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martes, noviembre 16, 2021

«Ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia»

Obra de James Coates

Este próximo jueves 18 es el Día de la Filosofía. En 2005 se instituyó esta celebración y se ubicó en el tercer jueves de cada noviembre. La UNESCO lo propuso porque «la filosofía proporciona las bases conceptuales de los principios y valores de los que depende la paz mundial: la democracia, los Derechos Humanos, la justicia y la igualdad». Efectivamente la filosofía convierte los conceptos y las ideas en instrumentos para inteligir el mundo, pero sobre todo para crearlo y transformarlo. Esta proeza se logra gracias a que los seres humanos podemos pensar, poner en relación el cúmulo de experiencias que se amontonan en el entrecruzamiento social, adoptar distancia crítica, elegir posicionamiento, tomar la agencia y la valoración, aprender a mirar y a lexicalizar lo mirado, rechazar análisis binarios y comprender la intrincada complejidad humana, hacer buenas preguntas sabiendo que una buena pregunta inspira una buena respuesta que traerá adosada otra pregunta, optar por qué afectos sería bueno sentir ante la inevitabilidad de la afectación de las cosas, articular los deseos hasta lograr que permee en nosotros esa alegría en la que lo que nos conviene coincide con los que nos apetece, escarbar en nuestra humanidad y en la necesidad de interdependencia para poder fungirla, reafirmar la vida tomando conciencia de nuestra caducidad y mortalidad. Blaise Pascal aseveró en uno de sus tajantes adagios que «el ser humano es una caña, pero es una caña pensante». Este aforismo posee un corolario que es primordial para comprender esta idea y por extensión la larga lista que he escrito antes: «Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento»

Recuerdo una conferencia de Josep Maria Esquirol en la que el autor del emocionante Humano, más humano afirmó que la filosofía es el sustantivo del verbo pensar. Pensar bien es suspender momentáneamente el mundo para deliberarlo y volver a él con mejores artesanías conceptuales y afectivas. Se podría conceptuar la filosofía como la actividad con la que, provistos de buenas herramientas conceptuales y un buen conocimiento de la historia de las ideas, pensamos la vida mientras la vivimos para vivirla bien. La filosofía es la amistad por el sentir y el comprender mejor para así vivir mejor. Justo ayer por la tarde escuchaba una entrevista a Marina Garcés en la que comentaba que la educación debería ayudarnos a aprender a vivir con otros, a pensar unas con otras, pero no a un pensar banal o anodino, sino a pensar el acontecimiento de existir. Como, siguiendo a Adela Cortina en La moral del camaleón, «es imposible convertirse en persona fuera del seno de una comunidad», a mí me gusta resaltar que cuando en sus orígenes la filosofía empezó a interrogarse sobre cómo vivir juntos, los que se interpelaban ya vivían juntos. Lo que implícitamente mostraba esa interrogación era la pregunta de cómo vivir juntos mejor, cómo tratarse como irrevocables existencias al unísono que eran.

La actual oferta curricular del sistema educativo ha puesto todo su tecnificado empeño en que sepamos hacer cosas para una vida reducida a pura empleabilidad, y simultáneamente ha ido guillotinando la posibilidad de preguntarnos «para qué». Estoy seguro de que en estos días escucharemos este lamento, ahora hipertrofiado porque se está barajando la opción de eliminar del horario lectivo materias vinculadas con el pensar fuera de la técnica, lo cuantificable y la motivación pecuniaria. Para qué vivir y cómo convivir son dos preguntas que cada vez albergan menos centralidad en la agenda educativa. De ahí que la filosofía como asignatura cada vez esté más orillada hacia la nada. Si reducimos el sentido de la vida humana a vida laboralizada dictada por el mercado y la economía, miniaturizamos aterradoramente la existencia con la que nos encontramos cuando nos nacieron. No hemos venido a este mundo para obtener ingresos a través de un empleo, sino para hacer muchas más cosas que sin embargo la condición cronófaga del trabajo y la obsesa obtención de dividendos van eliminando de nuestras vidas y de nuestros imaginarios. 

Tengo un amigo profesor de Filosofía que en la primera clase del curso pregunta a las alumnas y alumnos qué es un ser humano. El encogimiento de hombros es la respuesta unánime. Cuando el destino me pone a compartir clases de Filosofía lo primero que hago nada más pisar el aula es escribir en el encerado en letras muy grandes que «el ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». Nuestra dignidad descansa en la capacidad de elección, en que podemos decidir como individuos y como especie cómo queremos comportarnos y qué hacer con nuestra vida. La entidad biológica que somos decide qué entidad ética le gustaría ser. A responder a estas preguntas radicales se dedica el pensar, el verbo en el que se sustantiva la filosofía. Kant lo resumió muy bien cuando exhortaba a «ten la valentía de servirte de tu propia inteligencia», es decir, pertréchate de buenas herramientas epistémicas y sentimentales para que de entre todas las opciones que la vida te presenta elijas las más propicias para dirigir tu comportamiento hacia un existir mejor. No creo que haya ningún otro propósito más noble. Buen próximo día de la Filosofía a todas y todos.

 

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martes, marzo 10, 2020

La alegría es más fiable que la felicidad



Obra de Silvio Porzionato
Ayer pronuncié la conferencia La invención de los sentimientos buenos. Los sentimientos son sistemas de evaluación de todo lo que nos afecta (somos seres con la capacidad de la afectabilidad) y en función del resultado de ese proceso informativo y evaluativo se generan los diferentes afectos y las distintas predisposiciones comportamentales. Los sentimientos responden a la incesante pregunta de cómo nos van las cosas, si la habitualmente esquiva y huraña realidad concede derecho de admisión o no a nuestros deseos y a nuestros proyectos. Los sentimientos son el resultado del ejercicio de la cognición operando sobre la afectabilidad, y cuando una emoción es pasada por el tamiz cognitivo se convierte en sentimiento, o, según la terminología de Antonio Damasio, en una emoción secundaria. Muchos sentimientos se nutren de emociones, pero hay otros que no. Los sentimientos autorreferenciales o los sentimientos sociales o los preventivos se componen en muchas ocasiones al margen del concurso de los dispositivos emocionales insertos en nuestro aparataje límbico, o con muy poca participación de su parte. En su descomunal Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino señala que los sentimientos organizan axiológicamente la realidad del sujeto. La esfera sentimental por lo tanto nos adentra en el orbe ético, y la ética, como reflexión sobre cómo me comporto conmigo y con los demás, ordena nuestra esfera sentimental en una especie de bucle que va refinando nuestra instalación en el mundo de la vida compartida. Este es el motivo de que rara vez hable de inteligencia emocional, porque las emociones no están mediadas por la valoración ética. Por eso en mis paseos nómadas por la oralidad cito tan a menudo al gato que llevo educando los últimos años. El gato posee como mínimo la misma inteligencia emocional que cualquiera de nosotros, pero a diferencia de nosotros no posee un proyecto ético con el que evaluar su vida para convertirla en vida sentimental. El círculo virtuoso al que nos lleva esta simbiosis de lo desiderativo, lo deliberativo, lo ético y lo afectivo es que hay que pensar bien para elegir bien, elegir bien para sentir bien, sentir bien para desear bien, desear bien para vivir bien, vivir bien para convivir bien, y convivir bien para pensar bien, así en una circularidad siempre en tránsito. ¿Y para qué quiere el animal humano pensar y convivir bien? La respuesta teorética es sencilla. Para que cada uno de nosotros disponga de la posibilidad de elegir aquello que le haga vivir con alegría. 

Al exponer ayer este postulado como punto final, advertí con agrado que en ningún momento de mi intervención había utilizado la palabra felicidad. Constatarlo me hizo sonreír. En el turno de preguntas participé a los asistentes (mayoritariamente profesoras) mi satisfacción. Les anuncié que no había verbalizado en ningún momento la palabra felicidad, y que eso me alegraba sobremanera, porque desde hace ya un tiempo me he propuesto desterrar este término de mi vocabulario. Las palabras se desgastan por su mal uso y pueden llegar a ser inútiles por su abuso. Si alguien quiere corromper el mundo empezará por corromper las palabras que denotan ese mundo. Empiezo a sospechar que la felicidad tal y como se cartografía en el mapa de los valores neoliberales no existe. Existe el constructo, el vocablo, que creo que funciona como una kantiana idea reguladora de la razón, pero no alberga existencia sentimental real. Me viene ahora a la memoria el ensayo La felicidad paradójica de Lipovetsky donde demuestra las enormes aporías en las que vivimos como seres aspirantes a la felicidad, y donde más que de felicidad habla de confort, bienestar, hedonismo, alegría. Con su apabulllante indeterminación semántica, la felicidad se ha erigido en una ideología que produce cantidades ingentes de tristeza, frustración e indignación, aunque luego esa misma ideología reprende a quien las padece afirmando que la tristeza es una deficiencia psicológica, la frustración una mala administración del deseo, la indignación una pésima gestión de la resiliencia. Se trata de una tiránica idea de la felicidad destinada a fortalecer la gigantesca industria del pensamiento positivo. Una felicidad fetichizada como opción individual vinculada al mercado que neglige cualquier aspecto social y político (justicia) como presupuesto para la emergencia de la propia felicidad. Una felicidad puramente neoliberal. Individualiza los problemas estructurales y por tanto también lleva al ámbito privado las soluciones.

En el ensayo Happycracia de Edgar Cabanas y Eva Illouz se desmantela esta ideología de la felicidad vacua que crea profusa hipocondría emocional, o happycondriacos, como afirman con brillantez léxica los autores. Afortunadamente, como le escuché a Cabanas en una interesantísima conferencia Tedx, «de esta felicidad se puede salir». Sin embargo, y una vez hecha esta crítica de la razón feliz, yo quiero vindicar a continuación la plausibilidad de la alegría, la congratulación, el júbilo, el entusiasmo, el paroxismo, la plenitud, la satisfacción, el orgullo que proporciona aquello que forma indisoluble parte de lo que brinda sentido a nuestras vidas cuando lo hacemos bien. En nuestro entramado afectivo se alojan sentimientos que nos propulsan y nos saturan de una energía que hace que no quepamos de gozo en nuestro propio cuerpo, saltemos de alegría aunque no nos movamos del sitio, nos desbordemos de puro contentos y vayamos al encuentro del otro para que recoja ese desbordamiento que siempre solicita ser compartido. Es muy fácil saber cuándo estamos alegres, pero no lo es tanto descifrar si somos o no felices.  En las páginas finales del ensayo Las palabras rotas, Luis García Montero llega a una conclusión esquemática, pero de una hondura insondable: «Necesitamos en los labios unas pocas palabras verdaderas». Añadiría que por supuesto que necesitamos esas palabras, pero sobre todo saber por qué son verdaderas. De entre esas palabras sustituiría la palabra felicidad por la de alegría. Es mucho más sencilla y menos equívoca. Mucho más fiable y menos manipulable. Mucho más transparente y menos laberíntica. Es una de esas palabras verdaderas que como animales políticos necesitaríamos colocar en los labios y sentirla en el cuerpo mucho más a menudo para decirnos a nosotros mismos que estamos conviviendo bien.


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