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martes, marzo 14, 2023

«¿Debemos juzgar a la humanidad también por sus aspiraciones?»

Obra de Alan Schaller

El ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades. Aparentemente este enunciado alberga una contradicción flagrante, porque si somos humanos no podemos ser simultáneamente inhumanos. Una vez más la polisemia nos zancadillea y nos empuja a la confusión.  Somos homínidos transformados por la hominización y la humanización en entidades biológicas que llamamos humanos, y podemos ser inhumanos cuando desplegamos una determinada manera de comportarnos que hemos consensuado en nominar de este modo. Sintéticamente podemos afirmar que el ser humano es una entidad biológica que éticamente puede comportarse de manera inhumana, aunque aspira a que no sea así. Hace unos meses comentaba la anécdota de que comienzo mis clases aludiendo a este antitético juego de palabras. Nada más pisar el aula escribo en el encerado que «el ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». A las alumnas y alumnos esta frase les resulta jeroglífica e incomprensible. Basta una mera explicación para que comprendan su significado, pero también para que adviertan que habitamos en clichés, pensamientos admitidos sin la participación de la reflexión crítica y sin una serena evaluación argumentativa. Gracias a que poseemos un cerebro ingenioso y creador, el cerebro crea cultura, la cultura en su afán de sortear las dificultades y ampliar las posibilidades de lo real modifica el cerebro, y el cerebro cultural que somos valora y estratifica los comportamientos. De esta estratificación surgen los sentimientos y los valores. El ser biológico se transfigura simultáneamente en un ser ético.

La humanidad es la cualidad del animal humano por la que se muestra conmovido ante el dolor que observa en un semejante. La genética léxica de conmoverse es moverse junto al otro, y es una palabra idónea para explicar la compasión, el sentimiento que surge ante la contemplación del sufrimiento de otra persona. Si prestamos atención, veremos que la compasión es el sentimiento ubicado en el núcleo de la vida humana. Consideramos inhumana a toda persona expurgada de compasión, aquella que se muestra impertérrita ante el dolor de las personas prójimas. Llamamos desaprensiva a la persona que no le provoca ningún tipo de aprensión lo que sus actos provoquen directa o indirectamente en la vida de los demás. Calificamos como desalmada a la persona que con su gélida indiferencia no se inmuta ante una injusticia, una tropelía, o la emergencia de la desgracia ajena. Entonces decimos de esa persona que no tiene alma, lo que nos descorazona, es decir, perdemos el corazón cuando se comportan con nosotros o con nuestros semejantes como si no tuvieran ese corazón que decora la posesión de sentimientos buenos. Todo lo que acabo de escribir pertenece al mundo aspiracional del ser humano. Forma parte del catálogo de cómo le gustaría ser al ser que es el ser humano.

En el artículo de la semana pasada cite a la periodista y escritora Ece Temelkuran. Ha publicado en Anagrama un ensayo titulado Juntos. Un manifiesto contra el mundo sin corazón. Lo estoy leyendo estos días. En uno de sus textos lanza una jugosa interpelación: «¿Debemos juzgar a la humanidad solo por sus logros y fracasos materiales? ¿O sería más justo incluir también sus aspiraciones?». El optimismo antropológico tiene en cuenta aquello a lo que aspiramos, un horizonte que nos gustaría alcanzar porque admitimos que nuestra condición de especie no prefijada nos permite autoconfigurarmos según nuestros propósitos éticos. El pesimismo antropológico solo se fija en las inhumanidades, y escamotea de sus análisis toda la belleza del mundo, tanto la que comparece en el día a día como la que podría advenir si construimos circunstancias amables basadas en nuestros deseos de vidas dignas. Desgraciadamente tiene más peso esta segunda concepción en nuestras cosmovisiones. Poseemos vista de lince para detectar los comportamientos censurables, los yerros y las sombras, las llamaradas del mal, pero padecemos una severa miopía para advertir cómo la bondad y la gratitud se despliegan silenciosas por los resquicios de la vida compartida para hacer de la convivencia un lugar de una modesta apacibilidad. Por todas partes bulle una humanidad que solemos minusvalorar e invisibilizar porque ningún mass media la considera noticiable. Amplificamos con furor informativo lo inhumano y tendemos a susurrar o directamente silenciar la aportación constructiva de lo humano. Esta ocultación supone una recesión ética mayúscula, porque su visualización en la plaza pública supondría aprendizaje, mímesis y enriquecimiento de ese ser humano que aspiramos a ser. No es que no haya que precaverse de lo inhumano informando de su existencia, sino mostrar más a menudo las posibilidades humanas para aproximarnos a ellas.

 
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martes, julio 05, 2022

La amabilidad, una forma de allanar la convivencia

Obra de Anita Klein

Resulta muy delator comprobar cómo en castellano existe el término maltrato, pero no «bientrato». Si el lenguaje compendia con envidiable laconismo la experiencia humana y se erige en la solidificación semántica de lo aprendido, el hecho de que no haya un vocablo que determine el buen trato testifica la dificultad de la convivencia, lo complicado que resulta entablar interacciones cuidadosas y diligentes. En un mundo de expansionismo tecnológico, urge recordar que la tecnificación aporta bienestar material, pero los grandes problemas humanos vinculan en última instancia con cómo nos tratamos las personas en la inevitabilidad de la convivencia. De poco sirve exacerbar la invención de instrumentos, si no somos capaces de reconfigurar los fines y colocar en su cúspide el respeto a la persona y los deberes a los que nos obliga este propósito. Vivimos un tiempo en que el trato se ha vuelto árido y hostil bajo la excusa de las prisas, la burocracia, la mediación de la inteligencia artificial, o el interés personal. Es frecuente confundir la franqueza con la acritud, la tosquedad con la sinceridad, la firmeza con la humillación. Es una confusión que debilita los vínculos, porque se puede ser muy franco, muy sincero y muy firme, y hacerlo con suavidad, respeto y ternura. 

La amabilidad escasea en la esfera media, en ese lugar ajeno a los lazos de parentesco, a las relaciones íntimas y al círculo empático. Creemos que el espacio compartido es una superficie de fricción donde el más mínimo roce elimina lo solícito y encona, pero son las formas de ver a la persona prójima las que determinan nuestra forma de tratarla. Si la vemos como una cosa, nos vandalizamos y la cosificamos. Si la vemos como una amenaza, se eleva nuestra presión sanguínea y nos relacionamos agresivamente (el miedo abre la agresividad, como relata Eibl-Eibesfeldt). Si es un medio para los propios fines, nos insensibilizamos y la instrumentalizamos. Si es alguien a quien no vemos, nos barbarizamos y la deshumanizamos. Si la consideramos un fin en sí misma, la respetamos y le otorgamos el mismo valor positivo que nos gustaría que recibiera la nuestra. Si la vemos como un entramado afectivo y biográfico equivalente, la tratamos con cordialidad, es decir, siguiendo las cualidades del corazón, ese lugar del cuerpo en el que el pensamiento simbólico ha depositado todas las virtudes que poseemos los seres humanos.

Pavimentar las relaciones para que la convivencia sea un lugar agradable es una aspiración sempiterna en el proceso de humanización. Cioran escribió que nadie puede conservar su soledad si no sabe hacerse odioso. Es fácil argüir que nadie puede mantener círculos de convivencia si no sabe ser amable. En el nuevo libro La belleza del comportamiento me refiero a ella en las páginas finales: «la amabilidad es el modo en el que nos sentimos concernidos por nuestros congéneres para que la dulzura de nuestros actos haga su vida más grata». Es una actitud acogedora y vinculante que propende a que emerjan los sentimientos de apertura al otro, lo que corrobora el adagio de Máximo Gorki cuando sentencia que una persona alegre es siempre amable. El diccionario de la Real Academia sanciona que amable es quien «se comporta con agrado, educación y afecto hacia los demás». La palabra tiene su genética léxica del latín amabilis, y significa «digno de ser amado». Sus componentes son amare (amar), más el sufijo -ble,  que indica posibilidad. En uno de sus últimos artículos la tierna prosa de Irene Vallejo señala que la amabilidad es la habilidad de hacerse amar.  Es el significado exacto de la palabra amable, la persona que merece ser amada, y merece ser amada porque facilita una buena convivencia, lima aristas donde sería muy fácil afilarlas, allana aquellos espacios proclives a convertirse en pedregosos y escarpados.


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