martes, octubre 15, 2019

«Te acompaño en el sentimiento»



Obra de Jeffe Hein
La semana pasada me golpeé suavemente con una preciosa definición de muerte. La traía a colación Juan Bonilla en su última novela (Totalidad sexual del cosmos) para recordar cómo la muerte hace gala de una loable escrupulosidad democrática, un esmero dotado de exquisita imparcialidad con el fin de no olvidarse nunca de nadie y por lo tanto dar hospedería a todos por igual, sin esas distinciones ridículas por las que los animales humanos dilapidamos escandalosas cantidades de tiempo y energía. Esta democratización de la muerte la compendiaba Bonilla con una gema poética al augurar que «todos iremos a caer en esa patria honda de la que solo se sale para colocarse en los sueños de alguien». Cierto. A partir de esa caída, solo se podrá reanudar el diálogo a través de la memoria o la imaginación. Casi en el mismo día, pero esta vez sumergido en la desbordante apoteosis de ideas del ensayo Ser o no ser (un cuerpo) del filósofo Santiago Alba Rico, me encuentro con otra definición de muerte: «ese momento en el que el cuerpo mismo se convierte no en otra cosa, sino literalmente en una cosa». Heidegger sentenció algo análogo con una aplastante belleza que rehuía cualquier alusión a la materia inerte o al apagamiento brusco o demorado de la corporeidad: «la muerte es la posibilidad que imposibilita todas las demás posibilidades». No conozco una definición mejor para describir a esa señora que se cubre con una teatral capa negra y ocupa sus manos con una intimidante guadaña.

Cuando acontece el segundo evento más relevante después de la natividad que le puede ocurrir a un ser humano, entonces acompañamos en el sentimento a las personas cercanas del que ya nunca hará posible la más mínima posibilidad. «Te acompaño en el sentimiento» o la lacónica «lo siento» son  expresiones pronunciadas para amparar y arropar a esa persona recién desgajada para siempre de un ser querido. Si decostruimos la semántica de esas contenidas palabras veremos que significan algo tan sencillo y a la vez tan mágico como que tu tristeza me entristece. En el ritual del fallecimiento, acompañar en el sentimiento es participar en la pena, colaborar con nuestra tristeza a sobrellevar el trance funerario de la pérdida y la posterior realización del duelo, que el doliente no se sienta solo en la tarea que acomete hasta recomenzar una normalidad que ya nunca será la misma, aunque pueda parecer idéntica. De nuevo las palabras demuestran su capacidad performativa, porque la compañía se da solo con proferir el enunciado del acompañamiento. Lo llamativo de esta locución es toda la antropología que se sobreentiende citando un sustantivo desnudo de una restrictiva adjetivación calificativa. El sentimiento sin la custodia de un adjetivo es siempre un sentimiento de apertura al otro, una apelación laudatoria al orbe sentimental y al carácter de lo que aspiramos a que sea lo radicalmente humano. Los buenos sentimientos son los sentimientos por antonomasia. No es ociosa esta aclaración, porque en nuestra órbita afectiva también se hospedan sentimientos que inspiran la comisión u omisión de actos que calificamos de inhumanos.

En otras ocasiones en vez de utilizar la fórmula lingüística «te acompaño en el sentimiento» damos el pésame. Es otra declaración preciosa, aunque su uso mecánico ha hurtado su encantamiento. «Dar el pésame» es agarrar nuestra propia pena, separar el pesar de nosotros sin que se separe (una contorsión de los afectos que no incurre en contradicción alguna a pesar de refutar toda lógica) y entregárselo al afligido. El pésame delata que el pesar es una tristeza mayúscula y plomiza, que el deceso de un ser querido supone un fardo de aflicción oneroso de llevar. Del peso atribuido a ese pesar se derivan términos como pesadumbre, que en sus diferentes acepciones siempre señala pesadez: cualidad de pesado, la fuerza de gravedad de la Tierra, el sentimiento de desazón, el padecimiento físico o moral. Cuando sufrimos ese peso entonces el ánimo se encorva y nos apesadumbramos. Dar el pésame es manifestar y entender que esa pena es una carga muy molesta y pesada, una mole de tristeza cayendo a plomo, pero que al darla y compartirla se obrará el milagro de que no le aumentará el peso al deudo, sino que lo aminorará. Dar el pésame no agrega pesantez, aligera, lo que demuestra que en este caso dar no es añadir, sino quitar. Es una prueba más de que los afectos se despliegan con lógicas incomprensibles para otros órdenes de la agencia humana. Más todavía. Expresar las condolencias o firmar en el libro destinado a perennizarlas por escrito es apuntar que el dolor ajeno nos concierne, que ese dolor que aflige a quien ha perdido a un ser querido también nos duele a nosotros. Esa pesadumbre nos duele porque tenemos la capacidad sentimental e imaginativa de ponernos en el lugar del otro, pero también porque premonitoriamente estamos prefigurados para ponernos en el lugar de ese otro que seremos alguna vez nosotros. La condolencia delata compasión y asimismo autocompasión, y ambas afectividades apuntan a la universalidad humana. A nuestra condición de equiparidades ante los acontecimientos que desde su inevitabilidad jalonan el misterio de vivir. A nuestra condición de semejantes. A sentir que nada humano nos es ajeno.



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martes, octubre 08, 2019

El buenismo o la ridiculización de la bondad



Obra de Philip Muñoz
Ignoraba que el diccionario de la Real Academia ya recoge en sus páginas la palabra buenismo. He descubierto que es así desde diciembre de 2017. Admito públicamente que es un término que me provoca antipatía por su altanera connotación devaluativa. Cada vez que este concepto aterriza en mis tímpanos me tropiezo con alguien que intenta mofarse de quien no se resigna a fijar su mirada solo donde el mundo acoge hostilidad, egoísmo, explotación, envilecimiento, violencia, fagocitación. Podemos señalar por tanto que es buenista todo aquel que no comulga con una lectura unidimensional y ominosa del comportamiento humano, y postula que al lado de conductas abyectas también germinan numerosas conductas loables. El DRAE define buenismo como «actitud de quien, ante los conflictos, rebaja su gravedad, cede con benevolencia o actúa con extrema tolerancia». Luego agrega que es usado comúnmente en sentido despectivo. Conozco en carne propia su filo peyorativo, porque algunas de mis conferencias, en las que elogio la bondad y varias afectividades contiguas absolutamente necesarias para una convivencia vivible y digna, han sido motejadas de «buenismo discursivo». Quienes las bautizan así poseen un discurso de la naturaleza humana profundamente pesimista que suelen compendiarlo en que el mundo es una zahúrda o una ciénaga, y desde ese horizonte maximalista  acusan de baldía cualquier aportación. Los maximalismos y los maniqueísmos son eficaces atajos heurísticos, pero abrigan una paupérrima racionalidad argumentativa. Es muy tentador pero simultáneamente vacuo sentenciar con pomposo convencimiento que el mundo es un muladar ético y político. Es muy arduo y laborioso estudiar y urdir qué estrategias sentimentales, cognitivas, sociales, artísticas, deliberativas, políticas, podríamos llevar a cabo para que lo fuera en menor grado. Conviene recordar que en el paisaje de la deliberación no hay nada clausurado. El ser humano es una invención en perpetua construcción, una categoría ética en un sempiterno presente continuo, en ese inacabamiento que escruta Marina Garcés en Filosofía inacabada. Postular esta tesis no es buenismo. Es asumir una penetrante responsabilidad. Es conocer la realidad, pero tratar de mejorarla imaginando posibilidades.

Las mediaciones del lenguaje nos constituyen y crean el mundo. El buenismo es una expresión lingüística, pero también un alineamiento ideológico. El buenismo y su inseparable socarronería designan que quien bendice con adjetivos encomiásticos el mundo de los afectos y los cuidados del cuerpo y la dignidad es un ser ingenuo e inocente, porque la lógica del mundo precisamente sufre carestía de afecto y cuidado de los cuerpos y la dignidad. Nos hallamos en el epicentro de una profecía autocumplida. Si considero que el mundo es un lugar regido por sentimientos innobles, y por tanto es temerario conducirse por sentimientos y virtudes opuestas, perpetúo aquello que cuestiono. Con el buenismo no se ridiculiza el exceso de bondad, sino la bondad misma. Esta ridiculización o su estigmatización traen adjuntadas una cosmosivisón antropológica muy negativa, de tal modo que se colige que reprimir la bondad es una ventaja evolutiva. Esta interpretación me trae a la memoria una célebre frase del gánster Al Capone que inserté en su momento en las páginas de El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza: «Se consigue más con una pistola y unas palabras bonitas que solo con unas palabras bonitas». En más de  un curso he confrontado esta pedagogía del matonismo con los participantes y tras deliberar desembocamos siempre en la misma conclusión. Esta conducta malhechora me beneficia a título individual, pero es la peor posible si todos con los que comparto la convivencia la replican. En Pequeño tratado de los grandes vicios, José Antonio Marina recuerda que Dostoievski encontró muchas dificultades de inspiración para escribir la historia de un hombre bueno, y cuando finalmente pudo completarla la tituló El idiota. Idiota sería aquel que decide deliberar y persuadir con palabras bonitas allí donde todos los demás empuñan pistolas. He aquí la paradoja. La conducta del idiota nos parece estrafalaria e improcedente, y sin embargo es con mucha diferencia la más sensata si todos la eligiéramos como procedimiento para resolver nuestras desavenencias.

No sé si las casualidades existen, pero justo cuando me enfrento a la redacción de este artículo comparten conmigo la publicación de una entrevista a Víctor Küppersun en La Vanguardia. El titular es magnético: «La inteligencia está sobrevalorada, ser amable tiene mucho más mérito». Es una afirmación a primera vista plausible, pero no es inocua. En su envés se puede releer que la amabilidad y todas las virtudes colindantes se hallan en un dominio diferente al de la inteligencia. Si se elige la inteligencia como término comparativo de la amabilidad (podría ser cualquier otra virtud), la propia construcción de la comparación segrega inevitablemente la amabilidad de la inteligencia o, al revés, la inteligencia de la amabilidad, cuando la amabilidad es pura inteligencia. Necesitamos definir qué es la inteligencia para vincularla o desvincularla del mundo de la ética y de los estados afectivos que fabrica. Si sabiduría es la inteligencia aplicada a una vida buena (haciendo caso a Marina en el breve pero luminoso La inteligencia fracasada), y la vida buena sólo es factible en las interacciones que propicia la vida en comunidad, entonces ya no es posible la bidimensionalidad que genera tantos equívocos y sinsentidos. En las páginas de Crear en la vanguardia, el propio Marina trae a colación un estudio sobre qué es ser inteligente. Se realizó a estudiantes universitarios estadounidenses y a miembros de una tribu africana. Ambos colectivos estaban de acuerdo en prácticamente todo, salvo en un aspecto capital. Los universitarios estadounidenses pensaban que una persona inteligente podía ser mala. Los de la tribu africana consideraban que eso era imposible. Los americanos tenían una idea instrumental de la inteligencia, los africanos una idea afectiva. Hete aquí la misteriosa diferencia.



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