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jueves, enero 14, 2016

Habitar el instante a cada instante



Obra de Cornelius Völker
El archiconocido «carpe diem» latino nos invita a aprovechar el momento. Es una prescripción muy sabia, una merecida apología a ese lujo insustituible que es la vida, una exultación a no dejarse atrapar por la neblina de preocupaciones que nos impiden ver nítidamente toda la gama de colores boreales que irradia el aquí y ahora. Recuerdo que hace años en mi facultad de Filosofía alguien escribió en la puerta de los lavabos una reflexión de San Agustín que yo comencé a utilizar para ahuyentar al fantasma de preocupaciones indefinidas ubicadas en fechas igualmente indefinidas. La prudencial sentencia decía que «a cada día le basta con su propia desdicha». El obispo de Hipona nos aclaraba que con las tribulaciones con las que suele darnos la bienvenida el día tenemos un cupo más que suficiente como para dedicar tiempo a las futuras. Delatoras estadísticas afirman que la mayor parte de nuestras preocupaciones no sucederán jamás, y que otra parte muy elevada de ellas ya ocurrieron y ahora ya no podemos hacer nada para modificarlas. Entre la obsesión de lo ocurrido y la obsesión de lo que acaso puede ocurrir transita el misterio de nuestra existencia. John Lennon sintetizaba este fracaso de la inteligencia canturreando una evidencia: «La vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes». Existe un aforismo (ignoro su autoría) que argumenta por qué somos tan estólidos: «Vivimos como si no fuéramos a morir jamás, y así lo único que logramos es no vivir nunca». Es cierto. La muerte como la abolición del proyecto que somos ha desaparecido de nuestro imaginario, quizá como correlato al relativamente reciente hecho de que apenas ya nadie muere en su casa, ni los familiares reciben los plácemes de obituario entre las cotidianas cuatro paredes en las que se concentra una gran parte de nuestra vida. No es que nos creamos seres eternos, es que apenas nos detenemos a pensar en nuestra finitud y no permea en nuestra conducta la obviedad de que algún día lanzaremos nuestro último hálito. Dicho esto hay que agregar inmediatamente que también existe un nutrido grupo de gente que se toma tan al pie de la letra el aforismo que vive como si fuera a morirse dentro de diez minutos, y así lo único que logra es no vivirlos bien y en muchos casos complicarse mágicamente la vida que le queda por delante. Uno de los recursos cognitivos que tenemos a nuestra disposición para evitar estos comportamientos exagerados en una u otra dirección es la capacidad de relativizar. Mi admirado Cioran proponía que una manera muy pragmática de quitarle la batuta a las preocupaciones que orquestan nuestra vida era darse un paseo por un hospital o por un cementerio. Ambas visitas son eficaces antidepresivos.

El «carpe diem» latino ha dado paso a la más prosaica muletilla «vive el presente». Esta expresión no alude a la zozobra, sino a su antagonismo el goce. En muchas ocasiones se utiliza como banderín de enganche ante la duda de vivir una experiencia hedónica que más adelante nos puede acarrear algún desenlace aciago. En realidad «vive el presente» es una prescripción retórica en tanto que su negación se antoja imposible. Todos vivimos el presente porque por más vueltas que le demos no vamos a encontrar otra cosa mejor que hacer.  Miento. Hay una disposición mucho mejor que vincula con la percepción, la curiosidad, el interés, el estado de ánimo y el proyecto: «habitar el instante a cada instante». Es una fórmula en la que presente, pasado y futuro son una misma palpitación. A mí me gusta definir la autonomía de un sujeto como la capacidad de colocar la atención allí donde su voluntad, y no ninguna otra instancia ajena, lo desee. Habitar el instante a cada instante consiste en que nuestra atención colonice el aquí y ahora. Se trata de extraer de la realidad posibilidades que posibiliten la posibilidad de un propósito previamente deliberado y decidido por nuestra inteligencia. No es necesariamente la unicidad del Dasein de Heidegger ni el estado de flujo de Mihaly Csikszentmihalyi, ni un presentismo hiperbólico. Es vivir en el asombro que supone no dar por supuesto nada de lo que damos por supuesto. Es soslayar la alienación y abrazarnos a la circunspección, sortear la heteronomía y adherirnos a la autonomía, desatarnos de la convención y regirnos por la convicción.

La mala noticia es que un ejército invisible y muy bien armado confabula para que nuestra atención sea un títere en manos de múltiples titiriteros. Ahí están la mercantilización de la realidad azuzada por la omnívora optimización del lucro, la reinvención perpetua para ser competitivos en el mercado laboral (la propia expresión aclara que la vida -en tanto que de qué vives y en qué trabajas son la misma pregunta- está en manos de mercaderes), la precariedad y su inseparable incertidumbre, el debilitamiento de los vínculos, la estimulada compulsión del consumismo conexa a la obsolescencia de los deseos, la conquista de los estándares sociales para cosechar reputación, la adquisición de propiedades que conmuten tener por ser, las déspotas peticiones de un ego crónicamente insatisfecho, la aflicción por lo que nos falta, el deseo elevado al rango de necesidad, la insoportable presencia de la ausencia a la que nos impele la comparación social. Todos conspiran para que nuestra atención se pose allí donde quiere alguien que no somos nosotros. Todos con el propósito de desahuciarnos del instante a cada instante.



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jueves, marzo 05, 2015

¡La atención ha muerto, viva la atención!




La atención es el recurso más valioso por el que beligeran millones de estímulos. Es la capacidad de posarse sobre algo concreto, adentrarse cuidadosamente por su interior y marginar durante ese recorrido todo aquello que trate de expulsarnos de allí. Es el sublime instante en que todas las competencias necesarias comparecen para operar sobre un estímulo con el propósito de extraer de él toda su riqueza. En Elogio del papel (Rialp, 2014), el filósofo de la percepción Roberto Casati afirma que «la atención es nuestro principal recurso intelectual». La atención te desliga de la vastedad de lo circundante para centrarte en lo infinitesimal del aquí y ahora compendiado en una tarea. Yo suelo definir la autonomía como la capacidad de colocar nuestra atención allí donde lo dictamine nuestra voluntad y no ninguna otra. Infelizmente, la colonización digital y nuestra condición de habitantes de un tecnosistema cada vez más tentacular y más tentador desafían nuestra autoridad sobre nuestra propia atención. La conectividad ubicua nos descentra también ubicuamente. La glotonería de estímulos, la toxicidad del exceso de información (bautizada acertadamente como infoxicación), una errónea idea de que más información trae anexionado más conocimiento, la sobrecarga de avisos, los artefactos digitales que ejercen de cordón umbilical con los demás y eliminan el problema de la localización, una pródiga oferta de distracciones de toda índole conviviendo en los mismos lugares y con las mismas herramientas destinadas a tareas diametralmente antagónicas a esas distracciones, devienen en un entorno hostil que socava permanentemente los propósitos de la atención. Hay tantas llamadas de atención a cada instante que lejos de muscular este recurso lo han debilitado de comprensión y retención, de absorción inteligible y memoria, sus dos resortes más identitarios. En un juego de contradicciones, el banquete pantagruélico de estímulos adelgaza nuestra atención hasta condenarla a la anorexia y acaso a su propia extinción. 

La vieja atención destinada a la reflexión pausada, absorta, honda, cultivada, ilustrada, introspectiva, creativa, emancipada de todo lo que la aparta de ese fin, ha muerto.  Una jauría de estímulos ambientales intenta sortear el agotado filtro de nuestra atención. El gigantismo de esa avalancha es tan inapresable que nuestra atención se pasa el día separando lo trivial de lo valioso, la basura de la perla, el lodo de la pepita de oro, pero con una celeridad directamente proporcional a la mareante velocidad de llegada de nuevos estímulos. Así ni se adentra en lo valioso ni filtra correctamente lo baladí. Nicholas Carr en el muy recomendable Superficiales, qué está haciendo Internet con nuestras mentes (Taurus, 2011) admite que «la distracción cortocircuita el pensamiento». El Dr. Manfred Spitzen en el inquietante ensayo Demencia digital (Ediciones B, 2013) advierte que «cuanto más superficialmente trato una materia, menor será el número de sinapsis que se activan en el cerebro». Los inputs afloran a una velocidad vertiginosa, pero nuestra capacidad para convertir el estímulo en un sedimento emocional es muchísimo más lenta. Y aquí ocurre el drama. No disponemos del tiempo necesario para que lo que acaece forme parte activa de nuestro acervo biográfico y permee en nuestro patrimonio cultural. No podemos atenderlo como se merece porque al instante irrumpen nuevos estímulos que en un bucle inacabable hay que cotejar, filtrar, discernir, valorar. Todo deprisa, epidérmicamente, superficialmente, evanescentemente. Todo es horizontal. Y sin embargo la profundidad sólo toma forma en lo vertical.