martes, febrero 23, 2016

Alegrarse de la alegría del otro



Obra de Keiyno White
Resulta muy esclarecedor comprobar que no existe una expresión verbal para indicar el sentimiento en el que uno hace suya la alegría del otro. He rastreado bibliografía y no he encontrado una palabra que defina esta experiencia. La compasión consiste en apropiarnos del dolor del otro y sentirlo como propio para intentar remitirlo, pero no existe la compasión de signo contrario, su correlación en los dominios del júbilo. No hay un término para explicar que nos apropiamos de la alegría del otro no para mitigarla, como ocurre con la compasión y el dolor, sino para disfrutarla, corroborarla y, si es posible, amplificarla. Uno se alegra de la alegría del otro, al margen de si su contenido trae adjuntado algún rédito personal para nosotros. (Abro un paréntesis. Cuando la alegría del otro nos entristece, entonces aflora el sentimiento de envidia. Cuando la tristeza del otro nos alegra, entonces brota el odio o el rencor, que es odio rancio. Cierro paréntesis). No tengo el menor atisbo de duda de que querer a alguien se manifiesta en su plenitud cuando te alegras con su alegría y  te entristeces con su tristeza.  Para lo segundo tenemos nombre, para lo primero no. Hablamos de «alegrarnos», que no deja de ser un término redundante y equívoco, porque también nos podemos alegrar de cosas nuestras, hecho que por ejemplo la compasión elude porque siempre señala al otro.

Max Scheler ya apuntó la dificultad lingüística para expresar «la simpatía por los otros en la alegría». Quizá el ser humano sea un poco alexitímico por una parte y abúlico por otra con la familia de los sentimientos que nos ayudan a florecer. Esto se puede constatar en lo solícitos que solemos ser cuando contemplamos la tristeza del otro y lo poco que nos moviliza su alegría.  «Si te encuentras mal, o necesitas hablar, no dudes en contar conmigo» es un latiguillo que ameniza las conversaciones de personas con nexos afectivos. Rara vez se contraargumenta:  «Y si estoy bien, ¿también puedo contar contigo?». La alegría es una emoción básica injerta en nuestra dotación genética. Se experimenta ante la satisfacción de un interés, la obtención de un bien, el logro de una meta.  Nos alegramos cuando la vida concede derecho de admisión a alguno de nuestros deseos y nos brinda la posibilidad de colmarlo. Cuanto mayor es el reto intrínseco del deseo, mayor es la alegría que nos despierta. Cuando conquistamos algo valioso para nosotros, nos alegramos y sentimos una propulsora disposición a actuar. Frente a la fuerza centrípeta de la tristeza, que nos coge de la mano y nos hace pasar hasta dentro, la alegría es centrífuga y nos saca fuera de nosotros mismos, sobre todo en esos instantes plenos en los que  «no cabemos en nosotros de gozo». La alegría nos expande, nos aligera (que no es otra cosa que hacer las cosas alegremente), nos energetiza (somos mucho más resolutivos y más eficaces), nos aboca a la creatividad (el cerebro se vuelve un castillo de fuegos artificiales de ocurrencias).

Emil Cioran afirmaba con su pesimismo crónico que frente a la solemnidad que despliega la tristeza y lo ennoblecedor de su causa, le resultaban ridículos tanto el origen como la escenografía un tanto aparatosa en la que se encarna la alegría. En esos instantes el organismo activa todos los mecanismos motores y quiere disfrutar de ese manantial de vitalidad, difundirlo, comunicárselo a alguien con el que se comparte vecindad afectiva. No hay nada que invite a ponerse a reflexionar en torno a ello. Festejar y analizar son actividades antónimas. Esta inercia biológica guarda una consecuencia cultural. Creo que es en este preciso punto donde se explica por qué alegrarnos de la alegría ajena es aún un sentimiento innominado, por qué padecemos esta carestía conceptual para referirnos pormenorizadamente a los momentos gratos. Verbalizamos profusamente el contratiempo, pero somos cicateros para bautizar a la culminación. Preferimos deleitarnos con ella en vez de pensarla y nombrarla. La alegría nos entretiene, la tristeza nos detiene. Explorar ese cruce de emoción y cognición y luego indagar en el lenguaje para entender qué está ocurriendo, nos impediría disfrutar plenamente de su presencia. En la alegría el verbo hacer solapa al verbo pensar. No es de extrañar que la alegría vicaria, la alegría que nace de contemplar la alegría del otro, no tenga nombre. Es una pena porque es uno de los indicadores más fiables del amor.



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jueves, febrero 18, 2016

Del amor eterno al contrato temporal


Obra de Edwar Hopper
En las clases suelo recordar que la negociación más singular de todas en las que alguna vez nos podamos encontrar inmersos es la que se produce en las relaciones sentimentales. El motivo de su singularidad es muy simple. Una relación sentimental es un acuerdo alcanzado de un modo bilateral,  pero que puede revocarse de forma unilateral sin conculcar nada por ello. Este hecho convierte el binomio amoroso en un lugar sobrecargado de complejidades. Hasta hace unas décadas las relaciones se establecían «hasta que la muerte nos separe». De este modo se podían sufrir cautividades horribles. Como el amor puede biodegradarse y desaparecer, podía ocurrir que el amor se esfumara de la relación sin que por ello se finiquitara la propia relación que le daba sentido. Surgían así instituciones vacías de ese sentimiento que siempre entra sin llamar y cuando se va lo hace sin despedirse. La fidelidad no vinculaba con el amor, sino con el  andamiaje civil que lo cobijaba. Recuerdo que en el ensayo La tercera mujer, su autor, el sociólogo francés Guilles Lipovetsky, comentaba que afortunadamente en el mundo contemporáneo se había volteado el secular concepto de fidelidad. Ahora el sujeto se mantiene fiel al amor. Si el amor se marchita, la relación concluye. No siempre ocurre así, pero es la prevalencia.

Marie-France Hirigoyen (autora del muy recomendable y elocuente ensayo El abuso de debilidad) confirma en Las nuevas soledades un paralelismo sorprendente. El amor ha ido perdiendo perennidad y curiosamente ha ido clonando las características de los contratos laborales. Del mismo modo que el trabajo para siempre ha menguado hasta su condición residual , la psicóloga francesa constata que el amor eterno es ahora la copia exacta de un contrato temporal. Este nuevo escenario aloja situaciones novedosas. Ante el riesgo de que una relación se dé por terminada súbitamente por una de las partes, pero el amor perviva en el corazón de la otra, las parejas realizan solo pequeñas inversiones emocionales. Se colige que si el monto destinado a la empresa sentimental es grande, los posibles costes no reembolsables también. El sesgo de la aversión a la pérdida  instaura una lógica infausta para la longevidad de la pareja. El miedo a padecer una relación transitoria depauperiza el amor y simultáneamente provoca la acumulación de las relaciones pasajeras. Al igual que sucede con el contrato temporal, el compromiso sentimental fluctúa entre lo renovable y lo revocable, y se acepta que uno puede ser despedido en cualquier momento sin necesidad de que nadie tenga que presentar alegaciones. El incremento de las delirantes rupturas comunicadas por email o por mensajes de wassap delata la fragilización del compromiso, pero por extensión la del propio amor, cada vez más ligado a una gratificación individual que a la construcción de un proyecto compartido.

La provisionalidad que revolotea alrededor de la relación la despoja de lazos profundos. La desentimentaliza. Se lee como temerario comprometerse en un curso de acción, si ese curso de acción se puede quebrantar unilateralmente en cualquier instante. Se propician así relaciones paradójicas que persiguen una cosa pero simultáneamente también la contraria. Relaciones que anhelan un compromiso sin implicaciones, afecto pero independencia afectiva, estar juntos pero separados, vínculo pero autonomía,  compartir todo el cuerpo pero sólo algunos jirones del alma. Zygmunt Bauman utilizó su feliz hallazgo lingüístico «mundo líquido» y lo versionó para aplicarlo a esta nueva realidad sentimental. El amor en el siglo de la tecnociencia, la digitalización, el espacio on line, las multipantallas, el individualismo, la competición como manera de habitar el mundo y sufrir sus efectos emocionales (desconfianza, rivalidad, pugna, miedo, interpretación de la vida como un juego de suma cero), es un «amor líquido». En la bibliografía de J. A. Marina este tipo de amor débil y fluctuante aparece bautizado como «amor mercurial». Su mecánica entraña un bucle que confabula contra el florecimiento del propio amor. Como la relación se puede romper inopinadamente, invertiré en ella lo mínimo, al invertir lo mínimo para que los posibles costes no sean muy elevados, la relación se torna así empobrecedora, lo que invita a cancelarla para acaso iniciar una nueva que resulte más sustancial, que tomaré con más cautela y desapego todavía, puesto que la experiencia preconiza que las relaciones son efímeras, y así evito padecer los sinsabores del desamor y el abandono. Bienvenidos a la profecía autocumplida. Bienvenidos a la obsolescencia programada instalada no en objetos si no en sujetos. El amor eterno que increíblemente se siguen profesando algunas parejas ahora puede durar algo más de dos meses. La eternidad cada vez es más breve.



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martes, febrero 16, 2016

El incentivo económico




Obra de Cornelius Voelker
El credo neoliberal insiste en que el incentivo económico es el único acicate que moviliza energía en las personas. Nos movemos o para la adquisición de dinero, o por el miedo a perder el que atesoramos. Este dogma se ha extendido tanto que incluso lo esgrimen en sus conversaciones aquellos que lo desmienten con sus propios actos. Al parecer los individuos somos seres cuyo repertorio de comportamientos se rige en exclusividad por la razón económica. La dogmática tesis se puede resumir en que nadie acometería un curso de acción costoso si no recolectase en él tarde o temprano beneficios monetarios. Nuestras elecciones racionales pivotan en torno a la maximización de la utilidad, que a su vez desemboca inequívocamente en un delta de significado monetarista. Es una afirmación muy atrevida y muy reduccionista. También es una visión muy empobrecedora del ser humano. Cuando me he encontrado en medio de debates en los que se hace hincapié en esta concepción crematística del mundo, siempre he preguntado a sus defensores por qué entonces ellos decidieron tener hijos, medida con la que no solo no aumentan los ingresos, sino que mengua la capacidad adquisitiva. ¿Había una exclusiva razón económica en esa elección, o había otras dimensiones desvinculadas por completo de la esfera mercantil? Más todavía. Basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar cómo la gente sale a correr, aprende idiomas, hace yoga, va a nadar, sale a pescar, practica deportes rarísimos, madruga los domingos para juntarse con el grupo de senderismo, escribe poemas, pinta cuadros, escucha o compone música, toca en grupos, inventa novelas (que no necesariamente verán la luz), juega al fútbol, pasea, se castiga en un gimnasio, escribe en blogs, organiza el mantenimiento y la limpieza de animales abandonados, frecuenta talleres creativos, escala montañas, hace bricolaje, queda con los amigos, ve películas, interpreta obras de teatro, se retira al campo, disfruta de la naturaleza, conoce ciudades, investiga por la delectación del hallazgo, hace voluntariado, ayuda y comparte su tiempo con gente que no conoce pero que necesita conectividad, participa en organizaciones no lucrativas, cuida a personas vulnerables, cultiva huertos urbanos, lee, baila, monta en bici, acude a exposiciones, participa en movimientos vecinales, medita, piensa. Toda esta panoplia de actividades no procura recompensa económica alguna. Al revés. En muchos casos hay que desembolsar cantidades pingües para poder realizar alguna de ellas, pero lo aceptamos gustosamente porque a las personas nos encanta crear, superarnos, desafiarnos, mejorarnos, transcendernos, retarnos, relacionarnos, divertirnos, relajarnos.

A pesar de toda esta miríada de acciones que abrillantan la vida y las ganas de vivirla, ciertas concepciones insisten en hipotetizar que si las personas tuvieran lo mínimo garantizado se dedicarían a haraganear.  Deducen que el ser humano tiende a la inacción y saber con antelación que su subsistencia material no corre riesgo lo convertiría en un ser irresoluto. Es un argumento  muy endeble. Tener lo mínimo no significa que no haya que trabajar, significaría que no hay que estar desesperado por no poder hacerlo.  El ser humano ha trabajado siempre (aunque su pugna por la subsistencia no se denominaba trabajo), lo que supone una novedad muy reciente en la evolución es el trabajo asalariado, recibir un salario con el que intentar sufragar recursos básicos a cambio de generar plusvalías para un tercero. Hace un siglo Bertrand Russell contemplaba maravillado los avances de la tecnología. Comprobó que se habían sofisticado tanto los procesos que se podrían rebajar las horas de trabajo sin menoscabo de seguir cubriendo las demandas básicas de los seres humanos. En su Elogio de la ociosidad calculó, como buen matemático, que trabajando todos cuatro horas al día bastaría para que la humanidad viviera muy confortablemente. Al dedicar cuatro horas a trabajar las personas podrían consagrar el resto de su tiempo a sus preferencias. La alta productividad propiciada por las máquinas permitía subvertir los tamaños del tiempo remunerado y del tiempo libre. 

Esta disponibilidad de tiempo y una mínima holgura material conquistada con el salario del trabajo facilitaba que las personas pudieran destinar más horas a su propia autorrealización, a los proyectos de genealogía propia, a estratificar su vida en función de sus valores, a satisfacer el contenido privado de su felicidad. Russell incluso veía muy claramente que esta inercia acabaría generando nuevos empleos que fueran sustituyendo a los innecesarios, puesto que las satisfacciones solicitadas por el impulso de la felicidad abrirían inéditos nichos de mercado. Los nuevos trabajos se cimentarían sobre la felicidad, y no sobre la desesperación del que para acceder a bienes sociales primarios necesita trabajar en lo que sea. Nos ahorraríamos la invención de trabajos absurdos, los horarios dementes, la manipulación social de los deseos para estimular el consumo, la producción de cosas innecesarias para mantener lo necesario (que no es el empleo, sino los ingresos del empleado), la propia divinización del trabajo como elemento identitario. El análisis de Russell era irreprochable, pero confundió por completo la teleología del trabajo. 



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