Acabo de leer el ensayo del novelista Alessandro
Baricco titulado Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación (Anagrama,
2008). Con una prosa de clara potencia literaria y una capacidad de análisis y
argumentación encomiables, el autor teoriza sobre las mutaciones que impactan
día a día sobre la civilización, sobre la naturaleza nómada de nuestra
condición de seres que legan el conocimiento a través de la cultura,
sobre la trashumancia perpetua de los significados de la realidad. Su idea
inicial es que permanentemente vivimos la invasión de los bárbaros, término que
deviene en despectivo en función del punto cronológico que elijamos como
referencia. Los bárbaros de hace doscientos años así catalogados por la
burguesía son ahora el nutriente del que se alimenta la élite cultural (el caso
de Beethoven, por ejemplo). Según el autor estamos siendo ahora testigos de una
mutación de magnitudes considerables. La mutación está ahí siempre pero, quizá
exacerbada por la adquisición de una tecnología inimaginable décadas atrás, su
movimiento es mucho más acelerado que nunca. Esta nueva realidad es tildada
como bárbara por los habitantes de la vieja frontera (la cultura ilustrada), un
automatismo intelectual que siempre se dispara entre los que están a un lado y
los que están a otro del paisaje fronterizo. Para explicar el cíclico fenómeno,
el autor recurre a la metáfora de la Gran Muralla China. Se levantó hace medio
siglo para separar a los que se autodenominaban civilización de los que
señalaban como bárbaros, las huestes del temido Khan.
El nuevo bárbaro contemporáneo sufre alergia a la
profundidad y se recrea en una vertiginosa superficialidad que le permite
trazar rápidas trayectorias en las que encuentra un sentido. Este miedo a la
profundidad se puede interpretar como «un reflejo condicionado del animal que
ha aprendido a desconfiar de cuanto tiene raíces demasiados profundas», o una
estratagema «a desconfiar de las propias ideas». Frente al hombre profundo
surgido de la ilustración, el hombre horizontal nacido de la digitalización.
Frente al mundo sólido en el que todo estaba enraizado, el mundo líquido (en
terminología de Zygmunt Bauman) protagonizado por la fragilización de todo tipo
de vínculos. Se ha modificado la idea de experiencia y sentido. Sus
consecuencias son la velocidad en lugar de la reflexión, las secuencias en vez
del análisis, el surf en vez del submarinismo cognitivo, la comunicación en vez
de la expresión, la conectividad del conocimiento en vez de la especialización,
el placer de la vivencia en vez del esfuerzo. El autor es claro frente a
qué actitud tomar ante la mutación, ante la esencia volátil de nuestra propia
realidad. En vez de denunciarla con el velado deseo de exonerarlos del deber de
estudiarla y entenderla, lo más inteligente es aceptar que somos mutantes y que
la mutación es inherente a nuestra condición humana y también a nuestra
condición de seres sociales. «Cada uno de nosotros está donde está todo el
mundo, en el único lugar que existe, dentro de la corriente de la mutación,
donde a lo que nos es conocido lo llamamos civilización y a todo lo que aún no
tiene nombre barbarie. A diferencia de otros, pienso que se trata de un lugar
magnífico». Y una última consideración. Poner aquello que consideramos
valioso no a salvo de la mutación, sino dentro de ella. De su
irrevocabilidad.