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martes, marzo 02, 2021

Consumismo espiritual

Obra de Milt Kobayasi

Los macrorrelatos legisladores han procurado secularmente gigantescos esquemas narrativos para vertebrar la vida y los deseos. De este modo se confería ordenación y semántica al acontecimiento misterioso de existir. Gracias a esta subordinación se incubaban de una manera gregaria hábitos incuestionados de sentir, pensar y actuar. Bastaba con alinearse al lado de sus prescripciones para admitir como sensato y logrado lo que se hacía con la existencia. La eliminación de estos marcos referenciales ha desorientado al sujeto contemporáneo arrojándolo a la absurdidad, o a la ardua tarea de brindarle un sentido a su vida. Las narraciones de genealogía mítica, religiosa o de destino de clase, han sido arrumbadas por el universo tecnocientífico y ahora tan solo nos queda la redacción de relatos de cariz individual para resituar el valor de nuestra agenda. El martes pasado escribí en este mismo espacio que algunos autores defienden que esta tarea es monopolio de una inteligencia que conceptúan espiritual. Creo que es suficiente con denominar a este proceso como discernimiento y valoración. Al margen de cómo lo llamemos, el pensar, a diferencia del conocimiento, siempre nos pone en conversación con el sentido.

Mueren unos relatos, pero nacen otros. El neoliberalismo sentimental ha rellenado el hueco producido por la muerte o el desfallecimiento de los macrorrelatos. Lo reduce todo a un yo autárquico desposeído de tejido comunitario («la sociedad no existe, existe el sujeto y la familia» proclamaba Margaret Thatcher). En las páginas de La razón también tiene sentimientos escribí que «la desmitificación del mundo ha santificado la voluntad en abstracto. Se seculariza la vida como evento biológico, se sacraliza como experiencia privada». Si la voluntad personal y la moral meritocrática («querer es poder», «con esfuerzo todo se consigue», «tienes lo que te mereces», «eres el dueño de tus sueños») ocupan el lugar de los macrorrelatos periclitados, se entenderá por qué la construcción de sentido pasa por una autorrealización personal engranada con la dimensión laboral y económica. El itinerario vital de un ser humano se piramiza en su ubicación productora y en el valor de mercado que poseen sus habilidades. Al entronizar la voluntad como omnímoda capacidad autodeterminadora, el sujeto asume una responsabilidad faraónica, porque en las evaluaciones sobre su instalación y valor en el mundo las condiciones políticas, económicas y estructurales son directamente negligidas. Solo importa el resultado, no el medioambiente contextual tan determinante en el resultado. 

La economía consumista y la mercadización totalitaria (feliz expresión que Giorgo Ruffolo utiliza en El capitalismo tiene los siglos contados) han convertido la antropológica necesidad de crear sentido en un nicho de mercado. Existe una eclosión de consumismo espiritual originado por la disolución de vínculos afectivos, relatos y comunidad. Este paisaje induce a que muchas personas deleguen en terceros la tarea de dar sentido al acontecimiento de existir. Suele ocurrir que ante el advenimiento de precariedad laboral, devaluación de ingresos económicos, incertidumbre vital y soledad afectiva, advertimos no la desaparición de los fines y el sentido, sino que su construcción era tan pusilánime y errática que cualquier contratiempo los pone en crisis o directamente se los lleva por delante. Es el ecosistema idóneo para que se asiente un pensamiento enclenque que receta simplicidades a cuestiones complejas, vacuidad deliberativa que no requiere la sedimentación cognoscitiva y afectiva del día a día que lo convierta en memoria y aprendizaje. 

Al cerebro le extenúa pensar, pero anhela la tranquilidad, así que la frugalidad discursiva de la literatura de autoayuda se encuentra con todas las puertas abiertas en el mundo líquido (Bauman), la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), el yo saturado (Kenneth J. Gergen), la sociedad del riesgo (Ullrich Beck), o en una época en la que estamos deseosos de desaparecer de sí (Andre Le Breton).  La serie Wild Wild Country, que recoge la vida de Osho y la idolatría de sus prosélitos, lo refleja de un modo muy elocuente. Urge pensar sobre el sentido, pero también utilizar el enorme acervo acumulado en la biografía de la humanidad. Los vínculos afectivos han servido como analgesia contra el sufrimiento en cualquiera de sus manifestaciones, pero esos vínculos necesitan tiempos, espacios y lenguajes para tejerse, imbricarse, formar potentes ecosistemas lingüísticos que constituyan pensamiento y afecto. Estas tareas necesitan el concurso del largo plazo. Y nos interpelan políticamente a todas y todos. 


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martes, febrero 23, 2021

Inteligencia espiritual

Obra de Lu Cong

La inteligencia espiritual radica en la pregunta por el sentido. Se interrogaría acerca del por qué y el para qué de nuestras acciones ubicándolas en un marco que las supere y les brinde inteligibilidad y solidez narrativa. La genealogía léxica del término inteligencia puede ayudarnos a esclarecer su significado. Inteligencia proviene de intus (entre) y legere (escoger o leer). Podemos definir inteligencia como leer el mundo para entre las distintas opciones que se nos presentan escoger las más propicias para dirigir nuestro comportamiento hacia un existir mejor. En el libro Inteligencia espiritual, el filósofo Francesc Torralba se refiere a esta inteligencia como una necesidad primaria o una pulsión fundamental en el ser humano.  En su teoría de las inteligencias múltiples, Howard Gadner computó en ocho las diferentes inteligencias, que funcionan de un modo concertado y a la vez sectorial en los procesos cognitivos. Una persona puede ser muy ducha entablando relaciones interpersonales (inteligencia social), pero simultáneamente ser muy roma en orquestar su capacidad desiderativa (inteligencia intrapersonal o sentimental). Tiempo después Gadner agregó una novena inteligencia. La inteligencia existencial sería aquella que está imantada a la búsqueda o creación de sentido y suministra reflexividad en torno a cómo crearlo. 

En muchas ocasiones han atribuido un poso de esta espiritualidad a los artículos que publico aquí en el Espacio Suma NO Cero. Es una afirmación que siempre me provoca sorpresa. En el ensayo de Torralba se citan varias referencias en las que encuentro identificación epistemológica para categorizar el contenido de estos artefactos textuales y desvincularlos de una idea estandarizada de lo espiritual. Frente a una trascendencia vertical que anuda al ser humano con lo Absoluto, el filósofo francés Luc Ferry habla de una trascendencia horizontal, es decir, aquella que nos vincula al comportamiento con nosotros mismos, con nuestros congéneres y con la naturaleza. Mi admirado André Comte-Sponville aboga por cultivar una espiritualidad sin Dios, sin credos, sin dogmas. Creo que podría ser una buena definición de pensar éticamente, discernir en torno a cómo tratarnos a nosotros mismos y a los demás sin recurrir al tutelaje prescriptivo o a la mentoría de entidades sobrenaturales, o a autoridades con avales epistémicos muy pobres que expiden recetarios asociados al mercado neoliberal de la autoayuda y el crecimiento personal. Viktor Frankl popularizó En busca de sentido, un ensayo en el que vindica la posesión radicalmente humana de la voluntad de dar sentido a la vida. Cuando esa voluntad está bien entrenada, vivir es una experiencia fascinante y nutricial con elasticidad suficiente para sobrellevar con más aplomo los contratiempos inherentes a la vulnerabilidad que supone estar vivo. Quien tiene un por qué tiene lo más preciado a lo que un animal humano puede aspirar. 

La pregunta por el sentido deviene en la pugna por la semántica de las palabras que dan contorno lingüístico a lo que queremos expresar como sentido. Interpelarnos por el por qué es adentrarnos en el laberinto del lenguaje y su capacidad para crear mundo y predisposición para decidir cómo instalarnos en él. Una definición de sentido podría estribar en el sentir que exudan las actividades de aquello que tiene valor para nosotros y que conforma un conglomerado de acontecimientos que estratificamos e incorporamos en nuestra memoria sentimental. Acostumbrados a relacionarnos con herramientas que son medios para fines, nos cuesta un esfuerzo mayúsculo admitir que la vida no es medio de nada, sino un fin en sí mismo. Vivimos para vivir y existimos para existir. En el inventario de verbos que facilitan esta práctica diaria descollan sobre todo hacer, experimentar, deliberar, colegir, comprender, decidir, sentir, actuar, compartir, cooperar, cuidar. Pensar bien es suspender momentáneamente el mundo para deliberarlo y volver a él con mejores artesanías conceptuales y afectivas para comprenderlo y sentirlo mejor. Se podría conceptuar la inteligencia espiritual como la actividad con la que pensamos la vida mientras la vivimos para vivirla bien. Para no duplicar innecesariamente palabras que ya existen, bastaría con llamarla filosofía.

 

 

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