martes, agosto 11, 2015

Escuchar es vivir dos vidas



Obra de Marcel Caram
Cuando nos topamos con alguien excesivamente locuaz y verborreico nos solemos quejar de que «es una persona que habla mucho». Si además milita en el agotador egotismo, esa religión que convierte el ego en el único lugar de peregrinación al que siempre se acaba dirigiendo su discurso, solemos agregar que «es una persona que no para de hablar… de sí misma». Sin embargo, cuando nos cruzamos con otra que nos presta atención jamás la acusamos fiscalizadoramente como  «es una persona que escucha mucho». Yo no he oído a nadie la cantinela quejumbrosa de que «es insoportable, no me interrumpe nunca», jamás he visto enfadarse a alguien porque «esta persona no para de escuchar». El motivo es sencillo. A todos nos gusta hablar y nos halaga que nos escuchen porque en ambos casos se satisfacen enraizadas motivaciones del ser humano como el reconocimiento y el cariño. Escuchar es evidenciar interés por el otro, y a todos nos encanta esa muestra de consideración hacia nuestra persona.

Hace ya tiempo le pregunté a mi sobrina, que entonces sumaba siete años, qué diferencia existe entre escuchar y oír. Quería demostrarle que son dos verbos con significados muy distintos que sin embargo a veces empleamos erróneamente. Me contestó que escuchar es prestar atención a lo que se oye. Me dejó tan atónito que no agregué nada. Escuchar es un acto intencionado, oír, no, y en esa intención descansan todas las virtudes empáticas de la escucha. El refranero nos recuerda con conmovedor optimismo que «hablando se entiende la gente», pero yo creo que debería modificarse por «escuchando se entiende la gente». Realmente deberíamos aproximarnos a realidades más veraces matizando que «escuchando se puede entender la gente, y a veces así tampoco». En la novela El mundo que deslumbra de la gran escrutadora del alma humana Siri Husvedt se afirma taxativamente a través de uno de sus protagonistas que la mejor estratagema para seducir consiste en escuchar.  «No pretendo ser un cínico cuando digo que escuchar es la primera regla de la seducción», comenta un personaje al recordar cómo se ligó a su pareja. Nada nos magnetiza más que una persona nos conceda su tiempo, nos preste sus oídos y nos empuje ligeramente para facilitar que de nuestros labios salgan palabras abrazadas a otras palabras. Quizá sí hay algo que nos atrae más, y es que el que nos escuche nos regale un halago, esa caricia que sobreexcita al ego, siempre que esté bien fundado y sea merecido. Escuchar es seductor, escuchar permite conocer información novedosa frente a la que uno pueda aportar que ya se la sabe de memoria, escuchar está muy bien retribuido sentimentalmente, escuchar es la única forma de documentar el alma de nuestro interlocutor. Escuchar de verdad es vivir dos vidas a la vez.



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jueves, agosto 06, 2015

El rencor es el odio con arrugas



Alex Hall
Hace unos días escribí un artículo sobre esos momentos acalorados en los que decimos hirientes barbaridades aparentemente sin pensarlas (ver).  Yo defendía que si las decimos sin pensar es porque alguna vez las hemos pensado. Una lectora de este Espacio Suma No Cero (a la que desde aquí doy las gracias y mando un abrazo) comentaba que probablemente es así, y que esas barbaridades proferidas en un momento bilioso las ha desgranado antes nuestro lado perverso. Cuando leí esta reflexión tuve claro que ahí se agazapaba un nuevo artículo. Ofrece una lectura de nosotros mismos muy interesante. Las barbaridades las incuba «misos», el odio hacia el otro, aunque sea un odio efímero, frugal, un odio momentáneo que asoma en centésimas de segundo y que luego se evapora como una voluta de humo. Si no se desvanece y se queda, si solidifica con solemnidad estatuaria a través de la repetición, si eros no logra derrocar a misos, el odio se convierte en rencor,  odio enmohecido, una peligrosa fuente de fabulación que secuestra la vida y la enclaustra en el zulo en que se convierte la persona odiada. El odio es un deseo. El deseo de que el mal aterrice en la vida de una persona. No sé dónde leí la expresión ni ahora sé bien a qué se refería, pero viene perfectamente al caso. Podemos parafrasear que el odio nos hace «vivir la vida en tercera persona». En el ensayo Por qué amamos de la antropóloga Helen Fisher se demostraba a través de resonancias magnéticas cómo el odio y el amor activaban el flujo sanguíneo en las mismas áreas del cerebro, puesto que ambos sentimientos compartían la peculiaridad de que el otro habitaba ubicuamente en nuestras fabulaciones, auque fuera para la palmaria construcción de relatos muy diferentes. Lo contrario del amor no es el odio. Es la indiferencia. Rara vez soltamos una barbaridad a alguien que para nosotros es el hombre invisible. El odio correlaciona con la importancia.

Si el odio se eterniza, se convierte en rencor. El rencor es el odio entrado en años. Recuerdo que en el ensayo Las experiencias del deseo, Jesús Ferrero definía el rencor como «ese poso que va quedando en nosotros en forma de amargura y que nos incita a la violencia, generalmente verbal». Esa tendencia a la agresión verbal son las barbaridades que decimos sin pensar porque las vamos rumiando antes. Cuando yo utilizo la expresión «decir barbaridades» me refiero a convertir el desacuerdo, la diferencia, el malestar, en una crítica ofensiva inspirada en un anterior momento de odio y blandida ahora con el fin de zaherir al otro. Una crítica se puede encapsular lingüísticamente de muchas maneras, y la manera elegida casa con los propósitos que alberga. Ocurre que en episodios de alta irascibilidad empleamos la peor de las maneras posibles por la sencilla razón de que el objetivo suele ser el más lacerante posible. Si el propósito es infligir daño, rugimos palabras que nos exilian de la buena educación para contemplar el frenesí del posible dolor. La buena educación no es solo evitar chillidos o gruñidos (se puede ser muy salvaje sin perder la compostura), es no aplastar la dignidad de la persona. Civilizar la crítica, tratar al otro con la misma equivalencia y la misma consideración que reclamamos para nosotros, señalar propósitos de enmienda, aportar soluciones, es desear que todo encaje y que la relación mejore. Si el odio o el rencor nos ha colonizado y no se desea la supervivencia de la relación, también hay que ser educado cuando los viejos lazos reciben los santos óleos. No sólo por el respeto a nuestro interlocutor, también para salvaguardarnos nosotros. Hay palabras que en el largo recorrido hacen más daño al que las pronuncia que al que las recibe.



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