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martes, septiembre 17, 2024

Elogio de los hobbies y las aficiones

Obra de Willian La Chace


Hace unas semanas asistí a los estudios de una emisora de radio como espectador privilegiado. Unos amigos conducen un programa y ese día entrevistaban a un artista que componía y tocaba todos los instrumentos con los que había grabado la música de los cuatro álbumes que conformaban su discografía, fotografiaba con criterio y pericia multitud de conciertos a los que acudía acreditado, y realizaba videoclips de sus propias canciones, pero también de propuestas ajenas que, vista la espectacularidad del resultado, cada vez le demandaban con más asiduidad. Este artista hablaba con apasionamiento de sus creaciones, con ese amor que solo le dispensamos a las tareas que conectan con lo más vívido e íntimo de nuestra persona y precisamente por ello nos abastecen de congruencia narrativa y sentido. Ante la admiración que estaba despertando en sus entrevistadores, verbalizada merecidamente con varios epítetos, esta persona comentó algo que me llamó poderosamente la atención. «Bah, todo esto que hago no tiene importancia, son solo hobbies», afirmó sin visos de aparente falsa modestia o de impostura para rebajar la intensidad de los elogios recibidos. 

En el silencio en el que me confinaba mi papel de espectador pensé en la muy injusta infravaloración de los hobbies, esas aficiones que suelen estar soboteadas por los tiempos remunerados y que solo se llevan a cabo cuando la omnipresencia laboral da su asentimiento. El empleo interfiere en la vida de las personas y, a cambio de ingresos cada vez más exiguos, ocluye el acceso a prácticas que extraen y cultivan lo mejor de sí mismas, haceres que sin embargo encapsulamos linguísticamente en palabras de depauperado valor social como afición o hobby. El  propio diccionario de la RAE minusvalora ambos términos cuando los describe como pasatiempos. Es paradójico que la Real Academia acuñe este término (pasatiempo) que informa de superficialidad o frugalidad, cuando probablemente donde más tiempo pasamos deseando que pase el tiempo lo más raudo posible es en  la esfera laboral.

Al escuchar la palabra hobby también me vino súbitamente a la cabeza una de mis palabras favoritas, diletante, es decir, quien cultiva algún campo del saber y el arte desde la afición y no desde la profesionalidad. A mí me encantan las personas diletantes porque el diletantismo está imbuido de una pasión y un entusiasmo que el empleo propende a marchitar con su violencia burocrática, sus peajes de subalternidad y el encadenamiento a tiempos de ejecución que se desentienden de la insorteable predisposición que requiere cualquier desempeño. ¿Hay algo más encomiástico que enredarnos en una tarea por pura afición, ser un diletante, hacer las cosas por amor al arte, como despectivamente señalamos a las actividades no recompensadas monetariamente? No creo que haya hipérbole alguna en aseverar que hacer algo por amor a lo que se hace es lo más elevado que se puede hacer.

En la irónica, divertida  pero a la vez agria novela El descontento, de Beatriz Serrano, un alegato contra el drenaje existencial que supone la sumisión laboral, la protagonista se mofa de una frase que le resulta ofensiva y que suele proferirse a modo de salmo para santificar el empleo y olvidarse de su condición de relación social y de pérdida de la soberanía de un abultado segmento de tiempo y por extensión de una porción bastante grande de la vida: «Encuentra un trabajo que te guste y nunca más tendrás que volver a trabajar». Este aserto tan usual en la literatura empresarial se puede objetar fácilmente. La refutación me la encuentro como cita en el capítulo Los cuerpos y los trabajos intelectuales del último ensayo de Remedios Zafra, El Informe. La cita es un diálogo.  «¿Y no preferirías un trabajo relacionado con lo que te gusta?». La respuesta es antológica. «No. Prefiero hacer lo que me gusta cuando termino el trabajo». Esta pregunta y respuesta no están extraídas de una novela o de una película escrita por guionistas brillantes. Provienen de una conversación que entabla la autora con un estudiante de instituto, que quizá ya ha experimentado cómo la pasión propende a evaporarse en contextos no electivos.

En numerosas ocasiones los hobbies se infraestiman al aplicarles análisis financieros de rentabilidad, como si el apasionamiento que proveen se pudiera cuantificar y traducir monetariamente, o si el hobby persiguiera el propósito de obtener unos ingresos que sí son inherentes al empleo. Una amiga me contaba hace unos días la delectación que su pareja y ella habían encontrado en el cultivo de un huerto. Pero adjuntada a esta alegría me confesó con un mohín de descontento lo siguiente: «Tenemos un huerto y la gente lo primero que nos pregunta es si es rentable». Cuánta elocuencia sin necesidad de dar muchas explicaciones.

 

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martes, enero 23, 2024

Vidas aplazadas

Obra de Rui Veiga

El filósofo italiano Diego Fusaro define la economía de la promesa como la retribución consistente en la vaga promesa de una futura contratación y de incluir en el currículum una nueva experiencia. Es la idea del pago simbólico abordada por Remedios Zafra en El entusiasmo. En la relación contractual (sobre todo en el desempeño de trabajos cognitivos y creativos) no se remunera con capital monetario, sino con visibilidad, prestigio, esperanza de una futura situación mejor, afecto, o con poder hacer aquello que reporta entusiasmo en tanto que fungir el propio ejercicio provee de pasión a su ejecutante. De este modo la precariedad insta a que la persona colabore con su propia explotación. En el irrenunciable ensayo Crítica de la razón precaria, Javier López Alós aporta una observación incisiva: «Podríamos definir la precariedad como la imposibilidad del no, aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Es la misma definición que podemos esgrimir para explicar en qué se asienta la violencia. Violencia es no poder decir no a una situación que sabemos injusta.  La violencia deviene en la expropiación  de la dignidad de la que toda persona es acreedora, y por lo tanto en el incumplimiento del deber de tratarla como titular de ese inalienable valor. La precariedad es una violencia estructural cuya naturalización la ha deslindado de cualquier atisbo de violencia. Como la precariezación ya no es excepción, sino norma, se ha acuñado el término precariado, un neologismo que indica la existencia de una capa social sometida a la inestabilidad y la incertidumbre laboral y que recibe ingresos exiguos o directamente no los percibe. Huelga agregar que si el empleo es precario, también lo es la existencia de quien lo desempeña.

Si la precariedad señala debilidad ante una  situación que se aprovecha de esa misma debilidad engendrando violencia estructural, «pedirle a alguien en situación de precariedad que resista, planteárselo como exigencia moral, es poco menos que sugerirle que se trate como un objeto, que opere sobre sí como si de un autómata se tratara y no hubiera ninguna causa externa o ambiental que explicara su fragilidad», observa López Alós. La economía de la promesa juega aquí un papel prioritario. Se sacrifica en el presente todo lo que sea necesario para mantener intacta la expectativa de un futuro amable que ahora se muestra indolentemente elusivo. Sobreviene así el obituario de sueños, vocaciones, lealtades, proyectos, vínculos, pasiones. Zafra denomina a estas existencias «vidas aplazadas»

Es fácil determinar qué tipo de sentimientos y qué estados afectivos despierta en las personas sabernos tratadas con una violencia que no podemos eludir, y con lo mejor de nuestras vidas arrumbado en el rincón de lo inservible. Es harto difícil hacer coexistir la indignación y el enojo en la esfera laboral precaria y la alegría y la serenidad fuera de ella. Se produce lo que Richard Sennet conceptualiza como la corrosión del carácter. Como señala Fusaro, el trabajo volátil e intermitente y por tanto precario «dificulta la creación de una identidad biográfica y laboral estable», oscurece la posibilidad de «la continuidad narrativa del trayecto existencial». Ante este hecho, en vez de permitir que la indignación y sus correlatos éticos intoxiquen la vida, las personas con vidas precarias se resignan y encaran con despolitización la realidad política asumiéndola con un  es lo que hay. Es lo que Mark Fisher denomina impotencia reflexiva, y es el gran triunfo del poscapitalismo: inhibir la imaginación política de pensar otros posibles horizontes de sentido, ocluir la posibilidad como herramienta de emancipación y transformación. El pensamiento no reflexiona sobre alternativas, sino sobre cómo acomodar la vida a una forma de existencia que atenta contra la vida. A las vidas aplazadas hay que sumar la condición de vidas fracturadas.

La propagación de problemas de salud mental en la población atestigua que el modo de existir quizá no sea el más propicio para una vida buena. En La enfermedad del aburrimiento, Josefina Velasco asevera que «todo dolor señala que algo no va bien para darnos la oportunidad de remediarlo». Nunca antes se han consumido tantos ansiolíticos, las consultas de psicología están hacinadas, las terapias proliferan por doquier, la literatura de autoayuda coloniza las librerías, el pensamiento positivo se ha adueñado de la reflexividad y la crítica, la medicalización de asuntos relacionados con malestares de genealogía social y democrática se ha disparado. Dolencias con clara fundamentación política son releídas como carencias psicológicas o desórdenes cognitivos, incapacidades personales en vez de inequidades e injusticias institucionales, inhabilidad para inscribirse en el mundo en vez de cuestionar los mecanismos opresivos implementados para la extracción de beneficio económico. Se individualizan los problemas y se exime de cualquier responsabilidad sobre ellos a la ordenación social de la producción.

Todavía recuerdo el impacto que me provocó leer la idea de blancura en la obra Desaparecer de sí de David Le Breton. La blancura es el deseo de esfumarse de la dramaturgia social cuando ser uno mismo resulta imposible o depara angustia, diluirse de un escenario cronófago e insaciable que extenúa a las personas exigiéndoles lo máximo (flexibilidad, adaptabilidad, disponibilidad, movilidad, cualificación, tiempo) a cambio de reintegrarles lo mínimo (salarios que no garantizan la supervivencia ni permiten salir de la intermitencia laboral, o pagos metafóricos en los que no se abona ninguna cantidad económica). Surgen sensibilidades que no pueden soportar lo insoportable y enferman. Otras aceptan lo inaceptable, capitulan ante realidades que laceran y les canibalizan la vida, o albergan la promesa de salir de allí en un lapso de tiempo que no cejan de diferir, y enferman también de frustración y alienación. No se pueden ni se deben vivir vidas que cercenan la vida, vidas desarraigadas de la propia vida. Son vidas en las que no hay futuro (vidas sin poder esbozar los más mínimos planes de vida, sin seguridad ni predictibilidad), sino un presente continuo en el que se va postergando todo aquello que  motiva y apasiona pensando que algún día se podrá cristalizar. La promesa de un cambio meliorativo continúa floreciente mientras la vida se marchita en estructuras sociales y económicas ajenas por completo al arbitrio  de la persona que las padece, a quien sin embargo se le recalca que será su esfuerzo y su voluntad quienes le faculten o no ese ansiado cambio. La promesa como artefacto sentimental interpreta un papel prevalente en este drama social. Cronifica la estructura y responsabiliza de su suerte a quien no sale de ella, a quien prosigue con una vida aplazada de la que probablemente nunca podrá librarse.

  
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