Cada vez que trato de explicar cómo
las condiciones medioambientales impactan inexorablemente en el sujeto que
somos cada uno de nosotros, suelo citar un luminoso verso de Antonio Machado: «Es
muy difícil no caer cuando todo cae». Ortega y Gasset concluyó del mismo modo
con el celebérrimo «yo soy yo y mi circunstancia», aunque esta glosa llevaba
anudada una coda que sin embargo no ha alcanzado tanta notoriedad: «yo soy yo y
mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Sin embargo,
tanto el individualismo de la modernidad líquida como la vitoreada psicología positiva se olvidan de nuestra condición de
sujetos insertos en tentaculares redes de interdependencia. Ulrich Beck lo
resume con agudeza cuando afirma que «se nos pide que busquemos soluciones
biográficas a contradicciones sistémicas, buscamos la salvación individual de
problemas compartidos». Al vincular la supervivencia a la obtención de ingresos
a través de un recurso que escasea (empleo), cualquiera de nosotros puede encontrar la solución a su problema,
aunque ese hallazgo no solucione el problema. En un nicho tan competitivo como el
contemporáneo, nuestra solución condena a unos cuantos individuos como nosotros a que no
puedan encontrar la suya. Incluso encontrar la solución es algo momentáneo, porque siempre podemos volver a la casilla de partida. Estamos
inmersos en mórbidos juegos de suma cero, donde nuestra solución trae adscrita la
perpetuación del problema de todos aquellos con los que competimos por
encontrarla. La psicología positiva prescribe como remedio adquirir
más méritos que los demás, esforzarnos más todavía, afilar la estima personal
para acumular más competencias y más opciones de empleabilidad, interpretar la
adversidad como una oportunidad. Todas estas recetas no eliminan en ningún caso
el problema. Al contrario. Culpabilizan individualmente a todo aquel que lo
sigue sufriendo.
Se ha extirpado del discurso político y del
imaginario de las personas la idea de vida en común, la cohabitación humana,
los puntos nodales inherentes a la multiplicidad de interacciones, la
codependencia indefectible que nos supone a todos compartir espacio, propósitos
y recursos. Vivimos con los demás y los demás viven con nosotros. En La capital del mundo es nosotros yo
lexicalizo esta realidad bajo la rúbrica de que somos existencias al unísono. En el ensayo Comunidad, el gran Zygmunt Bauman nos da una definición de
en qué consiste ese sitio en el que se comparte la vida: «la comunidad es un lugar del que se participa por igual y se disfruta de un
bienestar logrado conjuntamente». A
Savater le leí la reflexión incontestable de que «estamos
encerrados en el mundo con los otros». Sabiendo que hemos hecho de la convivencia un destino irrevocable, a todos nos conviene establecer
procedimientos en los que las personas que están a nuestro lado
tengan garantizado el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos. No competir meritocráticamente por ellos, no comprarlos como si fueran una mercancía, sino tenerlos garantizados por el hecho de ser una persona equivalente a cualquier otra persona. Como muchos sufren ceguera ética y no comprenden que la dignidad es el derecho a poseer esos Derechos, se les puede recordar el discurso primario de que su bienestar depende del bienestar de los que están a su lado. Es difícil vivir bien si a tu lado la gran mayoría vive mal.
Las personas convivimos y lo hacemos porque
hemos aprendido que agrupados sobrellevamos mucho mejor que desagregados el gigantesco
desafío de haber nacido. Sorteamos mejor la intemperie
existencial, aumentamos el confort material y el bienestar psicológico, incrementamos
las posibilidades, somos más inteligentes cuando nuestra inteligencia traba
amistad con otras inteligencias, nos encontramos más seguros, podemos plenificar la vida gracias a
nuestra interacción con otras vidas que nos cuidan, nos quieren, nos reconocen, garantizan colectivamente la subsanación de desgracias individuales. En la última página del ensayo de Bauman,
el nonagenario profesor explica la idiosincrasia de la vida compartida: «Si ha
de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que
ser) una comunidad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo; una
comunidad que atienda a, y se responsabilice de, la igualdad del derecho a ser
humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho». Nada que
ver con la deriva de un mundo en el que, en aporética concordancia con
el aumento del conocimiento, la tecnología y la productividad, la incertidumbre
se expande, la precariedad arraiga, la pérdida de control sobre la propia vida se
agiganta, la provisionalidad crece, lo lábil se aplaude y se detracta el
deseo biológico de poseer certezas, lo sólido se desintegra, el futuro y la
capacidad de hacer planes vitales son fulminantemente barridos del argumentario de
millones y millones de seres humanos. El mundo competitivo que predica el credo económico se asemeja
cada vez más a la jungla que hace millones de años nuestros antepasados decidieron
dejar atrás colectivamente porque les perjudicaba individualmente. Parece que todos nos hemos puesto cera en los oídos para desoír
una dolorosa obviedad. Cuanto más competitivo es el mundo, más se deteriora la convivencia,
más se complica sobrevivir, más probabilidades tenemos de hacernos daño los
unos a los otros.
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