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martes, diciembre 20, 2022

Palabras desgastadas por el mal uso

Obra de Jarek Puczel

El mundo de la palabra permite la interpretación de los hechos. Esos hechos pueden variar sobremanera simplemente con la elección de las palabras y la manera de intercalarlas. Una palabra es una forma de ubicación en el mundo, una toma de posición política y afectiva. El alma humana se va troquelando a través de las ficciones empalabradas en las que habitamos sin que seamos muy conscientes de que sea así. Si modificamos el léxico o la forma de disponerlo, mutamos la forma de asir y sentir el mundo. Existe una anécdota muy graciosa que ratifica esta certeza. Un religioso le pregunta a uno de sus superiores: «Padre, ¿puedo fumar mientras rezo?». El superior se escandaliza ante lo que considera una acto herético y le responde furibundamente que por supuesto que no. Un poco más tarde nuestro protagonista vuelve a lanzar la misma interrogación a otro de sus superiores, pero con los verbos alineados en orden contrario. «Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?». El superior le contesta afirmativamente, e incluso elogia la petición releyéndola como la voluntad de insertar la oración en los pliegues de la vida cotidiana. En ambos casos se solicita lo mismo, pero situar un verbo u otro en primer lugar transmuta el relato.

En el libro Leer para sentir mejor alabo la lectura entre otros motivos porque nos aprovisiona de palabras y de sintaxis para conjuntarlas de un modo que las haga precisas e ilustrativas. Elegir bien las palabras e integrarlas igualmente bien es acortar la distancia entre lo que queremos decir, lo que decimos y lo que nos gustaría que se entendiera de lo que estamos diciendo. Conviene recordar que la palabra no solo demanda comprensión del significado que atesora, también exige escucha, una atención en la que estamos para el otro y viceversa. Cuando dos personas rompen el vínculo decimos que dejan de hablarse, pero acaso sería más preciso afirmar que dejan de escucharse, porque lo que puedan decirse está mediado por el odio o por la indiferencia, dos disposiciones que diluyen el valor de la palabra. Cuando hablamos y escuchamos, cada palabra traza un recorrido en nuestro cerebro. Siri Hustved recuerda que «hay frases que una vez pronunciadas, nunca se olvidan. Se quedan grabadas en la memoria por la fuerte emoción que provocan. En un ensayo me refería a ellas como tatuajes cerebrales». Gracias a las palabras que pronunciamos y escuchamos pronunciar damos forma al silencio que nos habita y nos configura, así que una borrosa estructura lingüística acarrea un desvencijado entramado afectivo.  

Las palabras enferman por su mal uso, pero fenecen por el abuso del mal uso. El mal uso es la recurrencia a clichés, lugares comunes, tópicos, palabrería, pero también a la polarización de los argumentos, al simplismo discursivo, a la utilización de sofismas, a las medias verdades, a los corrosivos eufemismos, a la momificación de la opinión, a la retórica entendida como el arte de no callar y a la vez no decir nada, a provocar que se peleen las personas haciendo que en un primer lugar se peleen las palabras que sabemos beligerantes. En Las mejores palabras Daniel Gamper sostiene que «la devaluación de la palabra también se da por inflación». Más adelante afirma que si la palabra puede devaluarse es porque posee valor. Frecuentemente pronunciamos grandes palabras ligeramente vacías de ese valor que toda palabra reviste. En mis ensayos las suelo denominar palabras catedrales porque son grandiosas y mayestáticas por fuera, pero desoladoramente huecas por dentro. Proliferan en las conversaciones cotidianas, en los grandes discursos, en los momentos en que se hace necesario construir eufemismos para edulcorar realidades vergonzantes. Son palabras desgastadas de tanto decirlas para no decir nada. Ortega afirmaba que el quehacer filosófico consiste en hacer evidente lo latente. También en devolver a la palabra el significado que le hemos hurtado. Restituir su valor. Mostrar lo obvio que hay en las obviedades que somos incapaces de ver entre tanta verbosidad.


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martes, junio 30, 2020

Conducirse con bondad


Obra de Thomas Ehretsmann
Hace unos días me vi envuelto en un breve diálogo sobre la belleza. Un amigo pintor comentaba que su práctica con la pintura le había hecho entablar una relación muy directa con la belleza. De repente, me interpeló y me vi diciendo que en mi caso, y a través de la práctica creativa de la acumulación ordenada de palabras, también me relacionaba con la belleza. Como la escritura no figura entre ninguna de las Bellas Artes, enseguida puntualicé: «Más bien me relaciono con la bondad. Llevo escribiendo sobre ella unos cuantos años. En realidad, es lo mismo, porque la bondad es la belleza del comportamiento». Si recurrimos al diccionario, veremos que lo bello se define como aquello que por su perfección y armonía complace a la vista y al oído, y por extensión al espíritu, y que en su segunda acepción lo bello es lo bueno y excelente, que cuando se observa en la conducta de alguien también genera satisfacción y disposición fruitiva. Recuerdo una maravillosa definición de Emilio Lledó acerca de la bondad. Es una definición desterritorializada de religiosidad y que cursa directamente con la ideación de la belleza del comportamiento. Nuestro querido maestro designaba como bondad el cuidado por el juzgar y entender bien. Es una afirmación aparentemente sencilla, pero en su profunda expresividad descansa todo lo que necesitamos los seres humanos para que nuestras interacciones puedan llegar a ser lugares amables y hospitalarios. Ese cuidado comprensivo es un pensar bien, como recoge el diccionario de la RAE cuando en su tercera acepción convierte en sinónimos cuidar y pensar. Cuando somos comprensivos, pensamos bien, y cuando pensamos bien estamos cuidando y cuidándonos. Para ese pensar bien necesitamos ser bondadosos tanto en el despliegue de las inferencias como en la evaluación de las conclusiones.

Hablar permite que los pensamientos de las personas se toquen y realicen juegos de arrullo entre ellos para que sepamos cómo nos habitamos de la piel para adentro unas y otras. Cuando los pensamientos se acarician, estamos dialogando, facilitando que la palabra circule entre nosotros, que es exactamente lo que significa etimológicamente diálogo. Pero esa palabra que deambula por el espacio compartido no es una palabra cualquiera (como sin embargo sí puede serlo en el hablar), sino una palabra que cuida la dignidad de nuestro interlocutor al tratarlo con consideración y respeto. Una palabra cuidadosa y cuidadora que pone atención en la interseccion formada por el nosotros que habilita el diálogo. Ahora se entenderá por qué me parece imbatible la definición de Eugenio D’Ors que utilicé en El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza cuando en una especie de greguería anunció que el diálogo es el hijo de las nupcias que mantienen la inteligencia y la bondad. Somos entidades lenguajeantes, según la terminología de Maturana, pero al lenguajear en el marco del diálogo la entidad lenguajeante también es una entidad bondadosa. Si no lo fuera, no habría posibilidad de establecer un diálogo.

En el artículo sobre la bondad que publiqué hace unos años, y que enigmáticamente se convirtió en un fenómeno viral, definía la bondad como toda acción encaminada a que el bienestar comparezca en la vida del otro. No se trata por tanto de descubrir la bondad, sino de crearla, de que nuestro comportamiento se conduzca con ella y al hacerlo la haga existir. La bondad no es nada si no hay conducta bondadosa. Si cientificamos el lenguaje, podemos decir que la bondad es una técnica de producción de conducta, un instrumento para dulcificar y plenificar la interacción humana. Cuando obramos con bondad estamos cuidando al otro y también a nosotros, estamos siendo amorosos en nuestra prática de vida. En un sentido lato, el amor es la alegría que nace cuando cuidamos el bienestar de las personas que queremos. El propio Maturana habla del amor como el sentimiento que cuando se da en la coordinación de acciones compartidas trae como consencuencia la aceptación mutua de sus participantes. Somos individuos que hemos decidido agregarnos en redes gigantescas para a través de la interdependencia poder ser más autónomos, y de este modo aspirar a decidir libremente el contenido de nuestra alegría. Conducirse con bondad, poner cuidado en entender y juzgar bien, es una manera muy inteligente de aproximarnos a ser y estar alegre en la praxis del vivir. Nos encontraríamos con la forma más hermosa de concelebrar la vida, festejar la bondad, ensalzar el amor. Nuestros ojos se toparían con la belleza del comportamiento. Probablemente también con su magnetismo. Con el deseo de incorporarla a nuestra vida a través de la admiración.



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martes, mayo 19, 2020

Las palabras y los sentimientos construyen mundo


Obra de Jurij Frey
En muchas más ocasiones de las que creemos los interlocutores nos tocamos con la invisibilidad táctil de los fonemas. Cuando una palabra proferida por nuestro confidente se dirige a nuestros oídos, estamos a punto de vivir una de las experiencias más asombrosas en la cartografía humana. En el instante en que las palabras se miran, se palpan y se abrazan sentimos desde la intangibilidad del lenguaje que somos nosotros los que estamos protagonizando esa danza invisible de la acción comunicativa. La palabra hecha fonación sobrevuela por el aire hasta filtrase por nuestros tímpanos, se difumina por nuestro cerebro y finalmente se adhiere a nuestras vivencias para añadir angulares nuevos que refuercen, objeten o reestructuren nuestra perspectiva y nuestra descripción del mundo y de nosotros mismos. Es un acto que dura unas milésimas de segundo, pero con una capacidad de cambio afectivo y sentimental inversamente proporcional a su efímera implosión. Las palabras no solo designan, también construyen el mundo cuando lo declaran, y esta performatividad las hace sorprendentes y poderosas. Hablar, pero también enmudecer, es elegir en qué palabras queremos residir y de qué palabras nos queremos desalojar sabiendo que las palabras nunca son sentimentalmente inocuas.

En Las mejores palabras (Premio Anagrama de Ensayo 2019) Daniel Gamper define las palabras como «contenedores transparentes con los que quien manda controlará la realidad». El poder se puede definir de muchas maneras, pero una de ellas es la de dominar los instrumentos para elegir y publicitar la semántica de las palabras que releen el mundo. Cambiar el significado de una palabra es cambiar el significado del mundo que designaba o declaraba. Todo aquel que desee disturbar el orden de las cosas lo primero que ha de hacer es modificar las palabras en las que reposa ese orden. Tener decisión transformadora sobre el significado de las palabras con las que la vida se narra y nos narra es una fidedigna muestra de un poder que podrá ser utilizado para emancipar o para adiestrar, para empequeñecer o para amplificar, para subyugar o para autonomizar, para relaciones verticales u horizontales, para marginar o para integrar, para crispar o para dulcificar, para entristecer o para alegrar. Las palabras nos acompañan, nos abrigan, nos protegen, nos hacen. Nos ubican afectivamente para determinar cómo trataremos a los demás, pero también cómo nos trataremos a nosotros mismos en esa conversación ininterrumpida en la que somos la parte y la contraparte de un sinfín de acuerdos y desacuerdos flotantes y silenciosos. Su mal uso, su abuso o su empleo tergiversador pueden lograr con suma sencillez que muchas palabras terminen siendo una mala compañía.

Las palabras son herramientas para explicarnos, pero también para hacernos y posicionarnos, lo que nos obliga a respetarlas cada vez que las pronunciemos y permitamos que nos pronuncien con ellas.  No puedo por menos de acordarme ahora y aquí de Julio Anguita, que falleció el pasado sábado, y que nos enseñó con su voz y su ejemplo algo muy en desuso: el posicionamiento político sobre las formas de vida (que no deja de ser un séquito de palabras) compromete a habitar en las formas de vida en las que uno se posiciona. Cada vez es más inusual porque cada vez las experiencias cognitivas, culturales y académicas están más alejadas de las palabras que devienen práctica de vida autodeterminadora. El conocimiento cooptado por la razón técnica se ha escindido como expresión de sentido y dimensión con consecuencias en la instalación de la existencia, un conocimiento que arrumba con altivez toda disciplina cuajada de esas palabras que ayudan a pensarnos y a esclarecernos. Cuando hablo tan a menudo de los cuidados incluyo muchas vertientes que rara vez la conversación pública vincula al cuidado. Como todo lo que ocurre ocurre en palabras, el cuidado lingüístico es uno de los cuidados más determinantes. En un mundo empecinado en cuidar la imagen, me atrevo a invocar el cuidado de las palabras. Las palabras que nos dicen, decimos y nos decimos.



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