martes, noviembre 02, 2021

La eliminación del rencor

Obra de Igor Shulman

Solemos utilizar muy gratuitamente la palabra odio. Es frecuente escucharla cuando alguien se enfurece con una persona, su corazón erupciona y comienza a arrojar lava verbal por la boca. Decir «te odio» o «lo odio» es una expresión familiar cuando el daño o la humillación derogan el escrutinio sosegado y solo apetece calcinar al perpetrador de nuestro dolor. La ingobernabilidad de los impulsos más viscerales nos hace proclives a llevar a nuestros labios barbaridades de las que es probable que nos arrepintamos poco después de proferirlas. Sin embargo, el odio es el sentimiento que  nos abastece de tanto rechazo al otro que le deseamos o le infligimos un mal, directo o vicario. En el catálogo de males aparece incluso la eliminación física, el horrible momento en que el odio más acérrimo se positiviza y muestra toda la devastación moral de la que es capaz. El odio es algo muy serio que conviene distinguir del desencuentro, la antipatía o el enfado. Si no hay que banalizar el odio citándolo descuidadamente en nuestros pequeños arrebatos coléricos, más cuidado todavía requiere el rencor. El rencor es odio reseco y apelmazado, un odio disecado por la taxidermia en que se convierte el paso del tiempo. A pesar de su endurecimiento, mantiene bien lubricadas las rumiaciones sobre cómo reintegrar el daño a quien nos lo ocasionó, aunque datar ese instante nos remonte a un pasado lejano. En el lenguaje coloquial existe una expresión atinadísima que quintaesencia esta característica: «guardar rencor»

El rencor se encostra en el entramado afectivo a través de una memoria atareada en evocar aquello que nos duele y en azuzar a que nos comportemos de una manera ruin con quien mancilló nuestra dignidad, lastimó nuestro autoconcepto o deforestó algún episodio de nuestra biografía. El rencor insta a replicar las acciones de nuestro victimario, a intentar asestarle un daño proporcional bajo la falsa creencia de que ese dolor paliará el recibido. De este modo, la fuerza calcinante del rencor nos hace vivir una vida en tercera persona. En nuestro diálogo interior siempre aparece el odiado, lo que no significa que él esté perorando con nosotros. Hablamos con la presencia de su ausencia, que es la validación de cómo este odio enmohecido nos empuja a una vida vicaria. Quizá todo lo que quiero expresar aquí se entienda mejor con este perspicaz aforismo de Confucio: «Si odias a una persona, entonces te ha derrotado». En sus Cuadernos Emil Cioran lo explica con su habitual clarividencia: «Las personas que nos han humillado, que nos han hecho daño, no nos guardan el menor rencor por ello; han olvidado la herida que nos han infligido. Sólo las víctimas tienen memoria. Por eso, el rencor es tan absurdo. Sólo afecta a quien lo abriga».  

A pesar de que es frecuente afirmar que el antagonismo del odio es el amor, no es cierto. Lo contrario del odio es la indiferencia, esa maravillosa epifanía con la que de repente reparamos en que la persona parasitada en nuestros soliloquios ha desaparecido de allí. Si el odio es una abusiva desviación de la atención, no prestar ninguna atención confirma la disolución del odio. Me viene ahora a la memoria una pintada en el vestíbulo de un centro educativo. En letras muy grandes se podía leer: «El primero en pedir disculpas es el más valiente. El primero en perdonar es el más fuerte. El primero en olvidar es el más alegre». Aquí conviene añadir que la mejor manera de olvidar no es olvidando, ejercicio complicadísimo tendente a agrandar en el recuerdo lo que se quiere verter a la desmemoria, es levantando un presente tan apetecible que consideremos un despilfarro deshabitarlo. En sus análisis sobre el olvido y el perdón Martha Nussbaum siempre tiene en cuenta hacia qué lugares orientamos la mirada, si nuestros ojos se anclan en el pasado o se fijan en el futuro. Las posiciones retributivas se petrifican en el ayer, las restaurativas en el mañana. Las primeras monocultivan el rencor, las segundas son las que tienen el monopolio de solucionar un conflicto. En una entrevista García Márquez comentaba que lo más importante que había aprendido a partir de los cuarenta años era a decir no. Creo que es mucho más relevante saber discernir cuándo hay que decir no y cuándo hay que decir sí. Decir no a los sentimientos de clausura, a la impulsividad que nos precipita a lugares que nos empeoran, a comportamientos que desgastan nuestra alegría. Decir sí a recordar lo bueno, a lo que nos ennoblece, a aquello que propicia bienestar humano a nuestro alrededor.

 

Artículos relacionados:
La peligrosa producción de odio al diferente.
No todos los sentimientos son buenos.
Si no cuido mi circunstancias, no me cuido yo.

martes, octubre 26, 2021

Del narcisismo patológico al narcisismo vulnerable

Obra de Maria Svarbova

Tendemos a definir el narcisismo como el instante en que una persona se sobredimensiona, se desmesura y queda secuestrada por una complaciente y megalómana consideración de sí misma. En su trabajo sobre el narcisismo, la psicóloga francesa Marie-France Hirigoyen coloca al lado de este narcisismo, que califica como patológico, el narcisismo positivo. La autora lo designa como «tener la suficiente conciencia del propio valor como para mantener la autoestima frente a la crítica y los fracasos, es estimarse uno mismo de forma positiva, reconociendo al mismo tiempo los fallos, sin proyectar la parte negativa en los demás». Encuadrado en el narcisismo patológico hay un tipo de narcisismo que contraviene los estándares arrogantes del propio narcisismo. La primera vez que escuché hablar de él fue hace muchos años a una amiga profesora de Filosofía. Departíamos de un amigo común empecinado en enumerar sus cuitas y tribulaciones, en minusvalorar a todas horas el concepto de sí mismo, en sumergirse en un autodesprecio en el que por supuesto no había ni un ápice de clemencia hacia sí mismo. No era algo impostado ni teatralizado con el disfraz de la hipérbole, era una mortificación tan sincera como omniabarcante. Había desencuadernado por completo la evaluación sensata, estable y benevolente que todas y todos realizamos sobre nuestro propio valor cuando poseemos una autoestima equilibrada. Entonces en un aparte mi amiga me confesó algo que no he olvidado: «nuestro amigo es muy narcisista»

Acostumbrado a emparejar narcisismo con la enfermiza exhibición de una ridícula y obesa pomposidad, esta calificación me sorprendió. Ahora sé que se trataba de un narcisismo vulnerable. Frente a la visión idealizada de una grandiosidad irrestricta, el narcisismo vulnerable voltea esa idealización y el sujeto que lo padece se relee bajo creencias en las que apenas hay espacio para algo positivo. Es obvio que ambas narrativas son desmesuras del ego, puesto que son incapaces de constreñirlo, aunque tomen direcciones frontalmente opuestas. Una elige la ostentación ególatra y la otra la depreciación. Los narcisistas vulnerables viven sometidos bajo la férula de una conciencia excesivamente centrada en sí misma.  Este es el motivo de señalarlos como narcisistas. Cuando ocurre algo así es sencillo caer en la entropía, el desorden que provoca una conciencia excesivamente atenta a sí misma, y sobre todo desentendida con todo aquello que no sea ella y que epistémica y tergiversadamente considera fuera de su incumbencia. La vida del narcisista vulnerable está parasitada por una preocupación minuciosamente rumiante de lo que le preocupa, lo que intensifica la propia preocupación y genera un nocivo circulo vicioso, que finalmente le aproxima hacia la absurdidad y por lo tanto convierte la preocupación en irresoluble, lo que le inspira a analizarla de nuevo desde otros angulares, así en un proceso que en cada nueva rotación se vuelve más distorsionador, doliente e insoluble.  He aquí la génesis de una entropía perfecta. 

Cuando el ego se torna protagonista despótico de nuestras evaluaciones es fácil caer en la hipersensibilidad a la crítica y padecer un deseo de desaparecer de sí, como describió magistralmente David Le Breton en su ensayo de título homónimo. Desgraciadamente el estilo competitivo del mundo, la atribución de soluciones personales a problemas de genealogía política,  y el matrimonio formado por la empleabilidad (cada vez más complicada y más exigente sin ofrecer por ello contraprestaciones simétricas) y supervivencia (cada vez más difícil y más encarecida) favorecen estas derivas que corroen el carácter (Richard Sennet), fomentan la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), la fatiga de ser uno mismo (Alain Ehrenberg), nos vuelven más frágiles de lo que ontológicamente ya somos (Remedios Zafra), facilitan la metamorfosis de lo sólido en líquido (Bauman). Ante una situación así recuerdo la prescripción que compartía Bertrand Russell en La conquista de la felicidad. Se puede resumir en el sano olvido de uno mismo. Este olvido consiste en colocar más a menudo nuestra atención en las afueras del yo, ejecutar actividades comunitarias, fomentar situaciones con dimensión cooperativa, mirar paisajísticamente la heterogénea realidad social, tomar conciencia de nuestra pequeñez (de ahí deriva la palabra humildad) pero advirtiendo que es exactamente la misma que está incardinada en todas y todos los que habitamos el planeta Tierra. La literatura de autoayuda y el neoliberalismo sentimental propugnan justo lo contrario. Insisten en la capacidad autárquica del individuo y por lo tanto en el autoanálisis y la autoevaluación personal como herramientas correctoras. Combaten la flagelación personal con mecanismos que acaban intensificándola. Habrá que repetirlo una vez más. La mejor analgesia para los trasuntos del alma es la presencia cuidadora de los demás. Esa presencia exige mirada política, deliberación social, soluciones relacionales. Los tres grandes adversarios de ambos narcisismos.



Artículos relacionados:
La desaparición del sí mismo por uno mismo.
Psicoterror laboral.
Medicina lingüística: las palabras sanan.