martes, agosto 03, 2021

La difícil domesticación de los deseos

Obra de Elena Korneeva

Leyendo estos días el último ensayo del filósofo francés Guilles Lipovetsky, Gustar y emocionar, ratifico una curiosa paradoja que rige el devenir colectivo. Suelo traerla a colación en muchas de mis conversaciones cotidianas porque me parece muy elocuente: decrece el poder adquisitivo, pero no ceja de incrementarse el deseo de adquirir. Lipovetsky lo menciona al presentar la discutible aseveración de que las plataformas digitales ofrecen una oportunidad económica porque permiten «optimizar los gastos en una época en la que los deseos no dejan de ser avivados a pesar de que el crecimiento del poder de adquisición de las familias se ha frenado». La economista Mariana Mazzucato comparte en las primeras páginas de El valor de las cosas unas cifras que apuntalan el declive del poder adquisitivo. Aunque se refiere a Estados Unidos, los datos son extrapolables a cualquier país del globo: «Entre 1975 y 2017 el producto interior bruto (PIB) de Estados Unidos más o menos se triplicó: pasó de 45,49 a 17,29 billones de dólares. Durante ese periodo la productividad crecía alrededor de un 60 por ciento. Sin embargo, desde 1979 los sueldos por hora reales de la gran mayoría de los trabajadores estadounidenses se han estancado o incluso reducido». El precio del trabajo vive en una eterna estanqueidad, incluso en ocasiones sufre procesos de miniaturización, pero simultáneamente se ha encarecido el precio del acceso a la cualificación y titulación formativa que luego permite competir para poder trabajar. También se ha disparado notoriamente el precio de las necesidades que hay que cubrir para garantizar lo más vital y primario para la supervivencia: necesidades alimenticias, habitacionales, materiales. Si los gastos fijos vinculados con el sustento se dilatan y los salarios se retraen,  la capacidad adquisitiva se desploma, lo que no es óbice para que las industrias de la persuasión continúen atizando paroxísticamente el deseo de adquisición, y se mantenga intacta la sinonimia que asocia felicidad a consumo. He aquí la paradoja.

Una de las medidas para avivar la fuerza deseante humana es otorgar al deseo autoridad cognitiva al elevarlo a la categoría de necesidad. Recuerdo un eslogan bancario que sirve para ilustrar lo que intento explicar aquí. La entidad concedía financiación para tomarnos unas vacaciones afirmando que «te ayudamos a que este verano se cumplan tus deseos y necesidades». Poner en pie de igualdad al deseo con la necesidad es desordenar la priorización de la agenda humana y desnortar la piramización axiológica de las cosas.  En esta perniciosa igualación lo superfluo y lo necesario se confunden, lo fútil y lo relevante se presentan simétricos, lo prescindible y lo ineludible se uniformizan  hasta convertirse en indistinguibles. Para que la experiencia de vivir sea una masa caótica de deseos desjerarquizados se requiere operar sobre el deseo humano. No consiste solo en aplicar al deseo una estimulación incesante, sino categorizarlo de tal modo que su culminación se convierta en una urgente necesidad. Lipovetsky lo explica muy bien: «No bastaba con actuar eficazmente sobre las cosas materiales, sino que era necesario controlar la economía psíquica, influir en los comportamientos humanos, crear un nuevo régimen de deseos y estimular continuamente las necesidades del público». Esas hipotéticas necesidades se cifran en ampliar y renovar el inventario de bienes y servicios, en legitimar la bulimia de experiencias y extravagar su contenido, en poseer una identidad laboral halagadora al margen de que canabalice la casi totalidad del tiempo de vida, en identificar conformismo con mediocridad.

En su otra obra La sociedad de la decepción (Anagrama, 2008), Lipovetsky explica minuciosamente este engranaje del capitalismo productivo y del capitalismo afectivo. No se trata de satisfacer la demanda, como se martillea desde los manuales de economía, sino de crearla. Ajustar la demanda a la oferta del aparato productivo y financiero, y no al revés. Una auténtica revolución copernicana consistente en la fabricación social del deseo y sus disposiciones afectivas, sentimentales, valorativas. Acumulación, renovación, cambio, novedad, obsolescencia programada, obsolescencia psicológica, son determinantes en los hábitos de vida para que que el deseo no quede nunca satisfecho, puesto que su satisfacción y una tranquilidad pausada conducirían al sepulcro al sistema productivo y por extensión al financiero. Aristóteles afirmó que educar es educar deseos, pero en el mundo omnimercantilizado se trata de azuzarlos hasta que sean ellos los que tomen el gobierno de una voluntad cada vez más líquida  debido a esta lógica desquiciante. Platón se aplicó en hacer entender que educar es aprender a diferir lo admirable, pero desde los relatos del orden mediático-publicitario que tratan de persuadirnos de las bondades de los goces materiales se banaliza la realidad para convertir en admirable cualquier futilidad. Las trabas para la domesticación del deseo y la dificultad de poder sufragar sus exigencias originan desencanto, frustración, decepción. Es una situación idónea para que actúe la industria de la felicidad. El mecanismo que provoca deliberada infelicidad es el mismo que luego la combate ofertando felicidad mercantilizada. Se cierra así el círculo. Un bucle perfecto para vivir una vida en la que la vida siempre está en otra parte.

 

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martes, julio 27, 2021

Las personas sin rostro y sin nombre

Obra de Maria Svarboba

En el ensayo Las cosas como son y otras fantasías (Anagrama, 2020), de Pau Luque, me topo con una reflexión que manuscribo en mi cuaderno de apuntes. Un amigo israelí del autor le cuenta su experiencia en las contiendas que participó estando en el ejército, «cómo silban las balas que te pasan cerca, cómo aprendes a observar y a ser observado, cómo el otro es cada vez más otro porque nunca tiene cara». La conclusión es desoladora, pero muy instructiva para entender economía del comportamiento: «La vida de la gente sin cara no te importa». Es inevitable evocar aquí a Levinas y su planteamiento del rostro. El rostro es el antónimo del dato. Cuando vemos el rostro de una persona, esa persona deja de ser un dato, una etiqueta o un gélido número para ser alguien cuyos ojos develan vida y biografía humanas. Levinas sostiene que «nosotros llamamos rostro al modo en el cual se presenta el otro, que supera la idea del otro en mí». Gracias a la presencia corpórea del rostro la alteridad se libera de lo etéreo y conceptual y aterriza en un cuerpo que aloja las posibilidades de la experiencia humana. El otro sigue siendo una otredad, pero una otredad que nos iguala. El rostro nos descubre semejantes. Al no vernos diferentes se disipa la indiferencia.

Hace unas semanas finalicé la lectura de Biografía de la inhumanidad de José Antonio Marina. Una de las conclusiones que extraje de sus páginas es lo fácil que resulta cometer inhumanidades simplemente modificando la narrativa que inspira nuestra conducta. Basta con despersonalizar al otro, convertirlo en una árida abstracción, atribuirle maldad, confiscarle cualquier atributo que lo humanice. Queda así justificada cualquier acción destinada a infligir dolor, sufrimiento o provocar la muerte. La historia de la humanidad es pródiga en ejemplos sanguinolentos que calcan esta lógica. El ser sin rostro formaría parte de un grupo que por mera oposición denominamos Ellos, la antítesis de Nosotros. Huelga decir que Ellos son siempre los bárbaros, los incivilizados, los malos, lo que por una simple maniquea maniobra argumentativa convierte a los miembros de Nosotros en civilizados, respetuosos y buenos. Un ejercicio muy útil para comprender y mejorar la convivencia es averiguar qué ficciones se narran ciertos individuos para que consideren a las personas que habitan esa abstracción llamada Ellos acreedoras de daño. Con un Ellos estigmatizado y abstracto es fácil despeñarse por la pendiente de la infamia. Marina afirma que para conducirnos con inhumanidad es suficiente con pervertir los sentimientos, derribar los parapetos morales y disponer de instituciones que legitimen conductas envenenadas. La inducción de odio es muy sencilla cuando a las personas las estereotipamos con categorizaciones grandilocuentes y por tanto imprecisas e injustas. Basta con etiquetarlas prejuiciosamente de un modo negativo y repulsivo para que los miembros de la entidad abstracta se conviertan en seres negativos y repulsivos.

Los sentimientos de clausura, con el odio en su cénit, son mucho más contenidos y temperados cuando nos relacionamos con personas a las que proveemos de rasgos identitarios y cotidianidades biográficas, cuando su fragilidad y su vulnerabilidad se empotran en nuestros ojos y nos susurran que son idénticas a las nuestras. La abstracción no moviliza ni la compasión ni la bondad. La personalización, sí. En las tribus arcaicas se acostumbraba a no poner nombre a las criaturas antes de nacer. Como la mortalidad infantil era muy elevada, había que esperar hasta que la vida de la criatura no corriera peligro. El motivo era simple, pero funcional. Si la criatura tenía nombre, el dolor si luego moría era más intenso y longevo. También lo era el tiempo que requería el olvido para ejecutar su labor de borrado. El nombre permitía que la criatura pasara de ser nadie a ser alguien, disolvía todo lo abstracto para definirse y concretarse. La personalización, y el trato iterado en el que se despliega, favorecen los sentimientos más hermosos que albergamos los seres humanos. Una de las consignas bélicas repetida entre los soldados de la Gran Guerra era no mirar jamás a los ojos del enemigo. El contacto ocular rebajaba las posibilidades de dispararle. Los prejuicios, el racismo, la homofobia, los fundamentalismos, los fanatismos, los patriotismos, operan con seres sin rostro y sin nombre. «Y la vida de la gente sin cara no te importa».


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