Obra de Kai Samuels-Davis |
A veces se nos olvida, pero cualquier ser humano en tanto
ser humano posee los Derechos Humanos tipificados en su Carta Magna. Ningún estado los concede, si bien los estados pueden cumplirlos o incumplirlos al no poseer fuerza vinculante. Desgraciadamente
lo más habitual es que ocurran ambas cosas a la vez, es decir, los estados a
veces los cumplen, a veces los contravienen, a veces los respetan, a veces los
ningunean o directamente los violan, y todo ello en una mezcla de aleatoriedad y arbitrariedad que a fuerza de repetirse ha acabado transformando los Derechos Humanos en predicaciones fantasmagóricas o en narraciones propias de la ciencia ficción. Su ausencia de obligatoriedad acarrea también una ausencia de mecanismos condenatorios que penalicen su incumplimiento. Los Derechos Humanos no tienen protección jurídica y a pesar de su universalidad quedan al albur de la voluntad política local. Esta instrumentalización ha provocado que a algunos de los nuevos
dirigentes del mundo ya no les avergüence repudiar en sus discursos la
dignidad humana en la que se estructuran los Derechos Humanos. Es cierto que desde su inauguración hace setenta años se ha vulnerado reiteradamente la política de los DDHH, pero a los mandatarios planetarios les
resultaba impúdico y oneroso electoralmente socavarlos o rechazarlos en sus discursos públicos. Ahora
ya no, y este «ya no» declara el deterioro y la involución en la que estamos
insertos.
En La revolución de la
ética, Norbert Bilbeny recuerda un detalle cardinal que suele pasar muy
inadvertido para entender nuestras aspiraciones como seres humanos que articulan su vida al lado de otros seres humanos. «La filosofía no nació al mismo
tiempo que la sociedad. Puesto que la sociedad ya estaba hecha, el filósofo no
hubo de preguntarse cómo sobrevivir ni cómo vivir juntos. Su pregunta inicial
revela un mundo más avanzado: cómo vivir y cómo hacerlo juntos bien». Esa fue la tarea encomendada a la comisión de filósofos, políticos e intelectuales que elaboraron la Carta Magna. Los
Derechos Humanos son el mínimo común que posibilita que una vida sea habitable. Este aspecto merece ser subrayado. Los Derechos Humanos no son los máximos, sino la garantía de unos mínimos que ha de poseer un ser humano para desarrollar su condición de portador de dignidad, una titularidad de la que no se puede enajenar. Establecen las pautas básicas sin las cuales no se puede vivir juntos bien. Si no se cumplen requisitos civiles y políticos, pero también sociales, económicos y culturales, la familia humana (como se define a los habitantes del planeta Tierra en el Preámbulo de la Declaración) se va a llevar muy mal y sus miembros van a acabar agrediéndose. Cuando se formularon los Derechos
Humanos la humanidad estaba sumida en un radical pesimismo empírico tras la apoteosis bélica del sinsentido y la destructividad corroborada descarnadamente por la Segunda Guerra Mundial. Nunca antes el ser humano había sufrido un hemoclismo semejante con
horripilantes y millonarias cifras de muertos, lisiados, heridos y desaparecidos. La Declaración se inspiró en el
miedo cerval que suponía haber contemplado en tiempo real lo que éramos capaces de hacer los seres
humanos con otros seres humanos. Nació con el fin profiláctico de
protegernos de nosotros mismos.
Conviene recordar una y otra vez que el prólogo de los Derechos Humanos fue el
horror, y que su redacción estaba destinada a evitarlo. Savater sostiene que los Derechos Humanos no
nacieron de las luces, sino de las sombras. No se escribieron con afán bucólico, sino con la permanentemente presente capacidad predatoria que alberga el ser humano cuando le invade el sencillo de estimular odio y el deseo de subyugar o eliminar físicamente a sus semejantes. Los redactores de los Derechos Humanos insistían en la idea griega
de acceso a una vida buena en la que las condiciones materiales básicas estén satisfechas, porque sabían que solo el que tiene una vida buena puede
aspirar a su propio florecimiento y a sacar filo a su capacidad autodeterminadora, está en disposición de sentir sentimientos
de apertura al otro y puede guiar su conducta por la fraternidad, la condición
más vinculante y la más olvidada de esa tríada que hace trescientos años exhortaba además de a la fraternidad a la
libertad y a la igualdad. Sin fraternidad se complica que haya un trato digno con el otro y se acentúan las probabilidades de que haya una interrelación objetual. Lo más laudable de la fraternidad es que suministra respeto en los lazos que se tejen tanto con la existencia distal del prójimo como con la del congénere cercano. Si alguien quiere profundizar en la relevancia de la sentimentalidad en la acción política puede leer el monográfico Educación social y Derechos Humanos
de la revista académica Educación social editada por la universidad Ramon Llull.
Tuve la suerte de participar con un extenso artículo que titulé Dignidad, Derechos Humanos y Afecto. Se puede leer aquí.
Una de las críticas con las que se tratan de rebatir los Derechos Humanos no es sólo su etnocentrismo y su occidentalización, sino que no existen, no tienen realidad, son meras ficciones. Es cierto, son ficciones éticas que logran la proeza performativa de hacerse reales al conducir nuestra conducta por ellas. Lo irreal se hace real al ser aceptado como razonamiento regulador de nuestro comportamiento y de nuestra valoración como seres humanos. La realidad es obstinadamente imperfecta, pero el ideal al que debemos aspirar, no. Se trata de perseguir valores referenciales nobles para aproximar la realidad a ellos, defenderlos en la praxis diaria, en el recinto hogareño en el que se mueven nuestra existencia y nuestros afectos. Esta fue la idea que promocionó Eleanor Rooselvet en su condición de Presidente de la Comisión que formuló la Declaración nada más publicarla y enseñarla al mundo. Se trata de mejorar la realidad con demandas de irrealidad entendidas como los productos de la ficción ética. Ser creativo para cavilar estructuras políticas, culturales y económicas que no fomenten escenarios proclives a la infrahumanización de otras personas y al dominio de unos sobre otros como única forma de relación en el rebaño de hombres y mujeres. Aportar exploración, deliberación y discusión en la interinidad permanente que es la imaginería política. A los pesimistas que señalan lo inservible de estas acciones, hay que recordarles que prescribir propuestas de perfeccionamiento para una vida buena e irreversiblemente compartida no significa que las alcancemos, significa que nos mejoramos cada vez que nuestra conciencia da un paso en esa dirección. Significa que nos vamos humanizando. Significa que nos vamos aproximando a ese experimento reciente que es el ser humano que queremos ser.
Una de las críticas con las que se tratan de rebatir los Derechos Humanos no es sólo su etnocentrismo y su occidentalización, sino que no existen, no tienen realidad, son meras ficciones. Es cierto, son ficciones éticas que logran la proeza performativa de hacerse reales al conducir nuestra conducta por ellas. Lo irreal se hace real al ser aceptado como razonamiento regulador de nuestro comportamiento y de nuestra valoración como seres humanos. La realidad es obstinadamente imperfecta, pero el ideal al que debemos aspirar, no. Se trata de perseguir valores referenciales nobles para aproximar la realidad a ellos, defenderlos en la praxis diaria, en el recinto hogareño en el que se mueven nuestra existencia y nuestros afectos. Esta fue la idea que promocionó Eleanor Rooselvet en su condición de Presidente de la Comisión que formuló la Declaración nada más publicarla y enseñarla al mundo. Se trata de mejorar la realidad con demandas de irrealidad entendidas como los productos de la ficción ética. Ser creativo para cavilar estructuras políticas, culturales y económicas que no fomenten escenarios proclives a la infrahumanización de otras personas y al dominio de unos sobre otros como única forma de relación en el rebaño de hombres y mujeres. Aportar exploración, deliberación y discusión en la interinidad permanente que es la imaginería política. A los pesimistas que señalan lo inservible de estas acciones, hay que recordarles que prescribir propuestas de perfeccionamiento para una vida buena e irreversiblemente compartida no significa que las alcancemos, significa que nos mejoramos cada vez que nuestra conciencia da un paso en esa dirección. Significa que nos vamos humanizando. Significa que nos vamos aproximando a ese experimento reciente que es el ser humano que queremos ser.