martes, julio 02, 2019

A veces me avergüenzo de ser un ser humano


Obra de Claudia Kaak
Hace un par de semanas pronuncié en la universidad Francisco de Vitoria de Madrid la conferencia El mayor invento de la humanidad, la dignidad humana. Era la tercera de las cinco conferencias con las que he celebrado el Quinto Aniversario de este Espacio Suma NO Cero y también la tercera de las cinco palabras elegidas como las más fidedignas tutoras de los artículos que he ido depositando aquí desde 2014. Las cinco palabras inventariadas han sido pensar, dignidad, ética, afecto, cooperación. Aunque las presento disgregadas, las cinco conforman un ensamblaje sin el cual es imposible entender la aventura de la posibilidad humana. La dignidad es el valor común que nos hemos dado los seres humanos a nosotros mismos  por el hecho de serlo. Es un valor que poseemos intrínsecamente, que nadie tiene que ameritar con actos o con acumulación de meritocracia de genealogía dispar. Ser un ser humano es suficiente para poseer la titularidad de una dignidad que entre todos debemos cuidar para que precisamente su condición de valor y por tanto de irrealidad se torne funcional al mejorar nuestro comportamiento en la realidad. Es una ficción que arbitra nuestra conducta cuando como seres humanos intersectamos con otros seres humanos en ese destino irrevocable que es la convivencia. Cuando en 1948 se redactaron los Derechos Humanos, y recuerdo que se redactaron tras comprobar nuestra capacidad depredatoria y nuestra letalidad en el quizá más aciago momento de la historia de la humanidad, este valor continuó siéndolo, pero además derivó en derecho. Los países que firmaron la Carta Magna aceptaron cumplir el derecho que supone que todo ser humano posee dignidad. La dignidad es tener derecho a tener derechos, concretamente ser titular inalienable de los Derechos Humanos.

Todo este preámbulo viene a colación de lo que le ha ocurrido a la activista alemana Carola Rackete, la mujer que ha plantado cara al ministro del interior italiano Matteo Salvini y ha impedido que mueran cuarenta migrantes que llevaban diecisiete días a bordo de un barco al que se le había prohibido atracar en la isla de Lampedusa. Carola Rackete ha quebrantado las leyes y los ha salvado. Los ha rescatado de morir porque son seres humanos por encima de cualquier otra consideración política. Leo una información de la Cadena SER en la que se anuncia que «la capitana fue arrestada posteriormente y conducida al cuartel de la pequeña isla por los delitos de resistencia y violencia contra buque de guerra contemplados en el código de navegación, que conllevan penas de hasta diez años de prisión». Cuando Hannah Arendt descubrió en pleno nazismo qué umbrales era capaz de franquear la condición humana, afirmó que sentía vergüenza de ser un ser humano. Es fácil sentir una vergüenza similar contemplando las imágenes en las que se ve cómo un tumulto de policías lleva detenida a Carola Rackete como autora de un gesto de absoluta intachabilidad moral. La ignominia crece cuando se ve cómo es insultada por la gente con exabruptos misóginos y escupitajos verbales aporofóbicos antes de que la introduzcan en el coche policial. En sus ojos activistas se ve cómo ha hecho lo que todo ser decente debía hacer, pero también se intuye decepción al comprobar cómo un acto loable que debería recibir la admiración de la comunidad es recriminado con imprecaciones irreproducibles. 

En el incisivo artículo de prensa La belleza de la dignidad, su autora, la reportera y especialista en DDHH Patricia Simón, especula que algún día estas imágenes se convertirán en película para que los espectadores se pregunten cómo fue posible aclimatarnos a tanta insensibilización para permitir algo así, un ejercicio de memoria similar a cuando vemos La lista de Schindler y nuestra mirada se horroriza y nos punza a interrogarnos cómo pudimos degradarnos tanto y naturalizar de un modo tan acelerado la abyección como para llegar a la nuda vida y a los hornos crematorios. Las preguntas que inspira la detención de Carola Rackete son de una descomunal sencillez valorativa. ¿Queremos vivir en un mundo en el que socorrer a personas destinadas a una muerte segura se castiga con el arresto y con la posibilidad de que un tribunal te pueda condenar a diez años de cárcel? ¿Queremos estar protegidos por leyes que decretan como delito o como comportamiento criminal (así lo ha definido Salvini) la epopeya de salvar vidas de migrantes náufragos? ¿Queremos delegar nuestra emancipación y nuestra decisión en mandatarios que no solo muestran imperturbabilidad ante el dolor humano que se derrama delante de sus ojos, sino que abren procesos penales a toda persona que trata de erradicarlo con el gesto mayor de todos los posibles, que no es otro que el de salvar la vida al que está a punto de perderla? Estos interrogantes son radicalmente éticos. Interpelan al ser humano que consideramos que sería bueno querer ser.

Leo un lúcido comentario del profesor Edgar Straehle en su muro de Facebook en el que anticipa cómo la autoridad intentará malentender el acto humanitario de Carola Rackete y sepultarlo de maleza semántica, desidentificar como ético el relato y llevarlo a los territorios de la ley, cuestionar la legalidad del hecho sorteando el trasunto más relevante del hecho, que es salvar vidas humanas: «Quieren encerrarla bajo argumentos como el del tráfico de personas, el de resistencia a la autoridad e incluso el de atacar una nave del ejército que le quería bloquear el paso. Lo que intentan es negar la trascendencia ética del gesto y convertirlo en otra cosa para despedazarlo desde la legalidad. Con ello, sin embargo, lo que hacen es evidenciar su potencia y su irrefutabilidad ética. No se atreven a negar la dimensión ética del acto en sí, porque saben que es inatacable». Su comentario concluye con que esa lucha, «es la lucha de la ética contra el cinismo político». Hace unas semanas escribí un artículo en el que postulaba que la hipocresía ya no es necesaria en la publicidad política. Nuestros representantes no necesitan enmascarar lo que piensan aunque lo que piensen sea axiológicamente abyecto. Saben que lejos de sufrir el ostracismo social o algún tipo de penalización electoral recibirán elogios y la demoscopia les atribuirá un crecimiento de correligionarios. Añadía en ese texto que «la institucionalización de la práctica hipócrita en las esferas de decisión demostraba la fe en unos valores éticos necesarios para sobrevivir en la arena pública. Se aceptaba publicitar la virtud, la excelencia, lo deseable, los contenidos de genealogía humanista, como pago mercadotécnico que imponían las elecciones democráticas. Me temo que este paisaje ha periclitado». Cuando escribí este artículo pensaba en sucesos tan deplorables como el que ahora le ha ocurrido a Carola Rackete.  

Justo estos días Luis García Montero ha publicado su precioso libro Las palabras rotas. Esas palabras rotas son las palabras con las que identificamos la excelencia humana y los métodos para conseguirla: bondad, amor, fraternidad, política, lectura, identidad, conciencia, cuidados. Estas palabras son las primeras que se corrompen cuando nos corrompemos y las primeras que se quebrantan cuando quebrantamos al otro al tratarlo como un objeto en vez de como un sujeto. Estas palabras que señalan un horizonte de transformación emancipadora se destrozan cuando los mandatarios del mundo son capaces de anteponer la política a la vida humana, el rendimiento electoral a la vida humana, la economía a la vida humana, la geopolítica a la vida humana, la maximización de los márgenes a la vida humana, la ventaja personal a la vida humana. Cuando los elegidos para articular la dignidad humana demuestran que la dignidad humana tiene para ellos un papel muy secundario, resulta inevitable sentir la misma vergüenza e indignación que sintió Arendt contemplando la atroz devaluación de la dignidad y la consecuente putrefacción ética de la vida en común. A mí me gusta afirmar a menudo que el gentilicio de cualquier habitante del planeta Tierra con un mínimo de inteligencia y de bondad debería ser Nosotros. Interpelar a la bondad y a la inteligencia (como capacidad para alumbrar buenas ocurrencias, pero también como categoría moral) es condición inesquivable para sentir y respetar la dignidad humana que nos hemos conferido para protegernos de nosotros mismos y a la vez elevarnos sobre nosotros mismos. Sin bondad y sin inteligencia ética la vida humana siempre se instrumentalizará y se subordinará. Si además es vida humana pobre, es muy fácil que la subordinación acabe en defunción. Para evitarlo nos dimos el derecho de la dignidad. Y el deber de respetarlo.
 


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martes, junio 25, 2019

Pausar la vida para habitarnos mejor

Obra de Gabriel Schmitz

Luis García Montero repite en las páginas de Las palabras rotas la certeza de que la vida acelerada en la que estamos inmersos se ha apropiado de los tiempos de espera. «Merece respeto lo que lleva tiempo», se puede leer, y por tanto es tentador argüir que lo que no demanda tiempo se antoja poco valioso. Me gusta señalar que quienquiera que haga algo apresuradamente es porque lo que hace no tiene demasiada relevancia. Si la tuviera, no requeriría celeridad. Lo relevante en la experiencia humana siempre solicita la comparecencia de un tiempo apaciguado y una observación atenta y remansada sobre lo inactual. Sin espera, sin la participación del tiempo en los procesos que llevan tiempo, no hay posibilidad de sedimentación, de hábito y memoria, que son claves en la construcción de aprendizaje, sobre todo de aprendizaje práctico, aquel con capacidad de permear en el pensamiento y en la afectividad y devenir en práctica de vida. La tan alabada experiencia no consiste en la acumulación de hechos o de acontecimientos episódicos, sino en una elaboracion permanente en la que se reflexiona y medita sobre el contacto del mundo para volver a instalarnos en ese mundo con una racionalidad y una conducta más afinadas e inteligentes. Se trata de convertir el tiempo en un lugar en el que la experiencia se pueda transfigurar en conocimiento. Que la memoria y el entramado afectivo (si es que no son la misma dimensión) dialoguen con el latido del ahora para su comprensión y absorción. 

Nadie me oye en este instante de recogimiento matinal, pero mientras mis dedos dan saltos por el teclado para escribir estas palabras estoy canturreando la canción Otra vida de Franco Battiato. Me adhiero a mi cantante favorito cuando diagnostica que el género humano occidental está aquejado de un malestar para el que no sirven terapias ni tranquilizantes, no son útiles ni los excitantes ni las ideologías, sino que «se quiere otra vida», o acaso otra manera de acomodarnos en ella. Se quiere otra vida en la que el yo no se desyoice con tanta frecuencia y tanta entropía. Creo que el artículo en el que interrelacionaba la bondad con la inteligencia se convirtió en un fenómeno viral porque somos muchas las personas que anhelamos otra vida articulada por otras formas más parsimoniosas de relacionarnos con el tiempo, la otredad y  la memoria en la que se fija nuestra mismidad. A la filósofa y poeta Chantall Maillard le he oído alguna vez afirmar que no somos, sucedemos. Es fácil agregar que para suceder es necesario disponer de tiempo, pero no de un tiempo cualquiera, sino de un tiempo reposado y aplicado en el que nos demos cuenta de que estamos sucediendo. Quizá sea un tiempo de no hacer nada relacionado con nuestra condición de sujeto productivo o sujeto de rendimiento, que es el tiempo destinado a ser, mirar, estar, sentir, acontecer, pensar. No hacer nada no es petrificación estatuaria ni dilapidación del tiempo. No es la esterilidad que recrimina unidimensionalmente el dogma de la rentabilidad, ni esa irresolución que asesina lo posible. No hacer nada es una actividad que deberíamos practicar a menudo para tomar conciencia de la absurdidad de cosas que hacemos cuando no paramos de hacer cosas. Igual que la conciencia de la mortalidad nos ayuda a tomar una conciencia más exacta de la vida, interrumpir el mundo nos ayuda a discernir qué estamos haciendo cuando ese mismo mundo nos aboca a la ininterrupción.

En la presentación de su libro, el propio Luis García Montero vindicó la construcción de tiempos en los que seamos soberanos de nuestro tiempo. Uno de ellos es el que se alcanza con la lectura. Cuando entablamos conversaciones privadas con esas personas que han tenido la deferencia de ordenar sus ideas y legarlas por escrito, estamos pausando el mundo y a la par edificando espacios de conciencia y recursos de acción política propios. Dialogar con un texto, acceder al tiempo de la lectura, pero por extensión también al de la escucha, al de la observación, al del conversar, al de la atención absorta, es un acontecimiento performativo que requiere serenidad, aquietamiento, calma, apacibilidad, cuidado, abertura a la palabra interpeladora en la que ya asoman los demás sin los cuales no se puede arribar a ninguna parte. Es un profundo paréntesis en el que se ralentiza esa aceleración patógena en la que hemos instaurado la vida, un instante metodológico en el que es posible contemplar cómo lo extraordinario se agazapa en la microesfera de la cotidianidad. Entonces el ser que sucede sucede desde el darse cuenta de que está misteriosamente sucediendo. Cuando esto sucede, el ser que sucede aumenta las posibilidades de pensarse bien. Se detiene en el único sitio posible para habitarse mejor.


(*) Mañana miércoles 26 de junio daré una charla en La Vorágine de Santander. Hablaré de estas y otras cosas relacionadas con la aventura humana. Estáis invitados.  




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