Mostrando entradas con la etiqueta maldad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta maldad. Mostrar todas las entradas

martes, julio 14, 2020

«No es enfado, es tristeza»


Obra de Izumi Kogahara
En paisajes sentimentales con las fronteras muy desdibujadas resulta un ejercicio arduo distinguir entre enfadarnos y entristecernos. Ante ciertas situaciones que interfieren en nuestros propósitos, pero también en las expectativas que depositamos en los demás, quien está bien alfabetizado tiende a entristecerse en vez de a enfadarse. Esta elección sentimental es muy informativa. Existen muchas diferencias comportamentales entre enfadarse o entristecerse en esos momentos del quehacer cotidiano en que podemos caer en un sentimiento u otro, o en una mixtura de ambos.  El sentimiento de enfado surge cuando nos infligen un daño inmerecido. Dependiendo de la relevancia del daño, el enfado puede adquirir cantidad, intensidad y tonalidad muy variada. No es lo mismo molestarse que enfadarse, enojarse, disgustarse, irritarse, enrabietarse, cabrearse, indignarse, enfurecerse, encolerizarse, desmesurarse. La participación del inmerecimiento es nuclear para pulsar los mecanismos del enfado. En muchas ocasiones nos enfadamos no por el daño sufrido, sino porque consideramos que no nos lo merecemos, que el perjuicio recibido está anegado de ilicitud. La condición inmerecida nos confronta con la injusticia, cuya contemplación nos indigna. La intervención de lo inmerecido envuelve al enfado de la axiología propia de quien ha llevado a cabo relaciones valorativas con su derredor. Se puede asentir que los sentimientos sirven para organizar axiológicamente la realidad, como defiende Carlos Castilla del Pino en su Teoría de los sentimientos, pero también se puede aseverar que la realidad se recoloca axiológicamente gracias a la trama afectiva en la que nos acomodamos para la palpitación del vivir. En realidad, ambos movimientos ocurren simultáneamente. 

En La ira y el perdón, la filósofa estadounidense Martha Nussbaum postula varios motivos instrumentales por los que se despierta en nosotros la irascibilidad. La ira se elevaría a indicador de que se ha cometido una falta, fuente de inspiración de estrategias para abordarla, elemento de disuasión para los demás, pues desalienta a repetir la falta registrada en la columna del debe, o vindicación de la dignidad y el autorrespeto. Si el móvil que lo origina es intencional, una de las características prototípicas del enfado es que propende a retribuir con daño el daño sufrido. El enfado es el precursor de la venganza. La venganza puede ser un plato que se coma muy frío, pero se urde cuando la sangre hierve. Hay mucha absurdidad en intentar resarcir el daño inflingiendo daño. Sin embargo, cuando nos entristecemos no se anhela la comisión de daño, sino más bien que su perpetrador tome medidas para restaurar la expectativa lastimada y enmendar su comportamiento a fin de que no se vuelva a repetir. El enfado se enfoca en el pasado, la tristeza mira al futuro. El enfado ansía una retribución, la tristeza ahonda en la restauración. La ira es impetuosa y apenas puede inhibir la impulsividad, lo que demuestra que se relaciona muy mal con la inteligencia, se zafa de la ponderación, cancela el horizonte y se enemista con el futuro. La tristeza es analítica, hibernativa, evalúa con afinada calma lo perdido para reequilibrarlo en un enclave de porvenir mejorado.

Si realizamos una sencilla taxonomía de los sentimientos en la que podemos tripartirlos en sentimientos de ampliación (todos los relacionados con la alegría, pero también con la tristeza entendida como sistema evaluativo), sentimientos de reducción (los vinculados con la iracundia y el temperamento bilioso) y los sentimientos de reclusión (el odio, la envidia, los celos, y los autorreferenciales despreciativos), es fácil silogizar que el enfado no es constructivo, sino muy reductivo. Su animosidad desconsidera el largo plazo y por tanto es de una esterilidad palmaria para dictar lo que está por venir. El enfado puede originarse por algo minúsculo, pero los destrozos que puede ocasionar pueden llegar a ser mayúsculos. Todo esto sin contar con el resentimiento o enfado revenido, que hipertrofia estas singularidades al tratarse de un enfado antiguo que sin embargo mantiene intactos sus efectos insalubres e inquisitivos sobre un presente que marchita con su sola presencia.

La tristeza opera en otro plano muy diferente y mucho más perspicaz. Nunca es destructiva. Nos entristecemos cuando alguien nos importa, o cuando el daño causado es tan enorme que nos cuesta aceptar que lo pueda haber perpetrado alguien que pertenece como nosotros a la familia humana. En el ensayo La razón también tiene sentimientos sostengo que el profundo carácter indagatorio de la tristeza hace que todo lo que toca lo convierte en alma. La tristeza no interfiere en las grandes disposiciones sentimentales para erguir horizontes amables compartidos, más bien las relee y las desgrana para aceptar su condición de presupuestos ineludibles para plenificarnos: bondad, amabilidad, generosidad, gentileza, diligencia, consideración, cuidado, perdón. Sólo se pueden construir transacciones afectivas sólidas y por tanto futuros mejores desde estas disposiciones. El enfado es incompatible con toda esta variabilidad de sentimientos de apertura al otro. Si en una situación adversa alguien se apresura a aclararnos que «no, no estoy enfadada, estoy triste», estaremos delante de una oportunidad muy fértil para diseñar mejor el futuro compartido. Una oportunidad que paradójicamente debería alegrarnos. Y después enmendarnos.




Artículos relacionados:

martes, marzo 26, 2019

Los comportamientos del mal


Obra de Davide Cambria
Nunca había oído la expresión altruismo del mal hasta que la semana pasada se la escuché pronunciar a Luis Landero mientras presentaba su última novela Lluvia fina. En un momento de su intervención, habló de un mal altruista, y al verbalizarlo sonrió como es habitual en él sorprendido por su propio hallazgo. Entonces adujo que ese mal era altruista porque era desinteresado. Se denomina altruista toda acción en la que se beneficia a un tercero desinteresadamente. El coste de la acción no aspira a ser reembolsado, de ahí que se hable de desinterés o de acto ejecutado desprendidamente. Prender significa agarrar, atrapar, apresar, coger, así que una acción es desprendida cuando no cogemos nada de ella, lo que demuestra una vez más que el lenguaje es maravillosamente ilustrativo.  Sin embargo, el altruismo está totalmente desvinculado de motivaciones malévolas, porque la acción desinteresada siempre está orientada a procurar un bien ajeno, incluso en detrimento del propio. Hablar de altruismo malévolo es un oxímoron, y ahí la gracia y la perplejidad de fundir lingüísticamente dos términos cuya semántica los repele. No puede haber altruismo si la acción está orientada a ocasionar un mal. Ninguna acción que ocasione un mal puede ser considerada altruista por mucho que la acción esté vaciada de interés por parte de su generador. He aquí lo aporético del término.

Recuerdo que cuando escribí el artículo La bondad es el punto más elevado de la inteligencia, que se convirtió en un fenómeno viral al alcanzar un millón de visitas en una semana, cartografié la geografía antagónica que linda con los territorios de la bondad. El neurocientífico afectivo Richard Davidson afirmó en una entrevista, que con el tiempo se ha hecho celebérrima, que «la base de un cerebro sano es la bondad», así que todo lo que rebasa sus dominios delata insalubridad sentimental. En las fronteras colindantes se ubican la crueldad (la instrumentalización del daño o la conminación de utilizarlo para la consecución de un objetivo), la maldad (el uso de daño intencionado aunque no aporte réditos a su progenitor), la malicia (el deseo de que la vida del otro sufra algún tipo de lesión, a pesar de no participar directamente en ese cometido), la perversidad (la delectación de objetualizar la dignidad del otro). El perverso juguetea con la voluntad de una otredad a la que se le deroga la posibilidad de elegir. La voluntad del otro es su grial, posearla su cruzada y convertirla a imagen y semejanza de la inmediatez de su antojo su absoluta aspiración. El sadismo es el onanismo del mal, porque el sádico sabe lo que hace y disfruta masturbatoriamente con los sujetos a los que les desangra la dignidad. En esta terrorífica singularidad de subalternidad se ubican las experiencias de la tortura, la violencia y sus diferentes gamas, la explotación, la desigualdad, la inferiorización, la vejación, la humillación (mostrar lo pequeño que es un ser humano sin contar con su consentimiento, porque si lo hubiera entonces habría humildad). Al amputarse la capacidad de elección, se deshumaniza al otro porque se le expropia lo que le constituye como radicalmente humano. Cuando no se puede elegir, se acorta drásticamente la distancia que separa a un sujeto de un objeto. Vivir es un sinvivir.

Aunque en el título de este artículo utilizo sendas palabras como sinónimas, la filósofa Ana Carrasco, dedicada al estudio del mal, distingue con muy buen criterio entre mal y maldad. Sintéticamente podemos afirmar que el mal es la generación de daño (de ahí que casi siempre se acompañe del verbo hacer), y la maldad es la motivación deliberada para causar el daño. Esta distinción nos conduce a situaciones paradójicas. Puede haber mal sin maldad (originar un daño sin intencionalidad), y maldad sin mal (desear causar un daño sin conseguirlo). También se puede añadir que el mal acaso no exista como tal, sino que la secuencia que origina un mal nace de alguien que perseguía un bien. El mal sería el daño colateral de un bien, aunque aceptar esta narración no solo relativizaría el mal, sino que quedaría sempiternamente justificado. Por eso todo genocidio tiene sus poetas, como afirma Žižek, porque modifican, resignifican y poetizan lo acontecido, o  argumentan que la quiebra de un orden, otra definición de mal, anhelaba un orden mejor. Padeceríamos la dispersión axiológica señalada por Jean Braudillard en La transparencia del mal, una disolución de referencias del valor que haría inabordable la crítica del mal. 

El altruista del mal actúa sinqueriendo, una intersección de motivaciones que escapa a la rigidez de la lógica. De ahí la dificultad de teorizarlo y categorizarlo. En su deconstrucción es inevitable la presencia del oxímoron. No hay maldad en su acción, sino que el interés es un desinterés (otro oxímoron) que le procura amenidad y que causa un mal. Estaríamos delante de la volubilidad y la contingencia del mal. El altruista del mal realizó su acción como podía no haberla realizado. Probablemente ni él sepa discernir por qué la llevó a cabo, pero esta incapacidad no obstaculiza la posesión de cierta conciencia sobre ella para encontrarla amena. Es el distanciamiento sobre el motivo último del desembolso de su acción lo que nos desconcierta. La volatilidad de la motivación de su acto nos arroja a la perplejidad. A la banalización del mal signada por Hanna Arendt (hacer rutinariamente el mal por una obediencia debida en la que no hay espacio para el pensar ni el sentir, un acto burócrata respaldado o condonado por una heteronomía incuestionada e institucional y por tanto exento de compasión, como ratificaron los experimentos de Stanley Milgram), y al mal radical (relacionado con una ideología que relee como superfluo y prescindible al individuo y cuyos perpetradores a fuerza de rutinizar el mal lo acaban trivializando y convirtiendo a los espectadores en «corresponsables irresponsables», según terminología de Arendt), habría que añadir la gratuidad del mal, o la aleatoriedad del mal.

Carlo Maria Cipolla estableció una teoría de la estupidez basada en puros criterios económicos de beneficio y pérdida que nos pueden ayudar a entender mejor el altruismo del mal. En su opúsculo Allegro man non troppo  elaboró una taxonomía del repertorio conductual según las dos variables anteriores. El inteligente es aquel que obtiene un beneficio privado con su acción y simultáneamente la reverberación de su acto logra ensanchar el beneficio común. Precisamente esta lógica es la que me inspiró a vindicar que la bondad es el punto más elevado de la inteligencia. El incauto es el que beneficia a los demás y se perjudica a sí mismo (aquí también se puede encuadrar al buenazo o primo, que es aquel que en entornos descarnadamente competitivos en los que los agentes buscan su beneficio exclusivo, él siempre actúa conforme al bien común, por eso en el lenguaje coloquial se propende a identificar al bondadoso con el tonto).  El malvado perjudica a los demás y se beneficia a sí mismo. Y nos queda el estúpido. La definición de estupidez que esgrime Cipolla conexiona en cierta medida con la que podríamos emplear para el altruista maligno: «Una persona es estúpida si causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener ella ganancia personal alguna, o, incluso peor, provocándose daño a sí misma en el proceso». El estúpido perjudica a los demás, pero también a sí mismo, aunque es tan estúpido que no lo ve, o encuentra complacencia en ello.  Para un cerebro sano, por continuar con los términos de Davidson, es algo incomprensible, pero es que la estupidez, cuando se presenta como tara en estado puro, escapa a la ininteligibilidad racional. Si comprendiéramos la estupidez, entonces no sería estupidez. El altruista del mal comparte filiación con el estúpido, pero es menos estúpido que él, puesto que por definición los demás son el monopolio de su altruismo negativo. El altruista malévolo estropea con su acción al otro o algo del otro, pero no a sí mismo. No es tan estúpido, tampoco tan malvado, ni tan incauto, pero ni muchísimo menos es inteligente. En su indefinición descansa su definición.