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martes, mayo 31, 2022

«Vidas sin columna vertebral»

Obra de Michael Carson

En mis deliberaciones sobre la interacción humana siempre cito dos epígrafes sin los cuales el resto de explicaciones quedarían rotundamente huérfanas, o directamente devendrían ininteligibles. Las dos palabras soberanas son dignidad e interdependencia. Nos cuesta un enorme esfuerzo cognitivo delinear qué es y en qué consiste la dignidad, pero lo que más me asombra en mis conversaciones públicas es la incapacidad adquirida para detectar nuestra condición interdependiente. La interdependencia ha sido confiscada de los argumentarios dominantes, es un termino proscrito del vocabulario homogeneizador, una idea inutilizada y por tanto sin centralidad en la forma de sentir. La psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar afirma en su ensayo Invulnerables e invertebrados que «el reconocimiento de nuestra interdependencia se ha vuelto uno de los más grandes tabúes de nuestra sociedad». Este tabú es de un tamaño tan imponente, y los negacionistas de la interdependencia se prodigan tanto y con tanta tenacidad, que en alguna clase he tenido que recordar a las personas asistentes que una vez estuvieron en el cuerpo de otra persona que las engendró y las nació, y que después recibieron una miríada de cuidados filiales sin los cuales no hubieran sobrevivido, ni ahora podrían estar en un aula bien vestidas, aseadas, desayunadas, descansadas, y con el bienestar material y psíquico más o menos garantizado. Lola López Mondéjar cita a Helena Béjar, autora del perspicaz El buen samaritano, para recordarnos que «el sentido de la vida solo surge en relación con los demás». Justo acabo de toparme en mi lectura matinal con una reflexión del filósofo francés Luc Ferry en la que remarca «la imposibilidad de una vida plena si no hay experiencias compartidas». Efectivamente no hay alegría solipsista.

En Invulnerables e invertebrados, Lola López Mondéjar trae a colación una entrevista del sociólogo Richard Sennet para explicar la idea troncal de su trabajo. El autor de La corrosión del carácter comenta que estamos construyendo «vidas sin columna vertebral». De aquí nace el llamativo y certero título del libro. Nuestra condición invertebrada conexa con las exigencias contemporáneas de flexibilidad, precariedad, inseguridad, disponibilidad,  dificultad para establecer planes de vida para la vida, debilitamiento de los vínculos, fragilidad de las relaciones, individualidad, ceguera empática, inmediatez emocional frente a una reflexividad y control entendidos como censores de la autenticidad, adelgazamiento de las redes de protección social, disolución de las comunidades pequeñas, diseminación de los seres queridos por geografías cada vez más vastas, latrocinio del tiempo electivo en favor de la lógica productiva, reconversión de la cultura en entretenimiento frugal alejado de la tarea de problematizar lo humano, eliminación gradual de las humanidades en la oferta educativa, funcionalidad como criterio relacional, la incertidumbre como medida de todas las cosas. La pérdida de solidez identitaria y estabilidad vital  nos convierte en sujetos líquidos o individuos invertebrados. López Mondéjar define al individuo invertebrado como «aquel cuya alma es capaz de amoldarse a cualquier recipiente que lo contenga». Se trata de «un sujeto sin sujeto», en acertada expresión de la autora.

Esta flexibilización o invertebración requiere desanudar los lazos afectivos, negar nuestra condición de seres relacionales, equiparar vulnerabilidad con debilidad, emparejar tranquilidad con mediocridad, inscribir como ventanas de oportunidad los dolorosos contratiempos de la vida para no entregarnos a los productivamente inoperantes períodos de duelo, rechazar horizontes de compromiso, despolitizarse, atomizarse, dimitir de una sensibilidad ética que empantane un buen resultado lucrativo, impermeabilizarse ante la suerte que puedan correr los demás, entronizar la idea de autosuficiencia, insularizarse. Todo se puede compendiar en proscribir cualquier vestigio de esa interdependencia que se tergiversa ideológicamente como carestía de independencia y por lo tanto como pusilanimidad. El programa neoliberal promueve esta liquidez y la aplaude, porque es ideal para que las demandas del mercado no encuentren ninguna interferencia. Cuanto menos vertebrada esté una persona, mejor admitirá las imposiciones del mercado. Y un aspecto más nuclear todavía. En ausencia de los resortes que antaño constituían el núcleo de la subjetividad, la persona hará de su valor de uso en ese mismo mercado su más conspicua seña de identidad. 

Al otorgar al mercado fundamento de sentido, la incumbencia corporativa en el imaginario se exacerba y con ello también la deriva psicológica de los seres humanos. Marie-France Hirigoyen señala esta deriva en su último ensayo titulado Los narcisos. Los que mejor se adaptan a las servidumbres del mercado, y a la domesticación de este medio de producción de subjetividad, enferman de un narcisismo patológico. En sus fabulaciones se atribuyen omnipotentemente todos los descontextualizados méritos y se ufanan con las palabras que la resemantización neoliberal ha convertido en los nuevos ídolos: éxito, ganar, triunfar, estatus, autorrealización, meritocracia, esfuerzo, yo. Por el contrario, los que son excluidos por carecer de valor en el mercado se autoculpabilizan por ello y se avergüenzan de engrosar las listas de los sobrantes  (que por otro lado forman parte estructural del propio mercado, puesto que su exclusión se instrumentaliza para generar sumisión y devaluación salarial entre los incluidos). La numerosa población excedente ve cómo su vida queda malograda y desposeída de agencia. La mecánica neoliberal desmesura, endiosa y engríe, y en su envés angustia, desampara, y mortifica. Ambas direcciones son nefastas para la creación de nexos humanos y espacios de dignidad, para el cultivo de los sentimientos de apertura al otro, para cuidar esa interdependencia que nos permite ser autónomos y brindar sentido a la existencia.  Ya lo preconizó Margaret Thatcher en  su momento de esplendor político. «La economía es el método, el objetivo es cambiar el alma humana». Esto es, invertebrarla para que no sostenga nada ni crítico ni humano que pueda cuestionar su propia invertebración. 

 

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martes, noviembre 02, 2021

La eliminación del rencor

Obra de Igor Shulman

Solemos utilizar muy gratuitamente la palabra odio. Es frecuente escucharla cuando alguien se enfurece con una persona, su corazón erupciona y comienza a arrojar lava verbal por la boca. Decir «te odio» o «lo odio» es una expresión familiar cuando el daño o la humillación derogan el escrutinio sosegado y solo apetece calcinar al perpetrador de nuestro dolor. La ingobernabilidad de los impulsos más viscerales nos hace proclives a llevar a nuestros labios barbaridades de las que es probable que nos arrepintamos poco después de proferirlas. Sin embargo, el odio es el sentimiento que  nos abastece de tanto rechazo al otro que le deseamos o le infligimos un mal, directo o vicario. En el catálogo de males aparece incluso la eliminación física, el horrible momento en que el odio más acérrimo se positiviza y muestra toda la devastación moral de la que es capaz. El odio es algo muy serio que conviene distinguir del desencuentro, la antipatía o el enfado. Si no hay que banalizar el odio citándolo descuidadamente en nuestros pequeños arrebatos coléricos, más cuidado todavía requiere el rencor. El rencor es odio reseco y apelmazado, un odio disecado por la taxidermia en que se convierte el paso del tiempo. A pesar de su endurecimiento, mantiene bien lubricadas las rumiaciones sobre cómo reintegrar el daño a quien nos lo ocasionó, aunque datar ese instante nos remonte a un pasado lejano. En el lenguaje coloquial existe una expresión atinadísima que quintaesencia esta característica: «guardar rencor»

El rencor se encostra en el entramado afectivo a través de una memoria atareada en evocar aquello que nos duele y en azuzar a que nos comportemos de una manera ruin con quien mancilló nuestra dignidad, lastimó nuestro autoconcepto o deforestó algún episodio de nuestra biografía. El rencor insta a replicar las acciones de nuestro victimario, a intentar asestarle un daño proporcional bajo la falsa creencia de que ese dolor paliará el recibido. De este modo, la fuerza calcinante del rencor nos hace vivir una vida en tercera persona. En nuestro diálogo interior siempre aparece el odiado, lo que no significa que él esté perorando con nosotros. Hablamos con la presencia de su ausencia, que es la validación de cómo este odio enmohecido nos empuja a una vida vicaria. Quizá todo lo que quiero expresar aquí se entienda mejor con este perspicaz aforismo de Confucio: «Si odias a una persona, entonces te ha derrotado». En sus Cuadernos Emil Cioran lo explica con su habitual clarividencia: «Las personas que nos han humillado, que nos han hecho daño, no nos guardan el menor rencor por ello; han olvidado la herida que nos han infligido. Sólo las víctimas tienen memoria. Por eso, el rencor es tan absurdo. Sólo afecta a quien lo abriga».  

A pesar de que es frecuente afirmar que el antagonismo del odio es el amor, no es cierto. Lo contrario del odio es la indiferencia, esa maravillosa epifanía con la que de repente reparamos en que la persona parasitada en nuestros soliloquios ha desaparecido de allí. Si el odio es una abusiva desviación de la atención, no prestar ninguna atención confirma la disolución del odio. Me viene ahora a la memoria una pintada en el vestíbulo de un centro educativo. En letras muy grandes se podía leer: «El primero en pedir disculpas es el más valiente. El primero en perdonar es el más fuerte. El primero en olvidar es el más alegre». Aquí conviene añadir que la mejor manera de olvidar no es olvidando, ejercicio complicadísimo tendente a agrandar en el recuerdo lo que se quiere verter a la desmemoria, es levantando un presente tan apetecible que consideremos un despilfarro deshabitarlo. En sus análisis sobre el olvido y el perdón Martha Nussbaum siempre tiene en cuenta hacia qué lugares orientamos la mirada, si nuestros ojos se anclan en el pasado o se fijan en el futuro. Las posiciones retributivas se petrifican en el ayer, las restaurativas en el mañana. Las primeras monocultivan el rencor, las segundas son las que tienen el monopolio de solucionar un conflicto. En una entrevista García Márquez comentaba que lo más importante que había aprendido a partir de los cuarenta años era a decir no. Creo que es mucho más relevante saber discernir cuándo hay que decir no y cuándo hay que decir sí. Decir no a los sentimientos de clausura, a la impulsividad que nos precipita a lugares que nos empeoran, a comportamientos que desgastan nuestra alegría. Decir sí a recordar lo bueno, a lo que nos ennoblece, a aquello que propicia bienestar humano a nuestro alrededor.

 

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martes, octubre 08, 2019

El buenismo o la ridiculización de la bondad



Obra de Philip Muñoz
Ignoraba que el diccionario de la Real Academia ya recoge en sus páginas la palabra buenismo. He descubierto que es así desde diciembre de 2017. Admito públicamente que es un término que me provoca antipatía por su altanera connotación devaluativa. Cada vez que este concepto aterriza en mis tímpanos me tropiezo con alguien que intenta mofarse de quien no se resigna a fijar su mirada solo donde el mundo acoge hostilidad, egoísmo, explotación, envilecimiento, violencia, fagocitación. Podemos señalar por tanto que es buenista todo aquel que no comulga con una lectura unidimensional y ominosa del comportamiento humano, y postula que al lado de conductas abyectas también germinan numerosas conductas loables. El DRAE define buenismo como «actitud de quien, ante los conflictos, rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con extrema tolerancia». Luego agrega que es usado comúnmente en sentido despectivo. Conozco en carne propia su filo peyorativo, porque algunas de mis conferencias, en las que elogio la bondad y varias afectividades contiguas absolutamente necesarias para una convivencia vivible y digna, han sido motejadas de «buenismo discursivo». Quienes las bautizan así poseen un discurso de la naturaleza humana profundamente pesimista que suelen compendiarlo en que el mundo es una zahúrda o una ciénaga, y desde ese horizonte maximalista  acusan de baldía cualquier aportación. Los maximalismos y los maniqueísmos son eficaces atajos heurísticos, pero abrigan una paupérrima racionalidad argumentativa. Es muy tentador pero simultáneamente vacuo sentenciar con pomposo convencimiento que el mundo es un muladar ético y político. Es muy arduo y laborioso estudiar y urdir qué estrategias sentimentales, cognitivas, sociales, artísticas, deliberativas, políticas, podríamos llevar a cabo para que lo fuera en menor grado. Conviene recordar que en el paisaje de la deliberación no hay nada clausurado. El ser humano es una invención en perpetua construcción, una categoría ética en un sempiterno presente continuo, en ese inacabamiento que escruta Marina Garcés en Filosofía inacabada. Postular esta tesis no es buenismo. Es asumir una penetrante responsabilidad. Es conocer la realidad, pero tratar de mejorarla imaginando posibilidades.

Las mediaciones del lenguaje nos constituyen y crean el mundo. El buenismo es una expresión lingüística, pero también un alineamiento ideológico. El buenismo y su inseparable socarronería designan que quien bendice con adjetivos encomiásticos el mundo de los afectos y los cuidados del cuerpo y la dignidad es un ser ingenuo e inocente, porque la lógica del mundo precisamente sufre carestía de afecto y cuidado de los cuerpos y la dignidad. Nos hallamos en el epicentro de una profecía autocumplida. Si considero que el mundo es un lugar regido por sentimientos innobles, y por tanto es temerario conducirse por sentimientos y virtudes opuestas, perpetúo aquello que cuestiono. Con el buenismo no se ridiculiza el exceso de bondad, sino la bondad misma. Esta ridiculización o su estigmatización traen adjuntadas una cosmosivisón antropológica muy negativa, de tal modo que se colige que reprimir la bondad es una ventaja evolutiva. Esta interpretación me trae a la memoria una célebre frase del gánster Al Capone que inserté en su momento en las páginas de El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza: «Se consigue más con una pistola y unas palabras bonitas que solo con unas palabras bonitas». En más de  un curso he confrontado esta pedagogía del matonismo con los participantes y tras deliberar desembocamos siempre en la misma conclusión. Esta conducta malhechora me beneficia a título individual, pero es la peor posible si todos con los que comparto la convivencia la replican. En Pequeño tratado de los grandes vicios, José Antonio Marina recuerda que Dostoievski encontró muchas dificultades de inspiración para escribir la historia de un hombre bueno, y cuando finalmente pudo completarla la tituló El idiota. Idiota sería aquel que decide deliberar y persuadir con palabras bonitas allí donde todos los demás empuñan pistolas. He aquí la paradoja. La conducta del idiota nos parece estrafalaria e improcedente, y sin embargo es con mucha diferencia la más sensata si todos la eligiéramos como procedimiento para resolver nuestras desavenencias.

No sé si las casualidades existen, pero justo cuando me enfrento a la redacción de este artículo comparten conmigo la publicación de una entrevista a Víctor Küppersun en La Vanguardia. El titular es magnético: «La inteligencia está sobrevalorada, ser amable tiene mucho más mérito». Es una afirmación a primera vista plausible, pero no es inocua. En su envés se puede releer que la amabilidad y todas las virtudes colindantes se hallan en un dominio diferente al de la inteligencia. Si se elige la inteligencia como término comparativo de la amabilidad (podría ser cualquier otra virtud), la propia construcción de la comparación segrega inevitablemente la amabilidad de la inteligencia o, al revés, la inteligencia de la amabilidad, cuando la amabilidad es pura inteligencia. Necesitamos definir qué es la inteligencia para vincularla o desvincularla del mundo de la ética y de los estados afectivos que fabrica. Si sabiduría es la inteligencia aplicada a una vida buena (haciendo caso a Marina en el breve pero luminoso La inteligencia fracasada), y la vida buena sólo es factible en las interacciones que propicia la vida en comunidad, entonces ya no es posible la bidimensionalidad que genera tantos equívocos y sinsentidos. En las páginas de Crear en la vanguardia, el propio Marina trae a colación un estudio sobre qué es ser inteligente. Se realizó a estudiantes universitarios estadounidenses y a miembros de una tribu africana. Ambos colectivos estaban de acuerdo en prácticamente todo, salvo en un aspecto capital. Los universitarios estadounidenses pensaban que una persona inteligente podía ser mala. Los de la tribu africana consideraban que eso era imposible. Los americanos tenían una idea instrumental de la inteligencia, los africanos una idea afectiva. Hete aquí la misteriosa diferencia.



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