martes, junio 01, 2021

¿Qué significa decir de alguien que ni siente ni padece?

Obra de Geoffrey Johnson

A mis alumnas y alumnos les suelo interrogar el primer día de clase por un enunciado aparentemente enigmático e intrincado. Es un momento ideal porque están muy ávidos tanto de conocer la naturaleza de la disciplina como de saber quién y cómo es la persona que la compartirá y tratará de explicar. Es en esos instantes tan inaugurales cuando me acerco al encerado, escribo «el ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano», y les pregunto qué significa lo que acabo de anotar. El enunciado los descoloca muchísimo, porque en una misma enunciación y con las mismas palabras aparece el ser humano como entidad biológica y como categoría ética. La explicación de esta afirmación puede resultar muy farragosa si se pergeña desde la árida abstracción, o si se utiliza la habitualmente abstrusa jerga filosófica. Sin embargo, para explicar ambas dimensiones disponemos del lenguaje coloquial, de expresiones atestadas de llaneza clarividente y que están familiarmente asentadas en nuestra conversación cotidiana. Cada vez me parece más inobjetable que detrás de las palabras con las que decoramos nuestro discurso hay una una enorme sedimentación empírica, epistemología afectiva e ideación de mundo. Practicar esta especie de fenomenología del lenguaje es fascinante porque concede profunda información sobre nosotros mismos y nuestros proyectos desiderativos. Sondear el lenguaje es sondear la agenda humana.

Hoy quiero detenerme en una expresión preminente en los juicios reprobatorios de personas que se conducen de tal modo en las interacciones humanas que intuimos que todo les inspira una colosal indiferencia. La traigo hoy martes aquí porque hace tan solo dos días salió en mitad de una conversación. Cuando de una persona se afirma que «ni siente ni padece», podría parecer que la persona aludida no está capacitada para que le afecte lo que ocurre en sus inmediaciones biográficas y sociales. Obviamente no es así, no al menos exactamente así. La persona enjuiciada siente y padece, por supuesto, pero no del modo que nos gustaría que sintiera y padeciera. Ese gustaría abre la espita del universo axiológico, del valor que le infundimos a unos comportamientos en menoscabo de otros. Estamos delante no de una declaración fáctica, sino de una afirmación ética. Inopinadamente el lenguaje más llano y sencillo esclarece espinosas cuestiones deliberativas y les concede significado discernible. Claro que la persona reprobada con esta afirmación siente. Ocurre que siente lo que consideramos que no es bueno sentir para que la convivencia y el tejido conjuntivo sean un lugar confortable. Claro que esa persona padece, pero su imperturbabilidad no se interrumpe ante aquello que admitimos que sería bueno que nos punzara para así restaurar una justicia quebrada, atenuar o disipar el dolor de un congénere que se derrama delante de nuestros ojos, o corregir aquello que con su incómoda presencia atestigua que el mundo siempre es susceptible de ser mejorado. 

Conviene recordar que todos tenemos afectabilidad. La afectabilidad es la capacidad humana de que nos afecten las intervenciones del mundo en nuestro mundo. La sofisticada pero célere operación de recepción, ordenación y valoración de lo que nos afecta da como resultado los afectos, que es el nombre secular de los sentimientos que utilizaban los filósofos morales. En Ciudad princesa Marina Garcés matiza que «los afectos no son solamente los sentimientos de estima que tenemos hacia las personas o las cosas que nos rodean, sino que tienen que ver con lo que somos y con nuestra potencia de hacer y de vivir las cosas que nos pasan, las ideas que pensamos y las situaciones que vivimos».  Se podría agregar que los afectos también son «los sentimientos que emanan de evaluar conductas que nos gustaría tener en nosotros y ver en los demás». Ahora se entenderán mejor expresiones como «no tiene sentimientos», «no tiene corazón», «es un desalmado», «es inhumano», «ni siente ni padece». Cada una de estas afirmaciones encierra una ideación ética, señala al ser humano que consideramos sería bueno que fuera el ser humano que somos. Todo encapsulado en frases tan coloquiales y sencillas que resulta difícil no haberse hospedado alguna vez en ellas. En esa aparente inocencia que nunca es tan inocente como parece. 

 

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martes, mayo 25, 2021

Admirar más para mirar mejor

Gilgamesh, obra de Battiato

La admiración es uno de los sentimientos nucleares para que la agenda humana sea radicalmente humana. Es el sentimiento que nace cuando tenemos en estimación a alguien o a algo que nos sirve de modelo para integrarlo en nuestra conducta. Admirar proviene de ad (hacia) y mirari (mirar). Admirar es ir hacia lo que se mira, incorporar en nosotros lo sobresaliente que vemos en el otro, internalizar lo que juzgamos como extraordinario para intentar inscribirlo en nuestra conducta. Albert Bandura descubrió la tremenda significación del aprendizaje vicario, el aprendizaje que nace de la observación. Para que la observación nos imante hacia la pedagogía, lo observado ha de provocar admiración. Siempre que hablo de la admiración recuerdo el monumental ensayo La admiración, una virtud en la mirada de Aurelio Arteta. Cuando admiramos sentimos alegría, nos entusiasma lo contemplado y precisamente por eso anhelamos replicarlo. Queremos que lo admirado al reproducirlo en nosotros troquele nuestro mundo axiológico y por tanto afine nuestro carácter y perfile con más nitidez los contornos de nuestra identidad. La admiración se yergue en introductora de novedades expansivas que bien canalizadas nos perfeccionan.  

En mi decurso biográfico cada vez admiro más, aunque cada vez idolatro menos. Lo he hablado con más personas a las que les ocurre lo mismo. La idolatría es una admiración inflacionada que se corporiza en excentricidades y extravagancias. Sin embargo, la admiración es una atracción reposada y didáctica que naturaliza la relación entre admirado y admirador. Entre el elenco de gente a la que admiro ocupa un lugar privilegiado Franco Battiato, que falleció la semana pasada (Jonia, 23 de marzo de 1945-Milo, 18 de mayo de 2021).  Mis amistades saben que es mi cantante favorito y el pasado martes enseguida me avisaron de su deceso con una avalancha de mensajes. Nada más enterarme de su muerte escribí un texto de urgencia que publicaron en la revista Efe Eme. Con Battiato tengo una cuenta pendiente que me gustaría saldar algún año de estos: la redacción de una biografía. Ese libro aún nonato sin embargo tiene título desde hace mucho tiempo. En 2003 tuve la suerte de entrevistarlo. En un momento dado le pregunté qué palabra encontraríamos en un diccionario de sinónimos debajo de su apellido. Se quedó pensativo, barajó respuestas y, con un castellano un tanto deshilachado, me contestó: «Sería algo así como no en serie, no repetido, sin homologar». Aquel día supe que ese sería el título del libro: «Battiato, un hombre no homologado». 

Cuando escribí la trilogía Existencias al unísono decidí que en cada uno de los tres ensayos que la conforman pondría un extracto de alguna canción de Battiato para esmaltar mis deliberaciones. En La capital del mundo es nosotros traje a colación la maravillosa tonada El cuidado. En italiano se titula La cura. Cuidarnos y curarnos acaban formando una sinonimia irrompible, así que curarnos los unos a los otros es lo lo más netamente humano a lo que deberíamos aspirar. En uno de los epígrafes de La razón también tiene sentimientos reflexioné sobre cómo el animal humano orienta sus tareas hacia un resultado, y el único resultado que no se doblega a ningún otro es que nos quieran. Y añadí: «Este deseo no se deteriora ni con el transcurrir de los años ni con el advenimiento de la involución senil. Pertenece a esos deseos que, como canta mi admirado Battiato, ‘no envejecen a pesar de la edad’». En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza vuelvo a citarlo cuando hablo de la perturbadora polaridad que supone que el ser humano sea el ser capaz de cometer inhumanidades. Recuerdo a Hannah Arendt que abrevió muy bien qué sentimiento le asedió cuando contempló las infamias que somos capaces de patrocinar con nuestros actos: «Yo me avergüenzo de ser un ser humano». También cito a  Carlos Castilla del Pino que advertía en un aforismo que no nos debía amedrentar de lo que es capaz de hacer el otro, sino de lo que seríamos capaces de hacer nosotros. Para rotundizar esta idea aparece Battiato y su canción Serial killer. En ella un tipo armado de los pies a la cabeza nos aconseja: «No le tengas miedo a mi fusil, ni a mi treinta y ocho que llevo aquí en el pecho, ni a las bombas que penden del vestido, ni al cuchillo que llevo entre los dientes, debes tenerme miedo porque soy un hombre como tú».

Battiato se retiró de los tumultos civilizados hace unos años a prepararse para la llegada de la muerte. Grabó un último disco (Torneremo ancora, 2019) con su repertorio totémico releído con la paz balsámica y casi analgésica de una orquesta sinfónica, y desde una ancianidad un tanto prematura dijo adiós. En el ensayo citado más arriba, Aurelio Arteta considera que la admiración es el sentimiento de lo mejor, y el sentimiento de lo mejor es el mejor de los sentimientos. Los que escuchábamos las ya eviternas canciones de Battiato nos volvíamos momentáneamente mejores, su música habilitaba capacidad de albergar discernimiento, abertura de un misticismo efervescente y críptico, mirada viajera y panóptica, conversación con nuestra perfectibilidad, pensamiento politicamente crítico, aprendizaje vital. No solo nos revigorizaba y nos expandía, nos permitía sentirnos capaces de establecer con nuestra existencia una instalación más amable y tranquila. Afortunadamente la inventiva humana ha logrado que sus canciones estén depositadas en artefactos tecnológicos que podemos reproducir en cualquier momento y en cualquier lugar. Ha fallecido Battiato, pero no la admiración y la experiencia de lo mejor que supondrá seguir escuchándolo.

 

 
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