Obra de Duarte Vitoria |
Una de las consignas para
solucionar conflictos es saber separar el juicio de las
reacciones emocionales. Esta segregación no suele ser un ejercicio sencillo. Las fibras
nerviosas que van de la amígdala al córtex son mucho más densas que las que
recorren el sentido opuesto. Esto explica que la información emocional sea
mucho más veloz que la cortical, y que la impulsividad vaya
siempre muy por delante de la lenta racionalidad. Como los conflictos brotan
cuando algo o alguien obtura nuestros intereses, suelen ir acompañados de
borboteantes sentimientos animosos. La beligerancia o la irascibilidad no son buena compañía para
emitir veredictos. Cuando uno está muy enfadado suele incrementar mágicamente las posibilidades de pronunciar sentencias horribles de las que quizá
luego se arrepienta. Conozco personas que excusan lo que han bramado en estos lances iracundos argumentado que, a pesar de la monstruosidad enunciada,
era lo que sentían en ese instante. Cuando he hablado con ellas les he recordado algo muy obvio. En la cautividad de un episodio virulento no es lo mismo lo
que uno piensa que lo que uno siente. Fuera de ese encarcelamiento bilioso sentimos según pensamos y pensamos según sentimos (es un continuo que no admite fragmentariedad), pero en la geografía de un trance colérico las cosas cambian. No necesariamente sentimos lo que pensamos ni pensamos lo que sentimos.
«No
me digas lo que sientes, dime lo que piensas» es una exhortación muy valiosa y
muy preventiva para muchas circunstancias, pero sobre todo para los diálogos cargados
de irascibilidad. La diferencia es inmensa. En una situación de alto
octanaje emocional, en la que la atención se polariza sobre una causa y elimina
todo lo demás, decir lo que uno siente en ese momento puede ser desgarradoramente hiriente. Las emociones inflamadas no están facultadas para
establecer balances sin márgenes de error, fueraparte que nadie persuade a nadie ni chillando ni lastimando el concepto que uno tiene de sí mismo. Decir lo que uno piensa puede
infligir dolor si no casa con lo que espera el receptor, pero en tanto que el raciocinio fija su campo de acción en
hechos que van más allá del episodio aislado, y sabe discriminar entre la anécdota y la categoría, existe la posibilidad de que la
evaluación sea mucho menos visceral y se dulcifique la forma de verbalizarla. Todos
conocemos el poder balsámico o abrasivo de las palabras, y que las mismas cosas se pueden
decir de muchas maneras provocando efectos muy distintos. Se puede ser muy crítico
y muy constructivo a la vez sin necesidad de desangrar la autoestima de nadie. Para un cometido así necesitamos
el concurso de la serenidad y de la racionalidad. El lenguaje coloquial lo
metaforiza muy bien con la expresión «contar hasta diez», es
decir, dale tiempo a los canales de la racionalidad a alcanzar los circuitos
emocionales para que los inhiba o al menos los aminore. Contar hasta diez y lenificar
la erupción emocional es permitir que el juicio tome la palabra.
El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.
El pensamiento anticipa los hechos, pero también planea sobre lo que acaece, nos regala una visión cenital que nos permite liberarnos de la tiranía de lo concreto. Sin embargo, el sentimiento es una evaluación momentánea de cómo se insertan nuestros deseos en la realidad. El sentimiento está excesivamente subyugado por el instante, encadenado al escrutinio del aquí y ahora, y en las ocasiones beligerantes ofrece resúmenes hiperbólicos e injustos de la situación. El juicio es más sensato y su mirada es más macroscópica. Mantiene una necesaria distancia de seguridad sobre la materia evaluable. Desterritorializa los hechos para escrutarlos sin animosidad. De ahí la crucial diferencia entre decir lo que se siente y decir lo que se piensa.