martes, septiembre 24, 2024

Pensar en plural

Obra de Tim Eitel

 

Creo que la humanización se inauguró el día en que alguien en vez de pensar en singular pensó en plural. Trato de imaginarme ese instante fundante, esa chispa de ideación en la que un antepasado ancestral tuvo la genialidad definitoria de incluir de improviso a otra persona ajena a la suya en deliberaciones de índole privativa. Quizá advirtió que el contenido de la deliberación era personal, pero la acción que prologaba se territorializaría en un marco coral e impactaría en la vida de otras personas. Acaso fue un paso más allá y advirtió que en la suerte de los demás se hallaba también inscrita su propia suerte, que, no sabía muy bien por qué, si se preocupaba del destino de los demás sucedía algo inercial que facilitaba que los demás se interesaran por el suyo (y que miles de años después hemos llamado reciprocación, cuyo correlato sentimental es la compasión y su forma es el cuidado). La cultura entendida como una segunda naturaleza (la segunda navegación aristotélica) se afana en regular esa primera persona del plural para que a tenor de la convivencia podamos combatir nuestras gigantescas limitaciones individuales, y una vez contrarrestadas concurra la posibilidad de poder acceder a la vida buena que es indisoluble de la vida compartida. Si este propósito se desdibuja, entonces la cultura se degrada a elemento meramente decorativo.

La aspiración humanizadora estriba en teñir de afecto la relación con los demás para tomar decisiones de índole cooperativa. En el reino de la necesidad cobijamos intereses comunes que son infinitamente más fáciles de satisfacer pergeñando estrategias de cooperación. Con la persona allegada, con quienes conforman los círculos empático y de proximidad, nos alcanzan los sentimientos de apertura, el cariño, el afecto, la ternura, la compasión, el perdón, el amor. En cambio, con las personas lejanas o con quienes no nos anudan lazos afectivos, debemos establecer otras fórmulas que puedan impregnar la interacción de algo parecido a lo que proporciona el afecto. Esta tarea es de una complejidad superlativa, porque en el planeta Tierra somos ocho mil millones de seres humanos. Y la dificultad no se detiene. Para el 2050 se estima que seremos diez mil millones de terrícolas hormigueando por el planeta azul.  

La inteligencia humana ha encontrado esa fórmula. Humanizarnos consiste en utilizarla y afinarla cada vez más. Hemos inferido que donde no llega el afecto sería bueno que nos alcanzara la conducta ética, que es precisamente la racionalización de ese afecto. Con las personas desconocidas no podemos sentir el mismo afecto que con quien nos une la cariñosa familiaridad o la conexión que emana de compartir tiempo, actividades y propósitos en la esfera más íntima, pero sí podemos comportarnos afectuosamente con ellas. Las valoramos como un equivalente en la dignidad que demandamos para nuestra persona y deberíamos comportamos con ellas en concordancia al cuidado que estimamos requiere esa titularidad. Las implicaciones de esta consideración son mayúsculas e irradian en todos los órdenes de la vida. Estamos delante de la convertibilidad del sentimiento en virtud, del nexo afectivo en nexo ético. Con la persona amiga podemos conducirnos amigablemente, pero con quien no es amiga podemos tratarla como si sí lo fuese, a pesar de no serlo. Puede no existir afecto, pero sí complicidad ética. El fin más elevado de la cultura y el civismo estriba en alcanzar esta transferencia para que en el espacio intersticial pueda brotar vida buena. O vida humana, que es uno de sus sinónimos más recurrentes.

 

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martes, septiembre 17, 2024

Elogio de los hobbies y las aficiones

Obra de Willian La Chace


Hace unas semanas asistí a los estudios de una emisora de radio como espectador privilegiado. Unos amigos conducen un programa y ese día entrevistaban a un artista que componía y tocaba todos los instrumentos con los que había grabado la música de los cuatro álbumes que conformaban su discografía, fotografiaba con criterio y pericia multitud de conciertos a los que acudía acreditado, y realizaba videoclips de sus propias canciones, pero también de propuestas ajenas que, vista la espectacularidad del resultado, cada vez le demandaban con más asiduidad. Este artista hablaba con apasionamiento de sus creaciones, con ese amor que solo le dispensamos a las tareas que conectan con lo más vívido e íntimo de nuestra persona y precisamente por ello nos abastecen de congruencia narrativa y sentido. Ante la admiración que estaba despertando en sus entrevistadores, verbalizada merecidamente con varios epítetos, esta persona comentó algo que me llamó poderosamente la atención. «Bah, todo esto que hago no tiene importancia, son solo hobbies», afirmó sin visos de aparente falsa modestia o de impostura para rebajar la intensidad de los elogios recibidos. 

En el silencio en el que me confinaba mi papel de espectador pensé en la muy injusta infravaloración de los hobbies, esas aficiones que suelen estar soboteadas por los tiempos remunerados y que solo se llevan a cabo cuando la omnipresencia laboral da su asentimiento. El empleo interfiere en la vida de las personas y, a cambio de ingresos cada vez más exiguos, ocluye el acceso a prácticas que extraen y cultivan lo mejor de sí mismas, haceres que sin embargo encapsulamos linguísticamente en palabras de depauperado valor social como afición o hobby. El  propio diccionario de la RAE minusvalora ambos términos cuando los describe como pasatiempos. Es paradójico que la Real Academia acuñe este término (pasatiempo) que informa de superficialidad o frugalidad, cuando probablemente donde más tiempo pasamos deseando que pase el tiempo lo más raudo posible es en  la esfera laboral.

Al escuchar la palabra hobby también me vino súbitamente a la cabeza una de mis palabras favoritas, diletante, es decir, quien cultiva algún campo del saber y el arte desde la afición y no desde la profesionalidad. A mí me encantan las personas diletantes porque el diletantismo está imbuido de una pasión y un entusiasmo que el empleo propende a marchitar con su violencia burocrática, sus peajes de subalternidad y el encadenamiento a tiempos de ejecución que se desentienden de la insorteable predisposición que requiere cualquier desempeño. ¿Hay algo más encomiástico que enredarnos en una tarea por pura afición, ser un diletante, hacer las cosas por amor al arte, como despectivamente señalamos a las actividades no recompensadas monetariamente? No creo que haya hipérbole alguna en aseverar que hacer algo por amor a lo que se hace es lo más elevado que se puede hacer.

En la irónica, divertida  pero a la vez agria novela El descontento, de Beatriz Serrano, un alegato contra el drenaje existencial que supone la sumisión laboral, la protagonista se mofa de una frase que le resulta ofensiva y que suele proferirse a modo de salmo para santificar el empleo y olvidarse de su condición de relación social y de pérdida de la soberanía de un abultado segmento de tiempo y por extensión de una porción bastante grande de la vida: «Encuentra un trabajo que te guste y nunca más tendrás que volver a trabajar». Este aserto tan usual en la literatura empresarial se puede objetar fácilmente. La refutación me la encuentro como cita en el capítulo Los cuerpos y los trabajos intelectuales del último ensayo de Remedios Zafra, El Informe. La cita es un diálogo.  «¿Y no preferirías un trabajo relacionado con lo que te gusta?». La respuesta es antológica. «No. Prefiero hacer lo que me gusta cuando termino el trabajo». Esta pregunta y respuesta no están extraídas de una novela o de una película escrita por guionistas brillantes. Provienen de una conversación que entabla la autora con un estudiante de instituto, que quizá ya ha experimentado cómo la pasión propende a evaporarse en contextos no electivos.

En numerosas ocasiones los hobbies se infraestiman al aplicarles análisis financieros de rentabilidad, como si el apasionamiento que proveen se pudiera cuantificar y traducir monetariamente, o si el hobby persiguiera el propósito de obtener unos ingresos que sí son inherentes al empleo. Una amiga me contaba hace unos días la delectación que su pareja y ella habían encontrado en el cultivo de un huerto. Pero adjuntada a esta alegría me confesó con un mohín de descontento lo siguiente: «Tenemos un huerto y la gente lo primero que nos pregunta es si es rentable». Cuánta elocuencia sin necesidad de dar muchas explicaciones.

 

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