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miércoles, julio 08, 2015

La estupidez


Pintura de Marx Ernst
Cada vez que explico temas relacionados con la teoría de la argumentación y la resolución de conflictos me gusta recordar una prescripción de Kant: «Nunca discutas con un idiota, la gente podría no notar la diferencia». Yo parafraseé esta sabia advertencia hace unos años: «Ni se te ocurra discutir con un idiota, a los pocos minutos te habrá convertido en su alma gemela». Kant explicaba por qué esta discusión era una inútil batalla perdida: «El tonto te bajará a su nivel y allí te ganará por experiencia». Recuerdo que en el primer párrafo de El discurso del método Descartes mostraba su asombro ante la cantidad de gente que se autodefine como inteligente. Su argumento era irrefutable. La inteligencia es la cosa mejor repartida del mundo puesto que todos aseguramos haber sido provistos de ella en cantidades más que suficientes. De ahí que Descartes diferenciara unas líneas más adelante entre la inteligencia y el uso que se haga de ella, que puede ser muy acertado o un absoluto fiasco, añado yo. Esta distinción es la bóveda de clave de La inteligencia fracasada de Marina, uno de sus mejores ensayos por su capacidad de síntesis. La anterior certeza cartesiana vincula directamente con la primera de las leyes fundamentales de la estupidez humana de Cipolla. En ella su autor constata que «siempre e inevitablemente todos subestiman el número de individuos estúpidos en circulación». Como todos nos autoproclamamos inteligentes, tendemos a otorgar la misma consideración al que interactúa con nosotros, aunque no lo conozcamos de nada. ¿Y qué podemos hacer para descubrir la presencia de un estólido y así evitar entrar en una desafortunada discusión con él? La estupidez sólo se puede detectar anclando nuestra atención en los hechos (el estólido, siguiendo las recomendaciones de Cipolla, es aquel que realiza actos en los que causa pérdidas para los demás y no obtiene ningún beneficio  a cambio, e incluso también él puede incurrir en pérdidas) y en las palabras encapsuladas en argumentos. Puesto que este artículo ha comenzado advirtiendo de los peligros de discutir con un idiota, me interesa mucho esta segunda dimensión. 

La forma en que utilicemos los argumentos es un predictor muy fiable de la inteligencia de cualquiera de nosotros, pero también de su ausencia. Hace unos días leí  que «lo característico del tonto es su contumaz impermeabilidad a los argumentos». Dicho de otro modo. Tonto es aquel  que prescinde de las singularidades del diálogo y lo conduce a su extinción. La estupidez emergería cuando la inteligencia desaprovecha las bondades del diálogo, cuando malogra una de las ingenierías más enriquecedoras del lenguaje y evita nuestro propio progreso. Dialogar es pensar juntos, y se piensa conjuntamente porque cotejando nuestros argumentos con los de otros es probable que alcancemos conclusiones más sólidas que si realizáramos esta tarea aisladamente. Las conversaciones persiguen ese loable fin: interaccionar para que gracias a la convivencia de argumentos e ideas podamos arribar a lugares a los que no llegaríamos desde nuestra soledad argumentativa. Yo lo repito a todas horas en los cursos: «cuando dos coches colisionan frontalmente el resultado es un amasijo de hierros, pero cuando dos argumentos chocan  entre sí el resultado siempre es un argumento mejor».

El diálogo consiste en la polinización de argumentos para que de ese proceso cooperativo surja un argumento y una evidencia más afinados. Para que esa polinización pueda ejecutarse es necesaria una predisposición a escuchar al otro y a admitir que sus argumentos pueden ser más válidos que los nuestros. Hay que partir de la voluntad de que uno puede ser convencido y transfigurado por la capacidad demiúrgica de los argumentos. Adela Cortina en su Ética Cordial recuerda que «estar dispuesto al diálogo, dejándose convencer únicamente por la fuerza del mejor argumento, requiere voluntad decidida y excelencias dialógicas». Desgraciadamente son malos tiempos para el diálogo y el intrínseco poder transformador de los argumentos. Utilizamos mal la inteligencia cuando cualquier argumento que cuestione nuestra tesis o no se adhiera a ella lo etiquetamos peyorativamente y lo desdeñamos con altanería, cuando una idea que no comulgue con la nuestra la motejamos de imposible y ridícula. La estupidez cristaliza en actitudes como la obcecación, el fanatismo, el prejuicio, la suposición, el dogmatismo, la susceptibilidad. Sin embargo, para el idiota la idiotez es otra cosa: «dícese de la característica más notable de todos aquellos que no piensan como yo». Si se lo oímos decir a alguien, o lo deducimos de su conducta, ya sabemos delante de quién nos encontramos.



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jueves, junio 04, 2015

El falso consenso, mi mundo es el mundo



El falso consenso es un sesgo derivado de las interacciones sociales. Tendemos a sobrestimar el grado de similitud entre nuestras posiciones y conductas y las de los demás.  El dinamismo de este sesgo es sencillo pero muy efectivo. Un suceso se filtra en nuestro esquema interpretativo y deducimos que el resultado de esa interpretación es análogo al que realizará la mayoría de las personas. Dicho de un modo más coloquial. Existe una propensión a creer que los demás piensan como nosotros. El falso consenso nos coge de la mano y nos lleva a ese lugar del pensamiento en el que convertimos nuestra realidad en la realidad. Para poder realizar una operación tan tremendamente compleja este sesgo necesita intervenir sobre dos elementos protagonistas en la construcción de nuestros juicios: el sentimiento y el conocimiento. La función operativa del sentimiento agrupa experiencias personales en las que un sujeto evalúa el grado de entendimiento que entablan sus deseos y la realidad. Por el contrario, el conocimiento analiza las cosas desde la distancia, inyectando una posible objetividad vetada al sentimiento. El efecto del faso consenso distorsiona ambas funciones. Transfigura nuestros sentimientos en la medida de todas las cosas y anula la prudencial distancia de seguridad que el conocimiento debería mantener con la realidad para analizarla críticamente. Surge así una transposición de mundos. Mi mundo se transforma en el mundo. Mi mundo es la fidedigna representación del mundo de los demás. 

Son muchos los elementos que se interpenetran para que se produzca este increíble encogimiento del mundo. Uno de los vectores que favorecen el falso consenso es la disponibilidad cognitiva. Nos centramos más en opiniones que apuntalan la nuestra y pensamos menos en opiniones alternativas que supongan una amenaza para nuestras certezas y por extensión para nuestra autoestima.  Rosa Montero lo explicaba muy bien en su último artículo dominical: «Todos tenemos la tendencia a creer que nuestro pequeño mundo es el mundo entero; todos solemos medir la realidad por la vara de lo poquito que conocemos. Y, sobre todo, intentamos no ver lo que nos duele, lo que nos incomoda. Esto es algo muy humano; es un rasgo incluso positivo para nuestro equilibrio psicológico, una buena defensa de nuestra mente». Hay más factores que martillean el falso consenso. Interactuamos más con aquellas personas que poseen cosmovisiones parecidas a la nuestra y solemos declinar encuentros prolongados y profundos con quienes nos las cuestionan. Nuestra vida se remansa en nichos ecológicos muy homogéneos en los que rara vez emergen visiones poliédricas. Nos gusta compartir nuestro tiempo no remunerado con aquellas personas que se parecen a nosotros para que así nos devuelvan una imagen grata y apreciada de nosotros mismos. Nos incomoda la exogamia porque se revela muy agotador convivir con gente que refuta nuestras creencias y expectativas y convierte nuestra vida en un elemento que merece ser examinado. Nuestra memoria actúa selectivamente y está más atenta a recuperar del olvido sucesos que confirman nuestros argumentos que a rastrear aquellos que los objetan.  Habitualmente limamos las aristas de nuestras críticas para recibir la venia del grupo al que pertenecemos y así poco a poco nuestro cerebro evalúa las cosas desde un pensamiento grupal en el que se diluye toda propuesta personal que suponga algún tipo de divergencia. Nuestra atención tiende a posarse allí donde salimos bien parados y tiende a desdeñar los lugares en los que se cuestiona el concepto que tenemos de nuestra persona. Todos estos elementos interactúan simultáneamente sobre el sentimiento y sobre el conocimiento para configurarlos de un modo nuevo. Resulta muy fácil caer en el falso consenso. Resulta muy difícil salir de él. La primera reacción de las personas es negarnos a aceptar que nuestros juicios están sesgados.



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martes, mayo 26, 2015

¿El mobbing es un conflicto?


Mobbing es una encarnación de la violencia encaminada a la demolición corrosiva del otro. Sin prisa pero sin pausa. Significa acoso psicológico, conductas de contaminación laboral y violencia clandestina en aras de hacerle la vida imposible a un compañero de trabajo, lesionarle su autoestima, interceptar sus habilidades, resquebrajar su eficacia percibida, agredir taimadamente su reputación, agrietar su integridad, convertirlo poco a poco en el increíble hombre menguante. El antropólogo Konrad Lorenz acuñó el término al comprobar la hostigación de unos animales pequeños ante uno mayor para alejar su presencia. Este comportamiento del reino animal se mimetiza en los ecosistemas laborales por parte de algunos sujetos para excluir a aquellos otros a los que consideran una amenaza para sus intereses. El mobbing aloja entre sus denominadores comunes su heterogeneidad borrosa en sus manifestaciones, su carácter insidioso y maquiavélico, su inteligente ambigüedad, su invisibilidad para una mirada externa, la abstención a intervenir por parte de los demás que se apegan a una neutralidad que les evite situaciones comprometidas o los convierte en abúlicos e irresolutos espectadores. No es fácil percibir el mobbing aplicado a un tercero. Es difícil desarticularlo cuando se percibe, sobre todo para los alejados de posiciones directivas.

Se suele confundir mobbing con conflicto y acto seguido se solicita extrapolar las herramientas de resolución de conflictos y de negociación a la situación de mobbing. Craso error. En el mobbing no hay colisión de intereses, no hay discordancias, no hay objetivos distintos que a través de un acuerdo puedan converger en medidas que satisfagan los intereses subyacentes de los protagonistas. Hay acerbados deseos de eliminar al otro. Nada que ver con la naturaleza conflictiva que emana de nuestra condición de existencias vinculadas a otras existencias. El experto Iñaki Piñuel en su libro Mobbing, estado de la cuestión (Gestión, 2000) delimita muy bien los escenarios: «En los últimos años he escuchado muchas tonterías, errores o inexactitudes sobre lo que es el mobbing, pero quizás la mayor de todas ellas, por ser la más lesiva para las víctimas, es la que pretende calificar el acaso psicológico en el trabajo como un mero conflicto… La pretensión de una de las partes de destruir, anular o perjudicar a la otra, vulnerando su dignidad y su integridad psicológica, no puede resultar jamás admisible. Desde el momento en que tal pretensión se hace evidente para la organización en la que tal proceso se produce, ésta adquiere ética y jurídicamente una posición de garante. Con esta posición nace lo que los juristas denominan la responsabilidad (civil, laboral, penal, administrativa) y el posible reproche  jurídico a su inacción». La negociación por tanto es un procedimiento de la acción comunicativa inapropiado para utilizarlo con quien persigue la aniquilación de la otra parte en un escenario claramente tipificado. No podemos negociar con quien pone todo su empeño en deteriorar nuestra dignidad. En el nicho ecológico del trabajo no podemos sentarnos en una mesa a armonizar intereses con quien trata de destruir el valor y el respeto que uno se merece por el hecho de ser persona. El hostigamiento se neutraliza con la intervención de un tercero, el proveedor y centinela de un potente protocolo de conducta por el que se conduce la organización y se articula la convivencia. Ese protocolo servirá para identificar con claridad el comportamiento contaminante. También para ser implacable a la hora de sancionar a quien lo conculque.



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martes, marzo 17, 2015

El abogado del diablo



Obra de Nick Lepard
El abogado del diablo fue una figura instaurada por la Iglesia Católica en el siglo XVI. Permaneció vigente hasta que Juan Pablo II la eliminó en la década de los ochenta del siglo pasado. Se empleaba en los procesos de beatificación. Como era habitual que ante la presentación de un candidato todo fuesen loas y epítetos celestiales, se decidió encomendar a un tercero la investigación de los aspectos más desfavorables del posible santo. Con la información recolectada, esta persona confrontaba e impugnaba los ditirambos con los que el candidato era ensalzado frente a los miembros del tribunal. Inyectaba disensión para muscular los argumentos del debate. Así nació el abogado del diablo. Recordada su genealogía, esta figura es perfecta para entornos cloroformizados por el pensamiento grupal  (ese que transforma las decisiones del grupo en rituales de unanimidad a la búlgara), por el hiperliderazgo que inhibe la iniciativa personal, por los grupos terriblemente endogámicos que reducen la inicial visión multipolar a una visión unívoca cuando sus miembros conviven largo tiempo con personas con intereses, competencias, tareas, preparación académica y estatus parecidos. Allí donde hay sospechoso consenso, allí donde la recurrencia del conflicto escasea, allí el abogado del diablo tiene mucha tarea por delante.   



Se suele afirmar en plan jocoso que el jefe ideal es aquel que coloca a su lado a gente con valentía suficiente como para decirle esas cosas por las que en cualquier otro trabajo les mandarían a engrosar las listas del paro. Erich Fromm aseguraba que la humanidad sólo había progresado gracias a actos de desobediencia. El disidente evita el pensamiento uniforme, unidimensional, acrítico, la peligrosa estandarización y el etiquetado que desdeñan los matices, la ausencia de visiones alternativas que cronifican el estatus quo aunque sea empobrecedor, los puntos ciegos que operan sobre nuestro intelecto y hacen que no veamos aquello que para otra mirada es evidente, las ilusiones cognitivas que sólo las percibimos cuando alguien nos objeta lo que para nosotros hasta hace un segundo era indudablemente obvio. El abogado del diablo nos señalará como personas portadoras de un pensamiento falible, delatará nuestra excesiva confianza en lo que creemos saber y nuestra renuencia a admitir el protagonismo de nuestra ignorancia en la adopción de decisiones. La disensión es primordial para que la duda se erija en la reina que legisle todos nuestros enunciados, puesto que sólo quien duda se plantea la veracidad de lo afirmado por unos y otros. Necesitamos la presencia de un disidente que nos impida dar crédito a lo primero que se nos pase por la cabeza o llegue a nuestros oídos. Un abogado del diablo dentro y fuera de nuestro cerebro.



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