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Abrazo pleno, de Guzk |
En mis clases suelo hacer un juego en el que compruebo atónito
cómo a las personas se nos ha olvidado nuestra condición de seres coralmente diseñados con una vida para convivirla. La atomización social y la competencia estimulada por el mercado nos han lobotomizado el recuerdo de que
los seres humanos somos frágiles, vulnerables, codependientes. La lógica del mercado y su cálculo
racional invitan a actuar bajo el ánimo de lucro y la progresiva
maximización del beneficio. Como el genoma mercantil aspira a
incrementar paulatinamente los márgenes, la optimización monetaria de mañana ha de ser mayor que la
de hoy,
en un crecimiento que no conoce reposo. Este beneficio obliga a
mercantilizarlo todo para que los márgenes crezcan sobre los márgenes
anteriores y satisfagan las expectativas casi ludópatas de las
corporaciones. De este modo la ortodoxia económica ha necesitado
colonizar toda la realidad y nuestro imaginario sobre ella inoculando
la idea de la competición por los recursos y la consiguiente
subsistencia. Solemos confundirnos mucho al hablar de la dimensión
competitiva, pero consiste llanamente en satisfacer el interés propio
minusvalorando el interés de nuestros competidores. Si resuelvo mi
interés es a costa de que los demás candidatos no resuelvan el suyo. Esta tensión de suma cero,
que puede resultar hasta divertida en campos como el deporte o los
juegos de los niños, se convierte en brutal desesperación cuando se
compite por recursos básicos para la subsistencia material.
Victoria Camps en
El gobierno de las emociones aclara que «confundimos individualismo con autosuficiencia, cuando en realidad no somos en absoluto autosuficientes». Sin los demás
somos seres inconclusos, rehenes de la incompletitud, no podemos alcanzar unilateralmente la mayoría de nuestros propósitos. La indigencia como metáfora de lo que somos se la leí hace tiempo a Emilio Lledó: «somos seres indigentes: necesitamos de lo otro y de los otros». Esta menesterosidad la padecemos todos todos los días y cuando se siente y se sentimentaliza en la conducta se convierte en la puerta de acceso a la ética y a la sociabilidad. Cada vez
que vivimos una experiencia grata la compartimos inmediatamente con las personas que nos quieren y queremos, y si no podemos comunicarla en ese momento sentimos la punzada de una carencia. Cada vez que
nos mineraliza la tristeza necesitamos el alivio de una conversación amiga. Cada vez que la soledad nos susurra que estamos mal acompañados intentamos rápidamente dejar de estar solos. Las
tecnologías digitales se han consolidado en la modernidad líquida porque permiten que el hombre como animal político que es pueda colmar esa pulsión y vincularse al instante con sus congéneres aunque estén en el lugar más recóndito del planeta. Hobbes decía que no podemos ser felices sin los demás. A mí me encanta
repetir que lo que más nos gusta a las personas es
estar con otras personas. Todas las encuestas sobre hábitos de ocio lo refrendan, lo que ayuda a inferir por qué el castigo más severo que se le podía infligir a un individuo en las sociedades arcaicas era la expulsión de la tribu.
Toda esta interdependencia es incompatible con la
competencia que airea el utilitarismo económico para la obtención de recursos elementales para una vida humana. En su tremendo ensayo
Sociofobia, el profesor César Rendueles fotografía muy bien el núcleo de nuestros lazos comunitarios: «Nuestra vida es
inconcebible sin el compromiso con los cuidados mutuos. Cuidar los unos de los
otros forma parte de lo más íntimo de nuestra naturaleza». Este cuidado delata
nuestra humanidad, nuestra precariedad, nuestra fragilidad. Cuidar al otro no
es exclusivamente atenderlo cuando está enfermo, cuando uno advierte que merma
su autosuficiencia, cuando su vulnerabilidad abandona el plano teórico e inopinadamente se muestra real y descarnada. No, no es solo eso. Necesitamos el cuidado de los demás no solo para que
remita nuestra vulnerabilidad cuando aparece encarnada en una avería del cuerpo
o en un contratiempo en el flujo de los acontecimientos, sino para posibilitar
nuestro propio florecer en el enorme paréntesis en el que ni ocurren
enfermedades ni la vida se presenta especialmente malograda. La naturaleza nos
ha hecho tan insuficientes que hemos creado la cultura como nuestra segunda naturaleza para combatir nuestras
debilidades biológicas, y una vez atemperadas hemos inventado gracias a ella un marco
comunitario de valores para evitar el aislamiento y el desamparo afectivo que nos desintegraría como
personas. Cuidar al otro es incidir en este marco, hacerle poseedor de los Derechos Humanos, prestarle atención, expresarle afecto, recepcionar su
cariño y devolvérselo, establecer marcos de equidad, compartir, hablar, hacer, reír, llorar, jugar, degustarse,
mejorarse, ampliarse, compadecerse, ayudarse, solidarizarse, respetarse, considerarse, reconocerse, dignificarse. Nada que ver con las pulsiones invasoras
del mercado de optimizar el lucro por encima de cualquier otra cosa, incluidas las
más nucleares. Franco Battiato incorporó a su repertorio musical una
preciosa canción titulada en español precisamente
El cuidado. Fue la canción
del año en Italia en 1996. En italiano se tituló
La cura. Curarnos los unos a
los otros es lo que nos gustaría que fuese lo más radicalmente humano.
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