martes, noviembre 03, 2015

«Yo no te he convencido, te has convencido tú»



Pintura de Alex Katz
Hace unos días escribí sobre lo capital que resulta la convicción en la gestión de las diferencias que surgen del destino irrevocable que es la convivencia. Mi silogismo era el siguiente. Sin convicción no hay cooperación, sin cooperación no hay solución, así que de estas premisas se colige que sin la convicción por parte de los implicados no hay forma de solucionar un conflicto. Se podrá terminar, pero no solucionar. Casualidades de la vida, un par de días después de escribir mi artículo me encuentro en mitad de mis lecturas con una reflexión del gran José Saramago: «He aprendido a intentar no convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro». Siento disentir del Premio Nobel de Literatura. Mi objeción es sencilla. No se puede convencer a nadie porque el convencimiento es algo que le atañe exclusivamente a uno mismo. Esto explica por qué convencer a alguien es harto imposible si ese alguien no se quiere convencer. Es cierto que la RAE en su definición de convicción y convencimiento habla indistintamente de convencer y convencerse, pero nadie es convencido por otro si previamente no se convence él. Esta certeza me obliga a matizar a aquellos que en alguna conversación, y tras exponer una cadena de argumentos, me dicen sonrientes: «Me has convencido». «Disculpa. Yo no te he convencido. Te has convencido tú», suelo aclararles.  

La convicción es un proceso en el que la implosión argumentativa, que desemboca en una evidencia, se produce en el cerebro de mi interlocutor, no en el mío. En un espacio articulado por la bondad y la racionalidad, yo muestro un repertorio de argumentos con los que defiendo o refuto una idea, pero alistarse a ellos es una decisión personal que sólo pertenece al que me escucha. Construyo un contenido comunicativo, verbalizo motivos e ideas, me explico, pero es su voluntad la que considera que la evidencia que yo muestro con mis argumentos es más válida que la evidencia que él defendía con los suyos. Uno se ha convencido y ahora voluntariamente abandona la evidencia anterior y se abraza a la nueva. En toda esta polinización de argumentos y dinamismo volitivo a través del ímpetu transformador de la palabra, ¿hay falta de respeto, hay atisbos de colonización por algún lado, como defiende Saramago? La colonización es una invasión, y las invasiones se llevan a cabo contra la voluntad del invadido. Absolutamente nada que ver con la genealogía de la convicción. Puede haber cierta intención imperativa en la exposición de argumentos sobre un asunto deliberativo (en ese territorio donde toda afirmación puede ser refutada), pero la decisión última de adherirse a ellos y dirigir su conducta en función de su contenido le pertenece en inalienable exclusividad a nuestro interlocutor. La gran torpeza es asumir esa tarea como nuestra. Yo he necesitado muchos años de estudio y padecer cientos de discusiones bizantinas para comprenderlo con nitidez. La convicción es el resultado de una interiorización personal, cuando uno se da órdenes a sí mismo, aunque esa orden utilice argumentos que inicialmente provenían de otro sujeto. Es el mágico paso de lo heterónomo a lo autónomo, de hacer nuestro lo que no era nuestro porque admitimos que es mejor que lo anterior. Pero si alguien no se quiere convencer en un asunto deliberativo, no hay argumento posible que pueda derrocar esa resistencia. Intentar lo contrario es perder el tiempo.



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viernes, octubre 30, 2015

La convicción


Pintura de Alex katz
Acaba de echar a rodar la decimotercera edición del curso de Especialista en Mediación de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla (UPO). El curso lo impartimos docentes de la Escuela Sevillana de Mediación dirigida por Javier Alés y Juan Diego Mata. Hace unos días compartí con los alumnos mi primera de las varias clases que daré a lo largo del curso.  Intenté demostrar dos principios críticos en la gestión y resolución de las diferencias que nacen de ese destino irrevocable para cualquiera de nosotros que es la convivencia. El primer elemento rector es que en situaciones de interdependencia es literalmente imposible alcanzar una solución si no se cuenta con la cooperación de la otra parte. Un escenario de interdependencia es aquel en el que uno no puede satisfacer un interés de manera unilateral. Necesita la participación del otro, y no una participación cualquiera, sino llena de singularidades. De no ser así, el conflicto se podrá terminar, aunque no solucionar. Concluir un conflicto y solucionarlo pueden parecer semánticamente términos análogos, pero no lo son. Muchos conflictos se terminan sin solucionarse y es una mera cuestión de tiempo que vuelvan a erupcionar. De ocurrir así, su erupción será más virulenta. Recuerdo una metáfora de Siri Hustvet en su novela El mundo deslumbrante que me sirve ahora para ilustrar aquí la imagen de los conflictos cerrados en falso: «las hojas dejan de  moverse justo antes de una gran tormenta». Un conflicto terminado pero no solucionado tiende a «volcanizarse» y a «balcanizarse». Nada recomendables ambos escenarios.

El segundo gran principio engrana con el primero. La dimensión cooperadora y sobre todo el compromiso de mantenerla sólo se conquista con la emergencia de la convicción (a mí me gusta recordar que una negociación no persigue un acuerdo, sino el compromiso de respetar el acuerdo alcanzado). Aquí podemos rotular el epicentro de todo. Ni imposición, ni manipulación, ni coerción, ni convención, sólo la convicción como génesis de la solución de un problema entre dos o más personas, instituciones u organizaciones. En la clase cité una hermosa reflexión de Malala, premio Nobel de la Paz en 2014, la niña paquistaní que con doce años recibió un balazo que le atravesó la cara rozándole un ojo y cuya bala huyó milagrosamente por uno de sus hombros. Los talibanes la quisieron asesinar porque desobedeció el mandato de no ir más a la escuela. Malala siguió yendo todos los días. Entonces defendió que «se consigue más con un lápiz que con una pistola». La explicación es sencilla. Las palabras encapsuladas pacífica y educadamente llevan en germen un poderoso poder transformador, un dinamismo demiúrgico, una inercia creadora. Una palabra puede cambiar el cerebro del que la almacena y puede modificar el cerebro del que la recibe. En esta realidad y en la preciosa y sucinta afirmación de Malala se cimenta toda la arquitectura de la convicción. A explicarla me dediqué el resto de la clase. Tangencialmente haré lo propio el resto de clases.



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