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martes, julio 25, 2023

¿Las humanidades nos humanizan?

Obra de Solly Smook

Una pregunta recurrente en el ámbito de la cultura estriba en si las humanidades nos humanizan, o no. Las humanidades pertenecen al ámbito de los saberes no instrumentales y por lo tanto, en un mundo que enseñorea lo útil, privilegia la rentabilidad monetaria y desaira lo que no cosecha un transparente beneficio económico, son vistas bajo la sospecha y el descrédito de lo inoperante. Quizá las humanidades no nos humanizan, aunque favorecen la dilucidación en torno a qué nos gustaría considerar comportamiento humano, y qué herramientas cognitivas y afectivas podemos poner a nuestra disposición para aproximarnos a ese estandarte. Ocurre lo mismo con la lectura. Se martillea en la conversación pública que leer nos hace mejores, pero no es así. Nos hace mejores el hábito de las acciones virtuosas, aunque conviene no omitir que pensar la virtud crea condiciones de posibilidad para su práctica. Martha Nussbaum sostiene que la cultura proporciona pautas de comportamiento, marcos de interpretación y modelos de vida. En su libro Sin ánimo de lucro defiende estas dimensiones no monetarias de las humanidades, sin embargo, el propio título coloca en una posición central la magnitud comparativa del lucro. El recientemente fallecido Nuccio Ordine postulaba que las humanidades son inutilidades muy útiles porque gracias a ellas nos pensamos y nos constituimos. Ordine mimetiza a Nussbaum al subordinar su evaluación al criterio de utilidad. Las humanidades son el relato que la humanidad ha hecho de sí misma, así que acceder a constatar qué nos decimos, cómo nos relatamos y cuáles son nuestras aspiraciones facilita la labor deliberativa acerca de qué esperamos de la vida humana, de lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo inconveniente, lo admirable y lo reprensible.

En Como el aire que respiramos, el profesor Antonio Monegal sostiene que cada vez que problematizamos en torno a la cultura erramos en la formulación de la pregunta. En vez de preguntar para qué sirve la cultura, la interrogación más pertinente debería orbitar sobre qué hace la cultura con las personas. «Preguntarse qué hace la cultura es desplazar el debate desde el cuestionamiento del valor hacia la determinación de sentido». Al proveernos de interrogantes novedosos la pregunta sobre la cultura prescinde del escrutinio propio de la racionalidad neoliberal (que relee cualquier orden humano en términos de coste y beneficio económico) y la eleva a condición connatural del hecho de existir. El título del libro nace de esta atestiguada certeza, porque compara la cultura con el aire que nos confiere poder estar vivos. «La cultura es un vasto repertorio de modelos para dar sentido y organizar la vida. La cultura es un bien común». Páginas más adelante el autor vuelve a hacer hincapié  en este aspecto, solo que de manera más expeditiva: «la cultura no es un lujo, es un recurso vital»

Podemos establecer un nuevo paralelismo con la lectura. ¿Se puede cuantificar monetariamente el valor de la lectura en una persona que lee asidua y atentamente? ¿Qué marcadores fiables podemos dilucidar para ratificar y matematizar ese valor? Hay prácticas que no dan réditos monetarios y sin embargo las llevamos a cabo porque su valoración está fuera de la esfera del mercado. El capital humano de cualquier humano es su valor de uso en el mercado laboral, pero cualquier humano es una subjetividad infinitamente más amplia que su capital humano. En ocasiones aprender a elegir las preguntas es mucho más medular que encontrar las respuestas. Las denostadas humanidades son fabulosas para este cometido que ensancha la imaginación y afila la potencia de vida. Como postula Marina Garcés en Escuela de aprendices, «educar es una práctica de la hospitalidad que tiene como misión acoger la existencia desde la necesidad de tener que imaginarla». Las humanidades en cualquiera de sus formatos abastecen de estructura a las personas. Son proveedoras de cuestionamiento imaginativo y criterio crítico de sentido. Ayudan a pensarnos para sentir y comprender mejor, que, una vez satisfechas las necesidades basales de bienestar, son la única forma posible de vivir también mejor.

Aquí concluye la novena temporada de este espacio en el que semanalmente deposito deliberación sobre las interacciones humanas. Sin ser muy consciente de ello participo con mis creaciones de la ampliación del acervo de las humanidades. La labor más sustancial de la escritura es con mucha diferencia la de intentar que la palabra diga lo que hasta ese instante no sabíamos que se podía decir. El ingenioso Juan José Millás refrenda esta idea: «Escribir consiste en llegar a un acuerdo entre lo que quieren decir las palabras y lo que quieres decir tú». Una vez atenuadas las divergencias, luego la persona lectora participa de este pacto. De este modo, leer es confrontarse con el horizonte de lo posible que aporta una mirada prójima para ampliar lo real en la vida propia. En el ya lejano mes de septiembre del año pasado escribí estas palabras inaugurales: «Como el lenguaje es un productor de afectividad a través de las palabras que escogemos para pronunciarnos ante nuestra persona y la de los demás, espero que en esta novena temporada las palabras elegidas sirvan para crear condiciones que hagan de nuestro derredor un sitio más amable y más digno». Casi un año y unos cincuenta artículos después ojalá me haya aproximado algo a estas pretensiones iniciales. La persona que lo desee que se sienta invitada para encontrarnos en la décima temporada (que comenzará a mediados del próximo mes de septiembre). En el entretanto, que estos días de vida más relajada sirvan para conectar con el ser que estamos siendo en relación con otros seres que también están siendo, una actividad eminentemente cultural y específicamente humanista, y tan necesaria como respirar. Un fuerte abrazo.

 

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martes, junio 27, 2023

La poca ayuda de la literatura de autoayuda

Obra de Marcos Beccari

Afortunadamente llevamos un tiempo en que el pensamiento positivo y la literatura de autoayuda son lugares elegidos para la indagación crítica y la expresión del disentimiento ilustrado. En el muy recomendable ensayo, nacido de su tesis doctoral, El murmullo, la escritora Belén Gopegui disecciona con su habitual mirada incisiva e inconforme esta literatura que copa las listas de los libros más vendidos: «La narración de autoayuda tenderá a poner por delante las intervenciones en el modo en que los sujetos interpretan la realidad y no en el modo en que los sujetos interaccionan con esa misma realidad». El primer gran presupuesto de la autoayuda es despolitizar la vida humana, que es humana precisamente porque es compartida, esto es, política. Desdice a Aristóteles y su célebre «el ser humano es un animal político por naturaleza, y quien crea no serlo es un dios o un idiota», o a Platón cuando asevera que «el ser humano vive en la ciudad porque no se basta a sí mismo». Esta indicativa despolitización en los catecismos de la autoayuda no es rareza cuando los políticos electos utilizan el verbo politizar con una honda connotación negativa. «No hay que politizar este asunto», esgrimen con frecuencia, como si al politizarlo lo degradaran a irresoluble, o lo enfangaran de tal modo que fuera imposible la comparecencia educada del diálogo. Entristece que los políticos alberguen un concepto tan desolador de su oficio. La política es el arte de armonizar los disensos con buenas ocurrencias argumentativas que luego se trasladan a la acción en la que se despliega la convivencia. Como bien indica su nombre, la literatura de autoayuda desatiende por completo el paisaje de lo común. Su único espacio de intervención es un yo insular. Un yo sin yoes por ningún lado. La autoayuda es antipolítica.

En la autoayuda un yo atomizado se enfrenta al sufrimiento que le provocan las circunstancias anexadas al acontecimiento de existir. No le atañe construir circunstancias que faciliten vivir mejor la vida, sino aceptar esas circunstancias aunque supuren iniquidad. En ocasiones se cita a los estoicos como ejemplo a seguir para albergar una conformidad que haga más llevadera la existencia. Sin embargo, la avenencia estoica no se refería a encajar acríticamente lo inicuo, sino a aceptar el advenimiento de lo irreversible. Admitir que nos vamos a morir y desde esa certeza reasignar prioridades vitales es inteligente. Aceptar sin más una injusticia es cobardía y sumisión. Solemos confundir hechos de la naturaleza (muerte, enfermedad, catástrofes, aleatoriedad) con hechos de naturaleza política. En el lenguaje coloquial existe la expresión «la vida es así», que suele pronunciarse para resignarse sumisamente a lo establecido. Pero en muchas ocasiones la vida no es así. Es así el modo en que se ha decidido articular la convivencia para generar subordinación y naturalizar una explotación que produce los malestares y  el dolor que luego la autoayuda intenta neutralizar.

El filósofo Carlos Javier González Serrano escribe que «uno de los peligros de la autoayuda es que elude la lucha política. Al centrarse solo en el bienestar individual, se olvida de la búsqueda de justicia social. El pensamiento positivo es perverso cuando, en vez de crear reflexión y resistencia, invita a soportar cualquier situación.  El voluntarismo mágico de la autoayuda (“todo depende de ti”) fomenta el deterioro del tejido social y nos aísla y culpabiliza». La quintaesencia del neoliberalismo sentimental es que se ciñe al corazón de la persona que padece los embates de la realidad social, pero esa realidad es excluida de la deliberación y el disentimiento, y por tanto de cualquier susceptibilidad de introducir cambios en ella. Se despolitiza. De hecho, propende a convertir los problemas sociales en incapacidades psicológicas personales. Justo estos días me encuentro con la prosa amable de Irene Vallejo que susurra algo parecido cuando habla de la obra de Gopegui y las consecuencias del exceso de preocupación de un yo insularizado y sin sensibilidad política que puede tropezar en el narcisismo o en una hipocondría emocional que le haga columbrar adversarios por doquier: «Sin humildad el yo ocupa todo el espacio disponible y solo ve al prójimo como objeto o como enemigo.  Como escribió C. S. Lewis, no es humilde quien piensa de sí mismo que es poca cosa, sino quien piensa poco en sí mismo». La autoayuda invita a tomar la dirección opuesta. Exhorta a no dejar de pensar en uno mismo liberado de sentimientos de apertura al otro porque en su narrativa no hay espacio para pensar las interdependencias con el otro. Privatiza el sufrimiento de clara procedencia social. Carlos Javier González Serrano da en el clavo cuando diferencia entre filosofía y autoayuda, cuyas fronteras tienden a desdibujarse para otorgar respetabilidad a la autoayuda: «La autoayuda enseña a soportar, la filosofía pregunta qué soportamos y por qué».

 

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martes, abril 25, 2023

Dinero, tiempo y tranquilidad

Obra de Jeffrey T. Larson

He escrito varias veces sobre la aspiración humana a una vida tranquila, a una existencia en la que los remansos de paz sean lo frecuente en vez de la concatenación de frenetismos cotidianos que nos centrifugan y nos alienan. La tranquilidad rara vez se cita entre las pretensiones más nucleares del ser humano, pero basta con que se quiebre para añorar su balsámico retorno. Los factores higiénicos operan de este modo en nuestro poco inteligente cerebro: se revalorizan con su ausencia, se minusvaloran o directamente se negligen con su presencia. Precisamente una de las muchas labores que desempeña el pensamiento es la de no tener que llegar al triste extremo de perder las cosas para comenzar a apreciarlas. Frente a la autarquía que pregona la literatura de autoayuda, en mis apologías de la tranquilidad he intentado explicar que la tranquilidad personal necesita indefectiblemente contextos de tranquilidad colectiva. Como sujetos políticos nos atañe decidir cómo queremos que sea la vida en común, y en esa decisión un criterio evaluativo a tener muy en cuenta sería la tranquilidad de todas y todos. En muchas ocasiones subestimamos la irradiación del medioambiente social en el que nuestras decisiones coagulan y se hacen acciones. La autoayuda y el pensamiento positivo colaboran con denodada insistencia a este preocupante olvido. 

La tranquilidad debería ser una aspiración política de mínimos para que luego cada quien se decante por sus máximos. Ha de ser personal y a la vez colectiva, pertenecer a la esfera privada y simultáneamente al paisaje social. Por muy privativa que sea, los contextos condicionan sobremanera cómo será nuestra vida al elicitar unos sentimientos en menoscabo de otros. Hay contextos que facilitan la concurrencia de afectos tristes en la vida de las personas: odio, resentimiento, envidia, narcisismo, abatimiento, insatisfacción, melancolía, decepción, autodesprecio, soberbia, miedo. Pero también los hay que fomentan la comparecencia de afectos alegres como la propia alegría, la admiración, el cuidado, la compasión, la amistad, la atención, la confianza, el respeto, el entusiasmo, la consideración. Cualquier persona se comporta mejor en entornos tranquilos que en entornos lesivos. Nuestro comportamiento es subsidiario de los contextos en los que se inserta nuestra existencia. Contextos amables nos vuelven amables, contextos precarios nos vuelven miedosos e iracundos. Por desgracia el mundo cada vez es más ansiógeno, más celérico, más aturdido, menos proclive a sembrar posibilidades de vida serena y tranquila. Byung-Chul Han ha publicado Vida contemplativa, elogio de la inactividad. En su primera página podemos leer: «Dado que solo percibimos la vida en términos de trabajo y rendimiento, interpretamos la inactividad como un déficit que ha de ser remediado cuanto antes». Unas párrafos más adelante apostilla: «Allí donde solo reina el esquema de estímulo y reacción, necesidad y satisfacción, problema y solución, propósito y acción, la vida degenera en supervivencia, en desnuda vida animal». 

Se nos olvida con frecuencia, pero lo contrario de la libertad es la necesidad. Donde impera la necesidad no hay elección, y donde no hay elección no hay despliegue de la autonomía humana, que es fuente de serenidad y satisfacción. Solo aprendemos lo que amamos, reza el título de un recomendable ensayo del neurocientífico Francisco Mora, que podemos parafrasear en Solo aprendemos lo que elegimos, porque cuando la necesidad está erradicada, lo electivo forma parte inextricable de la palpitación vital de nuestra persona. Los seres humanos vivimos agregados no solo porque así es más sencillo derrocar la necesidad, sino sobre todo porque así podemos elegir qué hacer con nuestro tiempo. Desgraciadamente en un mundo que ha inventado portentosos medios tecnológicos para empequeñecer la tiranía de la necesidad, apenas disponemos de tiempo. El neoliberalismo demoniza la tranquilidad, la conformidad, la satisfacción, lo suficiente, la inactividad, la vida reflexiva, y no contempla la posibilidad de una existencia eximida de bloques inmensos de tiempo productivo para que cada persona dedique tranquilamente su tiempo a aquello que vincule con lo más profundo de su ser. Accedemos a los tiempos de producción con la loable aspiración de aprovisionarnos de dinero, tiempo y tranquilidad, esto es, cierta estabilidad económica y psíquica, y un tracto de tiempo propio en el que poder disfrutar de ambas realidades personalizando el modo de hacerlo. En el mundo de la lógica productiva y la rentabilidad siempre insuficiente con respecto al ejercicio anterior, si se da uno de estos tres vectores (dinero, tiempo y tranquilidad), es a costa de que no se puedan cumplir los dos restantes, sea cualesquiera que sean. Es un contexto muy fértil para los afectos tristes. 


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