Obra de Javier Arazabalo |
Solemos acotar las agresiones al empleo de la fuerza física para provocar un daño o la amenaza de infligirlo con el fin de que se complazca una demanda. Buss estableció en los años sesenta una taxonomía de la agresión en la que además de la agresión activa señaló la pasiva. Toda la violencia psicológica se produce en este estadio. Es muy sencillo lacerar a una persona sobre la que se ostenta poder laboral, sentimental, afectivo, familiar, económico, sin necesidad de agredirla ni física ni verbalmente. En Los sentimientos también tienen razón (ver) hablo de ello en el epígrafe titulado La violación del alma, término impactante que le leí al profesor Iñaki Piñuel en una de sus obras dedicadas al acoso laboral. Una de esas formas de agredir se encarnaría en el silencio. Se trata de una agresión pasiva verbal directa, el silencio muñido para soslayar el diálogo y por extensión dejar inerme al interlocutor. En su Manual de antifilosofía, Michel Onfray nos regala una definición de violencia que casa con la que Buss le confiere al silencio: «Violencia es la incapacidad para liquidar la querella por medio del lenguaje». No querer hablar en contextos pacíficos presididos por la bondad del diálogo es una deliberada bofetada a la razón discursiva. El silencio decapita el intercambio verbal y precipita al diálogo a su propia muerte.
No hay nada más desalentador que argumentar una tesis e interpelar a nuestro interlocutor a que la secunde o la refute, y contemplar aterrados cómo se precipita sobre nosotros un gigantesco alud de silencio. Hay palabras que hieren, pero hay silencios que sajan el alma. Una palabra elegida pérfidamente para inducir dolor puede dejar maltrecha a una persona el resto de su vida, pero un silencio cuando alguien solicita información perentoria o entablar un diálogo sanador puede desangrar a su víctima. Las palabras son el instrumento que empleamos para transferir información compleja del modo menos equívoco posible, pero hay silencios que transportan tanta o más que un tumulto de palabras.
Aunque ni las palabras ni los silencios matan directamente, por una palabra inadecuada o por un silencio tozudo se han declarado guerras en la que han muerto miles de personas, o se han abierto heridas insondables que siglos después se antojan imposibles de suturar. Una palabra o un silencio pueden malograr tanto la existencia de una persona como la vida de un país de millones de habitantes. Igual que existen muchos tipos de silencios, también existen diferentes encarnaciones de este silencio inicuo. En un momento de exacerbada comunicación digital y por tanto de relaciones presididas por la deslocalización y la asincronía, no querer hablar o guarecerse en un mutismo humillante se manifiesta de muchas novedosas maneras. Un silencio no es solo sellar los labios y no añadir nada en mitad de un diálogo, o sortear la propia opción de dialogar, también lo es no responder a un mensaje o demorar la respuesta, eludir un encuentro, no coger el teléfono, no recibir o ningunear a la persona con la que sin embargo se han concordado tácitamente ciertos compromisos. Yo entiendo el diálogo como una exigencia ética, como un deber humano, y no como un comodín al albur del interés personal. Donde el diálogo muere, donde la ética expira, empieza el banquete caníbal de la selva.
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