White doors, de Andrej Glusgold |
El miedo es un poderoso instrumento para doblegar
voluntades. Es una de las emociones básicas con las que la naturaleza nos ha
dotado genéticamente. Su función es avisarnos de una amenaza, o anticipar la llegada de un
peligro que contraviene nuestro equilibrio. Esta función tan pragmática acarrea
dos riesgos añadidos de considerable tamaño. El
peligro del que nos avisa la emoción del miedo puede ser real pero también
puede ser ficticio, y además no provenir del resultado de servirnos de nuestra propia
inteligencia, sino de escuchar y aceptar acríticamente el relato de un tercero que busca
un beneficio personal. Hace años definí el auténtico poder como la
capacidad de una persona para orientar en la dirección deseada por ella la voluntad de otra, pero contando con su beneplácito. Esta apostilla es fundamental y es la que permite conceder a ese poder la vitola de genuino.
Si alguien necesita amenazarnos para que hagamos su voluntad, esa persona tiene muy poco poder sobre nosotros. En el curso de la
universidad Loyola Andalucía he deliberado en clase sobre una celebérrima frase
atribuida al gángster Al Capone: «Se puede conseguir más con una pistola y una palabra
bonita que solo con una palabra bonita». Es una concepción muy ruda del poder. No es genuino poder. Comparto aquí mi nueva definición: «Tiene
poder aquella persona, organización o institución que a través del miedo es capaz de
atrofiar nuestra imaginación, o llevarla a un ángulo muerto para que no
percibamos otras posibilidades que las dictadas por ellos».
En la literatura de la negociación se estudia cómo la ausencia de una alternativa al mejor acuerdo negociado (BATNA según el acrónimo en inglés) nos hace muy vulnerables a las propuestas de la contraparte. Se inicia así una negociación desigual nacida de una asimetría de posibilidades o, y esta disyunción es nuclear, una asimetría en la percepción de las alternativas. Como el miedo inhibe la creatividad, la trampa cognitiva consiste en que percibamos que no hay alternativas, lo que no significa que no las haya. He titulado inexactamente este artículo porque el miedo encoge nuestra imaginación en la dirección en que salimos airosos, por supuesto, pero la estira en aquella otra en la que fantaseamos un resultado desfavorecedor. Basta con despertar esta respuesta tan primaria para sojuzgar a una persona o a millones de ellas. El miedo es primitivo, pertenece a nuestra programación genética, no necesita la venia de la racionalidad para activarse. El miedo puede rebajar a cualquier ciudadano a la condición de súbdito, a cualquier persona a la condición de subordinado de otra. Fumigar de miedo un paisaje es muy sencillo en entornos piramidales y muy sencillo también en entramados sociales si se dispone de los artefactos necesarios para llevar a cabo la fumigación. El ser humano ha inventado la forma verbal del futuro para que el presente tenga un lugar a donde ir, pero es en ese futuro donde el miedo adquiere carta de naturaleza. Toda amenaza se ubica en el futuro, y es allí donde también se empadronan los miedos, tanto los reales como los apócrifos. La mayor parte de nuestros miedos deliberan sobre cosas que nunca sucederán. Nuestro cerebro es una compleja máquina de producir predicciones, pero en ocasiones el miedo le hace embaucarse así mismo, o dejarse embaucar, e inhabilita al pensamiento a pensar alternativas. No hay mejor mecanismo de sumisión.
Artículos relacionados:
La derrota de la imaginación.
Cuando el amor es líquido, el miedo es sólido.
La violación del alma.
En la literatura de la negociación se estudia cómo la ausencia de una alternativa al mejor acuerdo negociado (BATNA según el acrónimo en inglés) nos hace muy vulnerables a las propuestas de la contraparte. Se inicia así una negociación desigual nacida de una asimetría de posibilidades o, y esta disyunción es nuclear, una asimetría en la percepción de las alternativas. Como el miedo inhibe la creatividad, la trampa cognitiva consiste en que percibamos que no hay alternativas, lo que no significa que no las haya. He titulado inexactamente este artículo porque el miedo encoge nuestra imaginación en la dirección en que salimos airosos, por supuesto, pero la estira en aquella otra en la que fantaseamos un resultado desfavorecedor. Basta con despertar esta respuesta tan primaria para sojuzgar a una persona o a millones de ellas. El miedo es primitivo, pertenece a nuestra programación genética, no necesita la venia de la racionalidad para activarse. El miedo puede rebajar a cualquier ciudadano a la condición de súbdito, a cualquier persona a la condición de subordinado de otra. Fumigar de miedo un paisaje es muy sencillo en entornos piramidales y muy sencillo también en entramados sociales si se dispone de los artefactos necesarios para llevar a cabo la fumigación. El ser humano ha inventado la forma verbal del futuro para que el presente tenga un lugar a donde ir, pero es en ese futuro donde el miedo adquiere carta de naturaleza. Toda amenaza se ubica en el futuro, y es allí donde también se empadronan los miedos, tanto los reales como los apócrifos. La mayor parte de nuestros miedos deliberan sobre cosas que nunca sucederán. Nuestro cerebro es una compleja máquina de producir predicciones, pero en ocasiones el miedo le hace embaucarse así mismo, o dejarse embaucar, e inhabilita al pensamiento a pensar alternativas. No hay mejor mecanismo de sumisión.
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