viernes, febrero 27, 2015

La media verdad



Obra de Anna Wypych
Estos días no he dejado de interrogarme sobre la arquitectura de la media verdad mientras contemplaba cómo los celadores de nuestra felicidad colectiva la enarbolaban una y otra vez en el debate del estado de la nación. El máximo administrador del bien común no mentía, pero tampoco decía la verdad, y ese territorio brumoso y sin balizar en el que copulan la verdad y la mentira bien merece una sosegada cartografía. En las afirmaciones que son media verdad es difícil delimitar su exactitud geográfica, rotular con círculos en qué zonas la afirmación es cierta y dónde se interrumpe para transformarse en falsedad. Ahí radica la eficacia de esta maniobra dialéctica. La bibliografía señala la existencia de dos grandes tipologías de la mentira. Por un lado se encuentra la mentira por omisión, que consiste en silenciar información en aras de modificar la voluntad de un tercero, puesto que si la compartiéramos con él tomaría decisiones muy distintas que no beneficiarían nuestros propósitos (por eso se la ocultamos). Como explica José María Martínez en La psicología de la mentira (Paidós, 2005) «se miente por temor a las consecuencias». A mí me hace mucha gracia esa excusa tan coloquial que suelen soltar algunas personas convencidas de su inocencia: «No le mentí, simplemente no le dije nada». Este ardid es mentir. Esgrimir una mentira por omisión. 

Asimismo nos podemos encontrar con la mentira por comisión, aquella en la que se adultera la realidad y se incluyen aditamentos ficticios, se inventan los pasajes que mejor se acomodarán en los tímpanos de nuestro interlocutor. Adolfo León Gómez en su obra Breve tratado sobre la mentira resume muy bien ambas categorizaciones: «La mentira consiste en un acto lingüístico contrario a las intenciones, pensamientos, creencias, sentimientos, que el acto lingüístico implica pragmáticamente». Y la media verdad, ¿qué ingredientes combina para arraigar con éxito? Se trata de una falacia que participa misceláneamente del árbol genealógico de ambas mentiras. Oculta datos, fabula con otros, y los envuelve con elementos verosímiles a sabiendas de que para perpetrar una mentira con éxito es primordial intercalarla entre unas cuantas verdades. La falacia de la media verdad es muy utilizada porque además de su probada eficacia protege la reputación en el fatídico caso de que te descubran habitando una mentira. Siempre se podrá aducir malinterpretación, tergiversación, olvido sin dolo, tendenciosidad por parte del objetor, o una errática asignación de significados. La media verdad y su utilización estratégica de mentiras por omisión y por comisión, verdades parciales y calculadas ambivalencias persigue fines análogos a los de la manipulación: doblegar la voluntad de un tercero para que adopte un curso de acción que probablemente no tomaría en caso de disponer de toda la información. Recuerdo haber leído algún ensayo sobre la gestión del consultor político en el que con jerga muy técnica y enjundiosa se invitaba al político a comportarse maquiavélicamente en los debates. Se prescribía que toda pregunta destinada a un político ha de ser contestada no para satisfacer al que la formula, sino para persuadir y contentar al que la escuchará luego en un informativo o la leerá más tarde en la prensa. La media verdad se alza así en inherente estratagema política para fines proselitistas, si es que político y proselitismo no son un agotador pleonasmo.



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miércoles, febrero 25, 2015

La conversación



Obra de Alex Katz
Una conversación es ese lugar en el que uno se adentra con la esperanza de salir de allí sabiendo más que cuando entró en él. Es cierto que hay conversaciones macilentas que nos empeoran, diálogos protagonizados por personas muy poco porosas y argumentativamente muy desmadejadas en los que la prudencia y el autorrespeto aconsejan no meterse. Kant prevenía que nunca se nos ocurriera discutir con un estólido porque a los pocos minutos nos habríamos transformado a su horrorosa imagen y semejanza. Los malos argumentos poseen una rápida capacidad contaminadora e indisciplinan el buen uso del raciocinio, la ausencia de ellos también. Cuando uno dialoga para repetir lo que ya sabe, o desgrana argumentos de aspecto más carcelario que liberador, o escucha con desdén puesto que «me da igual lo que me vayas a decir porque no pienso cambiar de opinión», o directamente no escucha, le hurta a la conversación todas sus enriquecedoras propiedades.

Richard Rorty  defendía que «la sabiduría es la virtud de escuchar a los demás con la esperanza de que puedan tener ideas mejores  que las propias». A mí me gusta decir que lo que yo pueda esgrimir en una acción comunicativa ya me lo sé de memoria, no puedo aportar nada que yo no sepa, así que prefiero escuchar porque quizá alguien presente una idea en la que yo no había caído, como suele ocurrir muy a menudo. Pero para detectarla hay que aproximarse a la conversación con esa expectativa, con la curiosidad de que uno se puede encontrar con algo desconocido que abrillantará lo conocido. Si uno está persuadido de que la conversación no le servirá para nada, que tenga por seguro que será así, por más que el otro o los otros compartan ideas muy luminosas. No nos gusta llevarnos a nosotros mismos la contraria y nuestros prejuicios captan en los argumentos del otro el valor que previamente le habíamos asignado. Escuchar es prestar atención, sí, pero sobre todo es predisponerse a la llegada de argumentos impensados por nosotros que chocarán o se alinearán con los nuestros para dar como resultado uno nuevo mejorado. Cuando esto ocurre, la conversación nos transfigura y alcanza su propósito demiúrgico. Que salgamos de ella con una versión de nosotros mismos que mejora a la de la entrada.



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