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martes, enero 19, 2021

Resolver conflictos sin hacernos daño

Obra de Petra Kaindel

Este próximo jueves 21 se celebra el Día Europeo de la Mediación. Por esta razón esta semana se están realizando diferentes actos con el fin de divulgar y visibilizar este inteligente modo de articular los conflictos. Aunque es usual citar la mediación como un método alternativo, cada vez son más las voces que reclaman su condición de método cotidiano para limar fricciones y hallar soluciones. No nos damos mucha cuenta de ello, pero la gran mayoría de nuestros conflictos los resolvemos hablando de un modo educado y pacífico, y cuando no es así, y consideramos que se lesionan derechos cardinales, recurrimos a la justicia. La vía judicial es la genuina alternativa, no los métodos tradicionales, entre otros la mediación. Cuando escribí El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza. Una ética del diálogo tuve que explicar en alguna entrevista que en las páginas del libro analizaba los diferentes procedimientos que hemos inventado los seres humanos para armonizar nuestras discrepancias sin hacernos daño. Es muy fácil terminar un conflicto provocando damnificados. Resulta más laborioso solucionarlo sin que nadie sufra o quede lastimado en el proceso.

Algunos autores señalan que el momento inaugural de la civilización ocurrió cuando por vez primera uno de nuestros ancestros en vez de atacar con la punta afilada de un sílex a otro congénere le profirió un insulto. Apartó de la interacción el uso de la fuerza y empleó la palabra, aunque probablemente se tratara de una interjección soez y repleta de inquina. Utilizar la palabra para orquestar nuestros conflictos es un salto evolutivo de primer nivel. Hablando no siempre se entiende la gente, como insiste el dicho popular, pero si no hablamos se antoja difícil poder entendernos. Recuerdo que una vez pronuncié una conferencia en la facultad de Educación de Santiago de Compostela. Estaba en la tarima preparándolo todo cuando se acercó la encargada de la logística a preguntarme muy amablemente si en mi intervención utilizaría algún tipo de tecnología. Le dije que sí. Haría uso de una tecnología milenaria. Me preguntó muy sorprendida a qué tecnología me refería. Le respondí que iba a hablar. Hablar es una sofisticadísima tecnología que permite que las personas nos comuniquemos, pero sobre todo permite que las personas podamos aspirar a comprendernos. Solo hablando podemos compartir con nuestro interlocutor qué está ocurriendo en el entramado afectivo que nos constituye como personas únicas e incanjeables. La mediación es el método que cuida este hablar en el que ya está ínsito el escuchar. La misión mediadora consiste en que los implicados hablen entre ellos, pero no de cualquier modo, sino a través de una palabra educada, considerada, higiénica. Esa palabra y el ecosistema donde florece se llama diálogo. 

La definición más hermosa de diálogo se la leí a Eugenio D’Ors hace ya muchos años. A pesar de investigar sobre este tema sin parar no he encontrado ninguna otra que logre sobrepasar su belleza y su precisión. El diálogo es el hijo nacido de las nupcias entre la inteligencia y la bondad. La inteligencia nos ayuda a encontrar evidencias compartidas con nuestro interlocutor, la bondad a querer encontrarlas. Cuando dos personas acuden a una mediación quizá no dispongan de buenas ideas para compatibilizar la discrepancia, pero sentarse a hablar permite presuponer que albergan un mínimo de bondad para ponerse a buscarlas. El mayor valor de la mediación reside en la utilización del diálogo como única vía posible para que las partes se den a sí mismas soluciones. Es un proceso de gestión y transformación discursiva que requiere cooperación para generar convicción y convicción para comprometerse con el acuerdo alcanzado conjuntamente. Es una aportación que poco tiene que ver con la descongestión de la vía judicial, la reducción de costes emocionales, o la preservación de la privacidad. Todo esto deviene anecdótico si lo comparamos con lo que quiero contar a continuación. Pido atención máxima. La mediación trata a los actores en conflicto como seres dotados de dignidad, permite que sean ellos los que construyan opciones y elijan aquellas que consideren más idóneas para culminar la satisfacción mutua. Frente a la aceptación de una resolución jurídica, la mediación es la fórmula que se nos ha ocurrido para, con la participación de un tercero neutral, imparcial e indecisor, alcanzar una solución nacida de la cooperación entre los afectados por una situación de incompatibilidad de intereses. La autonomía de los participantes es la protagonista absoluta.  En la mediación la dignidad se hace acción. Feliz día de la Mediación a todas y todos. 


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martes, julio 28, 2020

Enfado solo trae más enfado

Obra de Fabio Millani
Hace unas semanas me entrevistaron con motivo del nuevo libro Acerca de nosotros mismos. Ensayos desde el confinamiento. En la agradable entrevista defendí la necesidad de la indignación como un sentimiento vindicativo de justicia tanto en la interacción íntima como en la política. Considero incuestionable la relevancia de la indignación como sentimiento nuclear para derribar situaciones que evaluamos como inundadas de inequidad. Martha Nussbaum la define como aserción valiosa del amor propio. Su presencia es más necesaria todavía en los paisajes del neoliberalismo sentimental, donde sentimientos como el enfado, la tristeza, o la propia indignación, se interpretan como insuficiencia de recursos psicológicos. De ahí que ante injusticias laborales, por ejemplo, las personas afectadas en vez de acudir al sindicato, como ocurría otrora, tomen la dirección que les lleva al psicólogo; o ante decisiones inicuas que percuten en su día a día, en vez de resolverlas con instrumentos deliberativos las acepten practicando ejercicios de resiliencia. A pesar de su intensidad, la indignación se puede mostrar de manera que no correlacione con un lenguaje gestual y verbal zahirientes. Cuando mostramos nuestra indignación estamos guareciendo nuestra dignidad. Si estamos protegiendo nuestra dignidad, deberíamos ser cuidadosos con la de nuestro infractor, que es una de las formas más sabias y transaccionales de proteger la dignidad propia.

El enfado como emoción es inescindible, un dispositivo natural que sirve para revolvernos contra la injusticia o la humillación que nos infligen, para levantar acta de la promesa incumplida o la expectativa quebrada, para proteger del maltrato a nuestra dignidad. A veces nos referimos a este enfado como enfado justificado, una alerta que salta para conservar o restaurar en milisegundos el espacio vulnerado, y que en su justificación se distingue de la susceptibilidad. Como sentimiento, el enojo se puede articular y graduar anticipando muchos de esos tropismos que en vez de ayudarnos complejizan las tensiones. Cuando se enfadan con nosotros propendemos a enfadarnos, y cuando nos enfadamos tendemos a hacer caso omiso de lo que nos sugieren. Nos encastillamos en una posición y además decidimos no colaborar con los intereses de quien nos ha mostrado su enfado de una manera doliente. El enfado suele provocar rechazo en quien lo recibe y por lo tanto destruye cualquier elemento de cooperación. Sin cooperación los espacios de intersección se desmantelan y desaparecen. Las mediadoras y los mediadores con los que hablo frecuentemente me comentan que un elevado porcentaje de los conflictos que tratan en la mesa de mediación se cronifican porque las partes releen la discrepancia como un duelo de orgullos. Orgullo es una palabra muy interesante por su dislocación semántica. Por un lado, significa cerrazón, obstinación en proseguir un curso de acción que empeora los intereses comunes, pero que mantiene incólume la propuesta presentada por el interlocutor, que ahora se aferra a ella para no tener que capitular. Aquí el orgullo se erige en tenacidad estólida. Sin embargo, orgullo también significa el júbilo que provoca la observancia de lo bien hecho, la satisfacción de un desempeño que consideramos encomiable y cuya titularidad nos pertenece a nosotros o a alguien con quien compartimos vecindad afectiva. Los conflictos se momifican por el orgullo en su primera acepción. Tienden a reducir su número de apariciones cuando el orgullo en su segunda acepción domina la vida de las personas.

En determinados momentos el enfado sí puede llegar a ser resolutivo, pero depende del contexto, la intensidad y la regularidad. El enfado puede mejorar los aspectos cuantitativos, aunque simultáneamente deteriora los cualitativos. Puede dispensar utilidad ocasional en ecosistemas piramidales (como suministrador de miedo), pero deviene funesto si se emplea con habituación en ecosistemas de una horizontalidad deliberativa. Nadie dialoga con bondad y perspicacia cuando está colonizado por la irascibilidad. En el ensayo El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza dediqué muchas páginas a argumentar cómo la palabra nacida de un  furioso estallido emocional destruye en cuestión de segundos lo que necesita mucho tiempo para poder levantarse. Decir una barbaridad, y bajo el influjo de la irritabilidad es muy fácil proferirla, puede roturar una relación personal para siempre. El enfado puede generar imposición en quien lo recibe, pero no convicción, y la convicción es la única fórmula posible de respetar los acuerdos alcanzados. Recuerdo que en la literatura de la negociación algunos autores proponían el enfado como estratagema para alcanzar los conciertos deseados. Sostenían que enfadarse ablanda a la contraparte que probablemente acabe claudicando y admitiendo concesiones hasta ese instante intratables. Siempre mantuve mi desacuerdo. Enfado solo trae más enfado. Si el enfado ha de esgrimirse para que la opinión sea escuchada y respetada, la táctica delata la mala salud de la relación, sin necesidad de añadir nada testifica claramente que el interlocutor no nos tiene en consideración. Sin consideración no hay convicción, sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución. Algunas personas se enfadan por ello sin saber que su enfado es el principio fundante de este círculo tan vicioso como empobrecedor.



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martes, noviembre 05, 2019

Dos no se entienden si uno de los dos no quiere



Obra de Nick Leppard
Hace años extraje de la lectura de una novela de José Saramago la reflexión de que cuanto más se mira menos se ve. Como hablar y mirar son sinónimos en un sinfín de ocasiones, es una sentencia muy adecuada para explicar esa liturgia del conflicto en la que los actores no dejan de hablar y con cada nuevo apunte enrevesan la interlocución hasta conseguir que sus aportaciones sean una apoteosis de la ininteligibilidad. Me atrevo a decir que se trata de un tropismo discursivo. Yo me he visto envuelto en esta deriva humana demasiado humana, pero me he acordado de esta cita de Saramago, la he sacado a colación y he dejado de mirar porque estaba en ese punto en el que una sobreexplotación del mirar provocaba la consecuencia dolorosa de no ver nada. Parece antitético, pero un hartazgo de hablar en vez de aclarar las cosas las puede enturbiar, ensombrecer y plagarlas de una oscuridad que las haga inasibles. Schopenhauer debía conocer muy bien esta inercia porque en su ensayo El arte de tener razón prescribía dejar hablar al oponente para que desgranase un número elevado de argumentos, y luego atacarlo refutando cualquiera de los sostenidos en último lugar. Cuando argumentamos, cada nuevo argumento aparece más debilitado que el anterior, incluso puede despeñarse en la incongruencia, así que si permitimos que nuestro rival dialéctico emplee una ringlera de ellos, será relativamente sencillo argüir alguno de los últimos, incomparablemente más frágil que cualquiera de los primeros. En un conflicto tan primordial es saber hablar (hablar mucho o poco es irrelevante frente a hablar bien y localizar con exactitud el epicentro de la controversia) como utilizar la prudencia de callar y retardar su posible resolución para otro momento, sobre todo si de tanto hablar ninguno de los concernidos ya sabe de qué se está hablando. Todo esto es fundamental para la sana articulación de un conflicto, pero es irrisorio si lo comparamos con lo que quiero contar a continuación.

En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza escribí que igual que dos no riñen si uno no quiere, dos no se entienden si uno de ellos no está por la labor de querer entenderse. Es una obviedad olvidada, que es lo que suele ocurrirle a lo obvio: lo arrumbamos al desván de lo incuestionado y tiempo después no nos acordamos de su existencia cuando ponerlo en crisis ayuda a esclarecer y a esclarecernos. No sé si se debe a mi filosófica procedencia académica, pero recuerdo que cuando hace años comencé a estudiar la anatomía del conflicto y tuve la suerte de entrevistarme con varias autoridades en la materia, siempre les preguntaba sobre este tema, sobre la intencionalidad de los actores o, en terminología kantiana, sobre la buena voluntad. Mi bisoñez de entonces no sabía expresarlo bien, pero ahora sé que da igual que los agentes del conflicto se aprovisionen de potentes herramientas discursivas, que se manejen en la sofisticación epistémica del problema, que posean altos niveles de alfabetización en el arte de desactivar conflictos y en el de aplicar procedimientos eficaces, que conozcan los dinamismos negociadores, que se pertrechen de afiladas tácticas de persuasión y argumentación, que posean dispositivos cognitivos para relacionarse óptimamente con sus respuestas emocionales, o que desplieguen modelos predictivos para vaticinar los juegos de acción y reacción connaturales a toda fricción. Todo lo que he enumerado aquí es maquinaria operativa inútil si una de las partes no quiere entenderse con la otra. Hace unos días le explicaba este mismo argumento a un amigo, aunque agregué una vuelta de tuerca más y complejicé el escenario: «¡Imagínate qué puede ocurrir cuando son los dos los que no quieren entenderse!». 

Dos personas se pueden entender si las dos desean entenderse, pero es categóricamente imposible que puedan entenderse si una de ellas, o las dos, no desea entenderse con la otra. Sé que todas estas predicaciones son tautologías, pero es que cuanto más profundo es el lugar en el que realizamos la minería humana más probable es acabar formulándolas. Afirmar que uno de los interlocutores no quiera entender para que los dos no se entiendan es una afirmación rotundamente reveladora. Desplaza la resolución de un conflicto a los territorios de la predisposición ética, no a los discursivos y comunicativos en los que hemos inventado aparataje de toda índole para poder construir evidencias comunales que permitan erguir espacios intersubjetivos. Los utillajes discursivos de la inteligencia no sirven para nada sin la acción intencional de utilizarlos, y mantienen intacta su improductividad si además no se utilizan de un modo patrocinado por la cordialidad. Cuando un interlocutor no quiere ver, da igual lo que se le muestre para que mire. Ocurrirá lo que predice Saramago, que cuanto más mire menos verá, o más subterfugios hallará para justificar la posición inamovible de la que parte, según el ardid señalado por Schopenhauer. En Ética para náufragos, José Antonio Marina define el diálogo como el uso de un pensamiento compartido, pero ese uso solo puede coronarse desde el querer usarlo. La razón cordial postulada por Adela Cortina es la disposición sentimental a pensarse en común, es decir, a utilizar el pensamiento de una manera compartida para encontrar una evidencia mejor que la anterior y que simultáneamente mejore a los interlocutores. Justo mientras redacto este texto, una amiga de Barcelona publica en las redes una reflexión extractada de la recién publicada novela El negociado del ying y el yang de Eduardo Mendoza: «La mitad de la inteligencia es entender, la otra mitad, hacerse entender». La redondez aritmética de esta frase me parece sublime, pero al leerla y meditarla me he encontrado con un severo problema geográfico. No sé en cuál de las dos mitades ubicar el deseo recíproco de querer entenderse, cuando sin ese deseo y su necesaria mutualidad las dos mitades que cita Mendoza devienen yermas. Salvo que ese deseo sea anterior a esa inteligencia y se localice fuera de ella, en un sitio que podríamos llamar bondad.




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