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martes, mayo 23, 2023

Narcisismo vulnerable

Obra de Anna Bocek

Existe un tipo de narcisismo que contraviene el endiosamiento y la arrogancia que presuponemos en la persona narcisista. La primera vez que escuché hablar de él fue a una amiga profesora de Filosofía. Departíamos de un amigo común empecinado en sumergirse en un autodesprecio en el que no había ni un ápice de clemencia hacia sí mismo. No era algo impostado ni teatralizado. Se trataba de una mortificación tan sincera como omniabarcante que le fragilizaba la autoestima y convertía a los habitantes del todo social en hipotéticos detractores de su persona. Cualquier comentario lo releía como un humillante ataque personal, y solía responderlo con una animosidad desproporcionada. Se enervaba si alguien le ofrecía ideas lenitivas para ayudarle a sobrellevar sus tribulaciones al entender que le estaban deslegitimando su sufrimiento. Atribuía mala intención donde nuestra mirada veía el flujo cotidiano de las interacciones humanas. Dicotomizaba sus juicios. Derrochaba cantidades ingentes de energía psíquica en fantasear con ideas conspiratorias en las que él era el protagonista de un relato atestado de hostilidad. Su estrategia para combatir la tristeza era monotematizar concienzudamente su conversación con la misma tristeza especulativa de la que quería segregarse. Los planes que le compartíamos para que saliera de su insularidad los boicoteaba con la inconcrección de sus evasivas. Frente a la acción que le proponíamos, se atrincherara en una parsimoniosa irresolución como puerta de acceso a un pensar que estimulaba la misma mortificación que intentábamos drenar y que él volvía a reforzar como irredimible para pretextar su inacción. Mi amiga me confesó algo que no he olvidado. «Nuestro amigo es muy narcisista». Aquel día se le olvidó agregar un epíteto. Nuestro amigo era un narcisista vulnerable.

Los narcisistas vulnerables viven sometidos bajo la férula de una conciencia excesivamente centrada en sí misma. Este es el motivo de conceptualizarlos como narcisistas. Son sujetos que se erigen a sí mismos en su propio y ubicuo objeto de análisis. Cuando ocurre esta deriva es sencillo precipitarse en la entropía, el desorden que provoca una conciencia excesivamente atenta a sí misma, y sobre todo desentendida con todo aquello que no sea ella. El pensamiento es triste, escribió Machado, pero intuyo que lo que quiso decir realmente con una frase tan breve como lapidaria es que la sobreexposición de pensamiento introspectivo fulmina con la zozobra y la absurdidad a quien no le pone restricciones. La persona narcisista vulnerable está parasitada por una preocupación minuciosamente rumiante de sí misma, lo que intensifica la propia preocupación y genera un alarmante circulo vicioso que finalmente lo desemboca en una miscelánea de desazón y depreciación autoperceptiva. Esta minusvaloración convierte su preocupación en irresoluble, lo que le inspira a analizarla de nuevo, así en un proceso que en cada nueva rotación se vuelve más distorsionador, doliente e insoluble.  Estos son los engranajes de una entropía perfecta. 

Ante una situación así recuerdo la prescripción que compartía Bertrand Russell en La conquista de la felicidad. Se puede epitomizar en el sano olvido de uno mismo. Este olvido consiste en colocar más a menudo nuestra atención en las afueras de nuestra persona, ejecutar actividades comunitarias, fomentar situaciones de afinidad electiva y dimensión cooperativa, mirar paisajísticamente la heterogénea realidad social, disponer de sensatos puntos de referencia que ayuden a reubicar nuestras cuitas, generar espacios y tiempos para cultivar los afectos y estrechar con imaginario y estrategias colectivas la vulnerabilidad humana, tomar sentida conciencia del gigantesco tamaño de nuestra insignificancia para redirigir nuestra mirada valorativa, dotarnos de un propósito significativo que podamos compartir con los demás. La literatura de autoayuda y el neoliberalismo sentimental propugnan justo lo contrario, y de este modo cronifican este narcisismo vulnerable. Insisten en la capacidad autárquica del individuo y por lo tanto en el autoanálisis y la autoevaluación personal como herramientas correctoras. Combaten la flagelación personal con mecanismos que acaban intensificándola. Como además patologizan la tristeza y la indignación, reducen la tristeza a una falla interior, y la injusticia a una fragilidad psicológica para aceptar la realidad. La mejor analgesia para los trasuntos del alma es la presencia cuidadora de los demás. Las personas somos oxígeno para las personas. Esta presencia prójima exige mirada política, deliberación social, soluciones relacionales. Son tres grandes adversarios del narcisismo en cualquiera de sus dos direcciones. La megalómana y la retraída.

  

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martes, octubre 04, 2022

La indignación es ira sin ira

Obra de John Larriva

Aparentemente la ira brota cuando algo o alguien obstruye la consecución de aquellos intereses que consideramos cruciales para nuestra estima y nuestra agencia. Escribo «aparentemente» porque en realidad no es exactamente así. Aristóteles definió la iracundia como una reacción a un daño significativo de algo que nos importa. La irascibilidad sería por tanto la propiedad del sentimiento que nace ante la vulneración de lo que interpretamos como valioso para nuestra persona, una insubordinación ante lo que nos lastima con el propósito de detenerlo, modificarlo, o reorientarlo. Para que la definición gane en exactitud, deberíamos incluir el matiz de lo inmerecido. La ira, la iracundia, la rabia, la indignación, la cólera, la furia, necesitan indefectiblemente el concurso del sentimiento de la injusticia, que el daño, el contratiempo, la cancelación de las expectativas, sean fruto de una acción inicua. El inmerecemiento nos enerva, que es la respuesta corporal con la que el organismo nos suministra elevadas cantidades de energía para no permitir la sedimentación de lo arbitrario y lo improcedente. Es una reacción refleja que busca restituir de un modo inmediato el equilibrio injustamente arrebatado. Por supuesto que si sufrimos un daño injusto podemos y debemos enfadarnos, pero hay enfados que coadyuvan a mejorar la situación y enfados que la empeoran. Hay enfados inteligentes y enfados primitivos. 

La ira imputa la paternidad de un daño y quiere devolvérselo a su autor. Se trataría de una devolución rudimentaria que satisface el deseo de venganza, pero que no adjunta ninguna mejora. Ahora bien, podemos enfadarnos sin desear infligir un daño proporcional al recibido. Creo que nominativamente el sentimiento que nos insta a comportarnos así es la indignación, no la ira. Una jerarquía moral de los afectos nos permite constatar que frente a la genuina ira, que anhela retribuir con daño a quien nos ha hecho daño, la indignación es un sentimiento vacío de irascibilidad. La indignación es ira sin ira. En La monarquía del miedo Martha Nussbaum llama a este proceso ira-transición. Ocurre cuando el receptor del daño «expresa una protesta, pero mira hacia adelante: nos lleva a trabajar en la búsqueda de soluciones en vez de obcecarnos en infligir un daño retrospectivo». Unas páginas más adelante la filósofa estadounidense persiste en esta idea: «es la aceptación de la parte de protesta y denuncia que hay en la ira, pero rechazando su aspecto vengativo». Nussbaum muestra argumentada reticencia a «penar a los agresores con un castigo que encauce el espíritu de una ira justificada que busque infligir un dolor que vengue el daño causado», lo que no significa condescender con la injusticia. La venganza busca retribuir el daño, pero cuando actuamos bajo esta lógica estamos permitiendo que el lenguaje de nuestro comportamiento lo dicte quien nos lastimó. La venganza hurtaría nuestra autodeterminación y nos encajonaría en una contradicción. Nos enfadamos por un daño recibido que replicamos justificándolo como devolución. Si analizamos la biografía de la humanidad, el ser humano dio un gigantesco paso evolutivo cuando, en vez de dejar en manos de la persona enfurecida la resolución de lo injusto, inventó el Derecho y la figura del tercero encarnado en instituciones que velan por él. Dio un nuevo paso cuando ingeniosamente inauguró la Ética. Y volvió a dar otro paso enorme cuando descubrió procedimientos para que las personas solucionaran sus conflictos sin necesidad de hacerse daño.      

En conflictología se insiste en que los conflictos solo se pueden solucionar si sus protagonistas se sirven del uso de la inteligencia para pensar más en el futuro que en el pasado. Cuando nos enfadamos, anulamos el ejercicio de la proyección y activamos el de la revisitación. El enfado rescata selectivamente aquellos fragmentos de vida que lo validan, se focaliza en los episodios dañinos con el deseo de encontrar justificable pagar con la misma moneda. Desprecintado este dinamismo es sencillo comenzar a señalar los destinatarios del talión. Si uno se centra exclusivamente en el pasado, desatiende el presente y malogra el futuro. Suele ocurrir que la fijación por lo pretérito maniata el presente continuo y agrava lo que está por venir.  Alojarse recalcitrante y airadamente en el pasado es una medida idónea para infectar de rencor la vida, o, en palabras de Martha Nussbaum, «que el mundo sea un lugar mucho peor para todos». Revisitar el pasado es muy tentador para  enumerar culpables, pero solo en el futuro habitan las soluciones. Y la construcción de soluciones, la armonía de las discrepancias, la prevalencia de lo común sobre lo divergente, es una empresa cooperativa. Sin la cooperación de la contraparte con la que se tiene el conflicto, es imposible solucionarlo. La ira es incapaz de contemplar esta obviedad. Y actuar en consecuencia.



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martes, mayo 17, 2022

Aspirar a una vida tranquila

Obra de Didier Lourenço

Es sorprendente la escasa atención que dispensamos a todo lo relacionado con el sosiego y la serenidad. Prolifera la literatura sobre el mundo de las emociones y los sentimientos en la que es recurrente hablar del miedo, la ira, la felicidad, el cuidado, el amor, todas las variantes nominales de la tristeza, pero muy rara vez de la tranquilidad. En mis clases he preguntado cientos de veces a mis alumnas y alumnos que es lo que quieren para sus vidas, y jamás en sus respuestas ha salido elegida la tranquilidad. Cuando hace unos años mi mejor amigo y yo nos dedicábamos a pensar juntos durante horas llegamos a la conclusión de que no hay nada más excitante que la tranquilidad. Veintitantos años después me atrevo a afirmar que es un elemento basal para que en nuestras vidas afloren los sentimientos de apertura al otro y por lo tanto para establecer con nuestra condición de seres relacionales e interdependientes una vinculación amable y nutricial. Como considero que la tranquilidad es la puerta de acceso a una vida buena, también creo que el progreso civilizatorio debería medirse por la cantidad de tranquilidad que hay en la vida de las personas. Los filósofos griegos lo sabían y la llamaron ataraxia, una forma serena de estar en el mundo. Sin el concurso de esta manera de habitarnos se complica la emergencia de disponibilidades que hacen que vivir sea una experiencia apetecible. Sin tranquilidad es difícil que los sentimientos de apertura al otro nos cojan de la mano y nos dirijan amable y solícitamente hacia esa persona prójima con quien la vida cristaliza en vida humana.  Quizá por su condición de factor higiénico es poco valorada. Cuando disponemos de tranquilidad apenas la tenemos en cuenta. Cuando nos falta suspiramos amargamente por recuperarla. 

Henri Bergson dijo que la alegría es un signo preciso con el que la naturaleza nos avisa de que hemos alcanzado nuestro destino. Creo que es una definición aplicable a la tranquilidad. Nos encontramos tranquilas cuando la realidad no necesariamente favorece los intereses de nuestra persona, pero tampoco pone sañuda insistencia en interferirlos. La tranquilidad es estar en conversación serena con el mundo, y delata que nada atenta de un modo explícito contra nuestro equilibrio, estructuralmente nada nos baquetea como para perder la calma. Todo ello a pesar de que los imponderables, la incertidumbre, el azar, pueden irrumpir en cualquier momento y malherir nuestra biografía. Podemos por tanto definir la tranquilidad como la ausencia de miedo y preocupación. Es evidente que son malos momentos para ella, porque el miedo es un instrumento político que no ceja de empuñarse en el tactismo electoral y en las estrategias capitalistas. Vivimos en la contradicción de que por todos lados se exige la felicidad como una meta que nos frustra si no la logramos colmar, y por otra parte se daña la tranquilidad y se rechazan medidas políticas que aspiran a cuidarla y extenderla colectivamente. Es algo que provoca extrañeza porque la felicidad es subsidiaria de la tranquilidad. Una persona no puede ser feliz sin estar tranquila, pero puede vivir tranquilamente sin tener muy claro si la felicidad le habita, o no.

Para la adquisición de tranquilidad es imprescindible pensar, priorizar, establecer estratificaciones, ordenar deseos, redimensionar los quehaceres vitales, ponderar los fines de nuestras acciones, abordar preguntas encabezadas por un por qué y para qué, problematizar y resemantizar el sentido. Pero no es solo disponer de autonomía, autocontrol, capacidad de inhibir la impulsividad, recursos cognitivos y sentimentales para levantar diques de contención a expectativas que en vez de estimularnos nos afligen y nos sumen en un descontento crónico. La afectación del mundo, el sistema de relaciones, las estructuras sociales externas, los contextos sociopolíticos y económicos, socavan los cimientos de la tranquilidad favoreciendo la competición, la arrogancia, la codicia, el narcisismo, la desconfianza, la subordinación, la inestabilidad, la naturalización de la precariedad, la desigualdad material, la inequidad, la penuria, la disminución de nexos comunitarios, la fragilidad de los vínculos personales, el mundo líquido, el deterioro psicológico, la prisa connatural a la rentabilidad, la angustiosa falta de tiempo. Son gravámenes sobre la posibilidad de una vida sosegada, que en muchos casos se acentúan por la mediación de la clase social y el género. Hay inevitable tensión entre la aspiración a la tranquilidad y simultáneamente satisfacer los deseos y los pensamientos exacerbados por un sistema productivo y financiero que los desmesura hasta la dislocación por mor de unas lógicas de ganancia obcecadas en aumentar la tasa de beneficio. En La sociedad de la decepción Guilles Lipovetsky explica este mecanismo de producción de malestar y descontento social con centelleante lucidez. Más aún. El programa neoliberal ha anatematizado la tranquilidad asociándola espuriamente con el conformismo, la mediocridad y la momificación.

En estos tiempos de hipocondría emocional y economía de la atención pensar es sobre todo ejercer soberanía sobre nuestra organización desiderativa. Nunca antes en la historia de la humanidad ha habido tantas industrias de la persuasión destinadas a desenfrenar el deseo, y a ofrecer a la vez la resolución para satisfacer su voracidad. Velar por una buena gobernanza de nuestros deseos y nuestros pensamientos es una tarea insoslayable para introducir tranquilidad en nuestro entramado afectivo. La tranquilidad queda alienada cuando las determinaciones materiales colectivas atentan contra una existencia justa y digna, cuando dimensiones nucleares de la vida en común se deterioran políticamente y su acceso queda determinado por la insensibilidad del mercado. La tranquilidad no es imperturbabilidad del ánimo, sino un estado de ánimo en el que no hay demasiados elementos perturbándolo. La imperturbabilidad nos impediría ser éticos, sin embargo, las condiciones que necesita la tranquilidad para cristalizar es lo que nos permiten serlo.

 

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martes, mayo 18, 2021

Imaginar para dirigirnos hacia allí

Obra de Serge Najjar

El pasado sábado se cumplieron diez años del 15M, el movimiento social y político que nació el domingo 15 de mayo de 2011. Si tuviera que definirlo brevemente diría que se trata de la visibilización en la plaza pública de un descontento social dirigido a una democracia infrarrepresentativa, al vaciamiento político del concepto de ciudadanía, y a la cada vez más exigua capacidad de decisión y autodeterminación sobre el devenir de nuestras vidas. Las plazas más emblemáticas se convirtieron en ágoras ocupadas para mostrar el dolor nacido de la constatación de que ya no era posible construir planes de vida, de cómo la existencia entendida como proyecto comunitario y empancipador se yugulaba por el dictado económico neoliberal y tornaba a mero lugar para la subsistencia. Toda la hominización y la humanización consistente en arrebatar espacios y tiempos a la supervivencia en favor de la autonomía y la dignidad se difuminaban. El 15M fue una poderosa conversación pública sobre el deber cívico de preguntarnos cómo queremos que sea una vida digna para cualquier ser humano.  

Una de las pedagogías democráticas aprendida en las plazas consistió en la distinción entre lo apolítico y el apartidismo. Quienes se autodefínían como apolíticos siendo sin embargo apartidistas comprendieron enseguida que esa falla semántica les hurtaba de sus imaginarios muchas exigencias y prácticas democráticas para la posibilidad de agencia. Se politizó un malestar hasta entonces atomizado y su socialización horizontal se convirtió en energía disidente para imaginar otras opciones de mayor conveniencia para la vida compartida. Se desmintió la supuesta aceptación acrítica del estado de las cosas. Nos reconocíamos ciudadanos y no sujetos económicos subalternos, como recogía con esquemática literatura el celebrado eslogan «no somos mercancías en manos de políticos y banqueros». Se comprendió lo democrático como espacio de acogida de lo posible y por lo tanto como el frontal antónimo de lo excluyente. Con motivo de la efeméride, el sábado publiqué en mi perfil de Instagram la foto de una pancarta en la que se podía leer «Tenemos derecho a soñar… y que sea realidad».  Aunque soñar no es un derecho, sí es una posibilidad que deberíamos autoexigirnos como estructura cognitiva y postulado ético para construir mañanas mejores. Un prerrequisito desiderativo para crear sentido y cambio. Aunque rara vez se resalta, la imaginación es algo muy serio que no debería circunscribirse en exclusividad a la esfera artística.

Leo a la filósofa y activista Marina Garcés que «si el 15M de 2011 había lo que se llamaba indignación, ahora hay mucha desesperación. Agotamiento. Rabia. Depresión». En la conferencia que pronuncié hace una semana, La alegría ética, hablé de la tristeza como necesario contrapeso epistemológico de la alegría, y cité la indignación como una de sus imprescindibles ramificaciones. La indignación no es una emoción primaria, fácil de atizar y por lo tanto de una enorme y peligrosa idoneidad para la reacción impulsiva y la polarización artificial, sino un sentimiento mucho más sofisticado laborado por factores axiológicos y éticos. La indignación surge de la contemplación de la injusticia, pero no es un encono que mal articulado metamorfosea en resentimiento. Como bien analiza la filósofa estadounidense Martha Nussbaum, es una irascibilidad en transición, es decir, un enfado que se dirige a la impugnación primero y a la restauración después, no a la retribución ni a la venganza transaccional. La indignación enfatiza el daño de un hecho porque imagina el contramodelo. La indignación bien entendida no es impulsividad súbita, sino un sentimiento que se alimenta de la reflexión de lo posible. Había sólidas razones lingüísticas cuando se denominaba indignados a los que formaban parte del 15M. Había lógica afectiva cuando el nonagenario Stéphane Hessel titulaba su célebre pequeño libro con un ¡Indignaos! destinado a movilizar sentimientos y argumentos.

Han pasado diez años y son multitud quienes creen que no ha cambiado nada en la morfología política, pero no es así. El 15M cambió el lenguaje (que es performativo), la mirada (que es selectiva) y la narrativa de la posibilidad (que es fosilizadora si se niega, o transformadora si se prefigura). Acaso la aportación más didáctica del movimiento quincemayista estribó en cómo la narrativa politizada del sentido común se empezó a releer como mera narrativa y por tanto como discurso que debe ser permanentemente deliberado y nunca dado por supuesto. El mundo siempre está inacabado y este inacabamiento es el que permite renovar la imaginación y los lenguajes que tratan de encapsular en palabras lo imaginado. A mis alumnas y alumnos les repito que la gran singularidad del animal humano es que habitamos en ficciones, y las ficciones son configuraciones empalabradas que orientan la movilidad de nuestros sentimientos, nuestras decisiones y nuestro comportamiento. Imaginar, lexicalizar lo imaginado y compartirlo en la ligazón social es el acto más educativo y subversivo que tenemos al alcance de nuestra mano y de nuestro cerebro. El acto fundacional de todo lo que pueda venir después.

 
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