de battuere, dar golpes, abatir) hasta derrocar el argumento de nuestro interlocutor y lograr así la adhesión del espectador, no se dialoga, no se piensa en común, no se delibera. Lo que sí se hace es debatir, tratar a golpes los argumentos del adversario sin el menor deseo de establecer estrategias cooperativas para dar con las mejores evidencias a través de la deliberación. Los componentes léxicos de deliberar son el prefijo de y liberare, que quiere decir pesar. Deliberar es pesar aquellos argumentos que son más idóneos para la adopción de una decisión. De aquí nace otro verbo primordial para la argumentación, sopesar, considerar las ventajas y los inconvenientes de algo. Es fácil colegir que minusvalorar la deliberación es minusvalorar la Política con mayúsculas, el diálogo en los diferentes ágoras en torno a cómo organizar la convivencia. 

Negar la condición de posibilidad de la deliberación compartida sobre lo común es autoritarismo. Da igual que se dé en el ecosistema político que en la esfera personal. En ¿Qué es la Ilustración?, Kant nos exhortaba a tener la valentía de servirnos de nuestra propia inteligencia. La inteligencia se vuelve más inteligente cuando se encuentra con otras inteligencias. Encontrarse con otras inteligencias es deliberar con ellas. Los espacios en los que no se utiliza el ejercicio racional de explicarse con argumentos y de escuchar los esgrimidos por la contraparte son espacios antiilustrados. Cuando descartamos la explicación como nexo de una interacción mantenemos con la otredad la misma relación que mantienen dos personas que no se hablan, dos personas en discordia. El prefijo dis significa separar, y cor cordis, corazón. Dos personas en discordia son dos personas que tienen los corazones separados, dos personas que han vaciado de bondad su nexo. Al negarle la comprensión y la comunicación al otro le destruimos la condición de sujeto.  Se cierra el diálogo y se abre la infernal puerta de la arbitrariedad, los privilegios, la subyugación, la subalternidad. La definición más hermosa de diálogo se la leí a Eugenio D’Ors hace ya muchos años. A pesar de investigar sobre este tema sin parar no he encontrado ninguna otra que logre sobrepasar su belleza y su precisión. El diálogo es el hijo nacido de las nupcias entre la inteligencia y la bondad.  Su antagonismo solo puede ser la imposición y tener una disposición afectiva vinculada con el odio y el sometimiento. 

La filósofa brasileña Marcia Tiburi (autora de la expresión con la que titulo este artículo) incide en este tema crucial en su luminoso y muy recomendable ensayo ¿Cómo conversar con un fascista? (Akal, 2018). Su tesis es que «toda nuestra incapacidad para amar en un sentido que valore al otro, es la fuente del fascismo». En el autoritarismo cotidiano, que Tiburi también denomina microfascismo, «el otro es eliminado del proceso mental, que es un proceso de lenguaje». Se descarta al otro como participante tanto para dialogar como para escuchar. La expulsión del otro de los esquemas cognitivos de percepción supone el rechazo frontal a las áreas de solapamiento donde palpita la irrevocable convivencia humana, que precisamente es humana porque se solapa y se superpone. No tengo ninguna duda de que uno de los mayores actos de humillación es negarle a una persona la explicación detallada de una decisión que le afecta. El acto humilla al ignorado, pero envilece al que lo lleva a cabo. A estos gestos que proliferan tanto en el radio de acción privado como en el hábitat político los bauticé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza como violencia verbal invisible. Son el funeral del diálogo y no necesitan ni de la imprecación ni del insulto ni del daño de la palabra lacerante, es suficiente con negar al otro la posibilidad de recibir una explicación o de escuchar los argumentos que han inspirado su proceder. Este régimen de trato es la antesala de la cosificación. Deliberar exige coraje, pero sobre todo exige desterrar la idea de que el otro es nadie (fascismo) o un mero espectador (democracia representativa en la que se abren distancias abisales entre representante y representado). Cuando nos pertrechamos de este coraje discursivo y lo utilizamos con los demás, entonces estamos permitiendo que la inteligencia triunfe momentáneamente sobre la fuerza. Se trata de uno de los instantes más radicalmente civilizador.

 

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martes, enero 21, 2020

Cada vez se debate más, cada vez se dialoga menos



Obra de Alex Katz
Compruebo con desolación que cada vez se debate más, pero cada vez se dialoga menos. Erróneamente creemos que dialogar y debatir son términos sinónimos, cuando sin embargo denotan realidades frontalmente opuestas. Como hoy 21 de enero se celebra el Día Europeo de la Mediación, quiero dedicar este artefacto textual a todas esas mediadoras y mediadores con los que la vida me ha entrelazado estos últimos años tanto en el ámbito de la docencia como fuera de ella. El mediador es un prescriptor del diálogo entre los agentes en conflicto allí donde el diálogo ha fenecido, o está a punto de morir por inanición, o es trocado por el debate y la discusión. Dialogamos porque necesitamos converger en puntos de encuentro con las personas con las que convivimos. «El hombre es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo o es un dios o es un idiota», ponderó Aristóteles en una sentencia que condecora al destino comunitario con la medalla de oro en el evento humano. Dialogamos porque somos animales políticos. Si la existencia fuera una experiencia insular en vez de una experiencia al unísono con otras existencias, no sería necesario. El propio término diálogo no tendría ningún sentido, o sería inconcebible. Diálogo proviene del prefijo «día» (adverbio que en griego significa que circula) y «logos» (palabra). El diálogo es la palabra que circula entre nosotros, que como he escrito infinidad de veces debería ser el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y bondad.

El prefijo dia, que da osamenta léxica a la palabra diálogo, ha desatado mucha tergiversación terminológica. Es habitual conceder consanguinidad semántica a términos como diálogo, debate, discusión, disputa. El prefijo latino dis de discutir se asemeja fonéticamente al dia de diálogo, pero son prefijos con significados desemejantes. Dis alude a la separación. El término discutir proviene del latín discutere, palabra derivada de quatere, sacudir. Discutir por tanto sería la acción en la que se sacude algo con el fin de separarlo. También significa alegar razones contra el parecer de alguien, y ese «contra» aleja por completo la discusión de la esfera del diálogo. Discutir y polemizar, que proviene de polemos, guerra en griego, son sinónimos. En el diálogo se desea lograr la convergencia, en la discusión se aspira a mantener la divergencia. Y cuando se polemiza se declara el estado de guerra discursiva. 

Algo similar le ocurre al debate, cuya etimología es de una elocuencia aplastante. Proviene de battuere, golpear, derribar a golpes algo. De aquí derivan las palabras batir (derrotar al enemigo), abatir (verbi gracia, abatir los asientos del coche, léase, tumbarlos o inclinarlos), bate (palo para golpear la pelota en el béisbol, o para hacer lo propio fuera del béisbol con un cuerpo ajeno), abatido (persona a la que algo o alguien le han derruido el ánimo).  Debate también significa luchar o combatir. El ejemplo que comparte el diccionario de la Real Academia para que lo veamos claro es muy transparente: Se debate entre la vida y la muerte. Debatir rotularía la pugna en la que intentamos machacar la línea argumental del oponente en un intercambio de pareceres. Queremos batirlo. En el debate no se piensa juntos, se trata de que los participantes forcejeen con el pensamiento de su adversario y lograr la adhesión del público que asiste a la refriega.  El debate demanda contendientes en vez de interlocutores, porque en su circunscrito territorio de normas selladas se acepta que allí se librará una contienda en la que se permiten los golpes dialécticos, un espacio en el que las ideas del adversario son una presa que hay que abatir.

La bondad que el diálogo trae implícita (me refiero al diálogo práctico que analicé en el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza -ver-) dociliza las palabras y cancela la posibilidad de que un argumento se fugue hacia el golpe y sus diferentes encarnaciones. El exabrupto, la imprecación, el dicterio, el término improcedente, las expresiones lacerantes, el maltrato verbal, el zarpazo que supone hacer escarnio con lo que una vez fue compartido bajo la promesa de la confidencia, el silencio como punición, el comentario cáustico y socarrón, la coreografía gestual infestada de animosidad, o la voz erguida hasta auparse a la estatura del grito, siempre aspiran a restar humanidad al ser humano al que van dirigidos. No tienen nada que ver con el diálogo, pero son utilería frecuente en los debates y en las discusiones. Además de tratarse de acciones maleducadas, también son contraproducentes, porque hay palabras que ensucian indefinidamente la biografía de quien las pronunció. Más todavía. Si las palabras se agreden, es muy probable que también se acaben agrediendo quienes las profieren. Sin embargo, la palabra educada y dialógica concede el estatuto de ser humano a aquel que la recibe. Ese diálogo cuajado de inteligencia y bondad permite el prodigio de vernos en el otro porque ese otro es como nosotros, aunque simultáneamente difiera. Cuando alcanzamos esta excelencia resulta sencillo tratar a ese otro con el respeto y el cuidado que reclamamos constitutivamente para nosotros. Lo trataríamos como a un amigo al que con alegría le concedemos derechos. Y con el que también alegremente contraemos deberes.



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