martes, abril 17, 2018

No hay mejor recurso educativo que la ejemplaridad



Obra de Mónica Castanys
Desde que somos engendrados los seres humanos viviremos el resto de nuestra vida en el interior de nuestra cabeza. Allí dentro produciremos los deseos, la estratificación de valores instrumentales y terminales, las motivaciones, las abstracciones sentimentales, las elecciones que nos definen y singularizan, las metas a las que aspiramos, las narraciones íntimas en las que conferimos sentido a nuestra existencia en el mundo de la vida. Ese lugar recóndito es inaccesible para la mirada humana. A mí me gusta recordar que todos los temas que trato en mis artículos son ficciones vetadas al ojo humano. Nunca nadie ha visto la bondad, ni la humildad, ni la cooperación, ni la generosidad, ni la concordia, ni la alegría, ni el cuidado. Son entidades éticas a las que solo podemos acceder con el ejercicio de la intelección, el empleo articulado de la racionalidad para poder ver lo que los ojos no ven. Sin embargo, cualquiera de nosotros sí ha contemplado a personas bondadosas, humildes, cooperadoras, generososas, cuidadosas, alegres. Este es el motivo de que me atreva a definir el ejemplo como axiología en movimiento. Así titulé una de las cinco tesis que, agrupadas bajo el membrete «La admiración de lo admirable», defendí el pasado sábado en la Universidad de Barcelona en una Jornada cerrada para grupos de investigación y de trabajo del programa educativo TEI (Tutoría Entre Iguales). Este programa (implementado en más de mil doscientos colegios) se basa en la reproducción de modelos. Unos alumnos se convierten en tutores de otros alumnos y para ello las dos únicas condiciones son su voluntariedad y estar dos cursos por encima del alumno tutorizado. Se genera así una red de apoyo y de fluidez comunicativa, una urdimbre exitosa para prevenir la violencia escolar y las prácticas denigrantes. El programa ratifica dos de mis tesis esparcidas en mis ensayos. Primera. Sólo hablando las personas podemos vernos. Segunda. Los ojos que nos miran nos mejoran. 

Recuerdo haberle leído a Savater que las virtudes no se enseñan, se aprenden, y se aprenden observándolas en aquellos que las incorporan a su repertorio comportamental. El ejemplo de una virtud es la demostración empírica de que es factible infiltrar en el comportamiento los valores éticos. Yo he escrito muchas veces que el ejemplo es el único discurso que no necesita palabras, pero sí necesita saber qué palabras se quieren ejemplificar con él si queremos que se metamorfosee en una herramienta ética y política. A veces esa tarea de búsqueda y rastreo de conceptos abstrusos nos arroja a una reflexión compleja y laberíntica. Es entonces cuando el ejemplo de una conducta ejemplar se convierte en una inestimable ayuda pedagógica tanto para suadir como para disuadir. El arquetipo de los valores es esencial para que los valores no sean abstracciones desdibujadas y agotadoramente áridas y alambicadas. Es muchísimo más sencillo interiorizar una conducta observada que un concepto inteligido. El ejemplo no indexa en las revistas científicas, pero su contagiosa viralidad es mucho más operativa para articular bien la vida humana que toda la producción que podamos hallar en ellas. 

Definamos un par de conceptos para saber de qué estamos hablando. El ejemplo es toda acción que sirve de modelo a aquel que la observa. Cuando el ejemplo es admirable, hablamos de ejemplaridad. La ejemplaridad es por tanto toda conducta que toma la dirección en la que el individuo humano se aproxima al ser humano más emancipado y más civilizado que nos gustaría ser para vivir en un mundo más justo y con mayores posibilidades de acceso a la felicidad privada. En su Tetralogía de la ejemplaridad, Javier Gomá disecciona este tema de un modo profundo y maravilloso. En una entrevista explicó que la ejemplaridad consiste «en que tu ejemplo produzca en los demás influencia civilizatoria». Ejemplar es toda persona que se conduce de un modo tan encomiable que si reproducimos en nuestra conducta lo que él hace con la suya mejoraríamos todos. Cuando yo hablo de conducta excelente me refiero a todo curso de acción en el que se cuida la dignidad del otro, se le trata con el valor que todo ser humano posee por el hecho de serlo al margen de cualquier otra consideración. Me atrevo a compartir aquí que esa conducta es el epítome de la humanidad, es decir, la humanidad se hace acto cuando un ser humano se preocupa de otro para colaborar en su mejora y cuidado. La bondad persigue algo análogo. Por eso defiendo que humanidad y bondad son sinónimos. 

Aunque creo que teoría y práctica son una misma dimensión, el poder evocador del lenguaje horizontal del ejemplo facilita la teoría al que quiere protagonizar la práctica. Mimetizar el ejemplo no entraña una actitud robótica de copiado, sino más bien un acto de creación y de incorporación creativa de lo excelente a los engranajes de la conducta. Yo abogo por el ejemplocentrismo, es decir, las palabras sólo muestran utilidad si van escoltadas de actos. Si no existe vínculo entre el verbo y el hecho, si se producen escandalosos desajustes entre lo que decimos y lo que hacemos, si no existe equivalencia entre nuestras palabras y su encarnación en comportamiento, entonces hablar es palabrería y el lenguaje un trampantojo. Shakespeare sintetizo esta idea, en la que las palabras no solo no muestran correpondencia con las acciones que anuncian sino que arrojan una profunda dicotomía, con un contundente «bla bla bla». Mi poeta favorito en la adolescencia también lo resumió de una manera lapidaria: «Estoy harto de palabras, estoy harto de todo lo que puede ser mentira». Vivimos crisis de modelos morales en un momento en el que simultáneamente hay sobreexposición e hipervisibilidad de modelos para asuntos del todo banales para organizar mejor la convivencia. Necesitamos ejemplos que nos ayuden a ejemplarizar lo ejemplarizante. Necesitamos aprender el sentimiento de la admiración para que quien contempla la conducta virtuosa sienta el deseo de realizar en su vida esa trashumancia hacia lo excelente.  No es fácil. Tampoco es difícil.



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martes, abril 10, 2018

¿Hay crisis o no hay crisis de valores?




Claustro, obra de Carlos Cárdenas
Se ha convertido en un cliché afirmar que el escenario contemporáneo vive una profunda crisis de valores. Recuerdo que en La capital del mundo es nosotros (ver) le dediqué un largo epígrafe en el que rebatía esta extendida afirmación. Explicaba primero qué eran los valores y luego argumentaba que no había tal crisis, que esos valores tan fetichizados por el argumentario social habían vivido en una sempiterna época crepuscular. Por más que hurguemos en la historia de la aventura humana no podremos datar ni un solo período en el que los valores hubiesen disfrutado de su gran mediodía civilizador. En Los sentimientos también tienen razón (ver) fui más lejos. Expuse que cada vez que hay crisis de valores (según pregona el tópico) se produce un alborozado festín de especuladores. La asombrosamente necia crisis de los tulipanes en los Países Bajos del siglo XVII es paradigmática para entender esta relación simbiótica. Salvador Giner defiende que los fenómenos sociales siempre vienen precedidos de fenómenos morales. Estoy de acuerdo. La deflación o la acusada disrupción de valores éticos y personales traen adjuntada una fuerte inflación de valores financieros. El mercado de valores florece cuando lo que tiene precio es más relevante que lo que no lo tiene. No está de más recordar que lo que no tiene precio no lo tiene porque lo reputamos tan valioso que no lo podemos ni cuantificar monetariamente ni rebajar a mera mercancía para la práctica consumista. Hay una muy mala noticia asociada a la relación dicotómica de los valores. Para magnificar lo que tiene precio es necesario que seamos muy pobres de aquello que no tiene precio. 

Definamos qué son los valores para saber de qué estamos hablando. Los valores son un conjunto de criterios para aproximarnos al comportamiento ideal entendido como lo más idóneo para una convivencia buena. Evaluamos y juzgamos todo lo que nos circunda y lo apostamos en categorías que van desde lo admirable a lo despreciable. Este hecho hace que admirar sea elegir y elegir sea tomar decisiones (esta es la idea que defenderé este sábado en mi conferencia en la Universidad de Barcelona). El valor así tipificado sería un valor como instrumento o forma de conducta. Además de estos valores instrumentales, en el repertorio humano figuran los valores de competencia o personales, que son aquellos que guardan relevancia para cada uno de nosotros según la configuración de nuestra autorrealización. Para evitar largos meandros conceptuales, considero una convivencia buena aquella que anhela un mínimo común denominador de justicia y permite que cada cual luego aspire a rellenar su idea de felicidad según el contenido de sus preferencias y contrapreferencias.

Como no somos sujetos insulares ni atomizados, guiamos nuestro comportamiento en relación a una ficción gestada desde la capacidad de valorar cuál es la conducta más deseable  para armonizarnos en el organismo social. Esta capacidad de vehicularnos por lo imaginado es portentosa. Es la idea que documenta Yuval Noah Harari en su aplaudido y leído ensayo Sapiens. De animales a dioses: «Cualquier cooperación humana a gran escala (ya sea un Estado moderno, una iglesia medieval, una ciudad antigua o una tribu arcaica) está establecida sobre mitos comunes que sólo existen en la imaginación de la gente». Unas líneas después, agrega: «No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, no hay derechos humanos, ni leyes, ni justicia, fuera de la imaginación común de los seres humanos». Así es. Lo ficcionado se hace real cuando nuestra conducta se rige por lo imaginado. Resulta contraintuitivo, pero las ficciones que crea nuestra inteligencia nos mejoran en la realidad.

Si un valor es una ficción ética que nos señala la conducta deseable, erramos al hablar de crisis de valores. Mi tesis es sencilla. No conozco ningún establecimiento educativo en el que no se enseñen valores plausibles, no conozco ningún libro académicamente serio en el que no se alabe la conducta encomiable, no conozco ni un solo discurso de ningún mandatario ni de ningún líder social que atente contra los valores idealizados para la edificación compartida de un mundo justo. En todos mis encuentros y en la presentación de mis libros, yo todavía no me he encontrado a níngún asistente que afirme públicamente que la dignidad humana es una necedad que merece ser finiquitada del imaginario. Aún no me he topado con nadie que desee que en su vida o en la vida de sus seres queridos no se cumplan los Derechos Humanos. Esta es la auténtica crisis. Los valores que consideramos nucleares para el nacimiento de interacciones sociales sanas y emancipadoras viven escindidos de los valores que vertebran descomplejadamente el mundo en el que se despliega la experiencia humana. Hay una desarticulación notable entre lo que consideramos valioso y los mecanismos que el mundo en el que habitamos elige para fagocitar nuestra vida en el aparato productivo. Lo que aspiramos a disfrutar entusiasmadamente en el círculo empático es absolutamente fracturado fuera de él, que es donde sin embargo transita un elevadísimo porcentaje del tiempo de la vida, si es que la vida no es otra cosa que tiempo. No hay crisis de valores. Hay crisis de implementación de esos valores en la existencia de los animales humanos que somos.



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