jueves, febrero 25, 2016

Los tentáculos del poder




Frontera, de Juan Genovés
Siempre que sale a colación el apasionante tema del poder me acuerdo de las palabras que Cervantes colocó en los labios de Sancho Panza. Nuestro campechano personaje estaba cuidando un rebaño de ovejas y de repente sintió una cosquilleante emoción que puede ayudarnos a explicar la deriva del mundo: «Qué hermoso es mandar, aunque sea a un hatajo de ovejas». La anatomía del poder es laberíntica y tentacular, pero sus propósitos son muy lineales. Consisten en lograr que alguien  pase de un punto A a un punto B. No hay más. Podemos por tanto definir poder como la capacidad de influir en el otro con el que interactúo, que su voluntad se oriente hacia la dirección que yo apunto. El tránsito de ese punto A al punto B trae implícitas muchas variantes. Puede ocurrir que alguien haga lo que nosotros queremos que haga, pero que esa movilización simultáneamente forme parte de su deseo. Entonces hablamos de influencia, capacidad de persuasión, magnetismo argumentativo. Si alguien hace lo que nosotros queremos que haga, pero contraviniendo su voluntad, entonces hablamos de dominación o imposición.

Hay muchos tipos de poder. En el ensayo Filosofía de la negociación yo cité unos cuantos. Podemos utilizar el poder argumentativo (acumular razones para que alguien se aliste a nuestras ideas), persuasivo (capacidad para operar en el mundo emocional de nuestro interlocutor), físico (utilizar la fuerza o amenazar con utilizarla), coercitivo (doblegar la voluntad de un tercero por el miedo a recibir un daño), afectivo (lograr concesiones para no lesionar la relación), carismático (el influjo de una personalidad con aura), normativo (el respeto a la ley o el temor a la coactividad en caso de conculcarla), el poder de información (a menor tasa de incertidumbre más posibilidades de manejar mejor el entorno, las situaciones y las personas), poder experto (la especialización en un campo disciplinar), poder económico (quien suministra la financiación se arroga la capacidad de tomar unilateralmente decisiones grupales). A pesar de esta heterogénea pluralidad de poderes, la intención de utilizar el poder señala tan solo tres direcciones. El poder como influencia, como dominación y como empoderamiento. Veamos. Hablamos de influencia cuando intentamos que sea el otro el que se persuada de que le conviene la dirección que le marcamos. La publicidad, la política, las interacciones, se dedican a la incansable producción de influencia. Utilizan los soportes de las leyes de la persuasión y los numerosos mecanismos de la argumentación. Aquí también podemos ubicar la manipulación, que ocurre cuando tratamos de influir en el otro opacando la intención última que nos mueve a ello, puesto que intuimos que desvelarla impediría que el otro se sume a nuestra propuesta. Nos encanta influir en los demás. Dos de los deseos más arraigados en nosotros son la búsqueda de cariño y reconocimiento, que cursan con nuestra necesidad congénita de vinculación social. El reconocimiento emerge cuando hacemos algo valioso para la comunidad  y es aplaudido por alguno de sus miembros. Ese aplauso delata nuestra influencia, y nos reconforta  y nos procura una grata satisfacción que sea así.

Cuando se desea obtener una obediencia no argumentada hablamos de dominación, o de imposición. Max Weber definía la dominación como la probabilidad de que una orden con un contenido específico fuera obedecida por un grupo de personas. En el poder financiero se ve muy claramente. Si el proveedor monetario abastece de dinero a un estado, se erige simultáneamente en el diseñador de sus políticas y en el centinela de su cumplimiento. La dominación puede seducir a quien la utiliza frecuentemente. Su capacidad de hipnotización puede arrastrar a su usuario a esgrimir el poder por el poder, lograr la subordinación del otro al margen de lo que se haga con ella. El poder se emancipa de su condición instrumental y se alza como un fin en sí mismo. Entramos en el territorio de la erótica del poder, el lugar habitado por los tiranos, los déspotas, los dictadores, los elegidos, los vanidosos, los arrogantes, los sátrapas, los autoritarios, los mediocres que compensan su falta de autoridad con el abuso de poder. Como el poder se tiene y se acata, pero la autoridad te la conceden y se respeta, históricamente este poder encaminado a la dominación ha sentido el impulso biológico de investirse de autoridad. La autoridad es poder legítimo, y lo detenta aquel con capacidad para administrar un sistema de premios y castigos.

Y nos queda la tercera y última dirección. Cuando la influencia se utiliza con el afán de ayudar a que un tercero convierta sus potencialidades en realidades hablamos de empoderamiento. La educación es un mecanismo que persigue que la persona se pertreche de recursos para alcanzar su autonomía, que es el antónimo de la obediencia ciega. Se trata de erradicar la ovejización del otro, la sumisión a la que aboca la ignorancia, ayudarlo para que finalmente tenga la valentía de servirse de su propia inteligencia y abandonar la minoría de edad (feliz definición de Kant para explicar qué era la Ilustración). Esta tercera dirección también guarda riesgos. A veces la educación se contamina de adiestramiento o adoctrinamiento que busca influir, modelar o subyugar; a veces el conocimiento se eleva a conocimiento experto a través de la legitimidad de instituciones financiadas por quienes buscan la dominación; a veces el empoderamiento del otro es la excusa para perpetuar los valores dominantes que no son sino prerrogativas de quien ejerce la autoridad. Las tres grandes intenciones del poder tienden a mantener relaciones promiscuas, y estos cruces lo enredan todo sobremanera. De ahí la dificultad de detectar la genuina dirección del poder en nuestras interacciones, de averiguar con exactitud qué quieren hacer con nuestra voluntad, o qué desea realmente hacer nuestra voluntad con la voluntad de otros. Recuerdo una anécdota que le ocurrió a Marco Aurelio. Cito de memoria y creo que la leí en sus célebres Meditaciones. Al ser elegido emperador romano, en vez de mostrar  la alegría que suponía ser el dueño del mundo, su rostro delataba pena. Su madre le preguntó qué le ocurría, por qué ese semblante afligido en el momento en que cualquiera estaría abrumado de felicidad. Marco Aurelio le contestó: «¿No te das cuentas lo triste que es tener que mandar a alguien?».



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martes, febrero 23, 2016

Alegrarse de la alegría del otro



Obra de Keiyno White
Resulta muy esclarecedor comprobar que no existe una expresión verbal para indicar el sentimiento en el que uno hace suya la alegría del otro. He rastreado bibliografía y no he encontrado una palabra que defina esta experiencia. La compasión consiste en apropiarnos del dolor del otro y sentirlo como propio para intentar remitirlo, pero no existe la compasión de signo contrario, su correlación en los dominios del júbilo. No hay un término para explicar que nos apropiamos de la alegría del otro no para mitigarla, como ocurre con la compasión y el dolor, sino para disfrutarla, corroborarla y, si es posible, amplificarla. Uno se alegra de la alegría del otro, al margen de si su contenido trae adjuntado algún rédito personal para nosotros. (Abro un paréntesis. Cuando la alegría del otro nos entristece, entonces aflora el sentimiento de envidia. Cuando la tristeza del otro nos alegra, entonces brota el odio o el rencor, que es odio rancio. Cierro paréntesis). No tengo el menor atisbo de duda de que querer a alguien se manifiesta en su plenitud cuando te alegras con su alegría y  te entristeces con su tristeza.  Para lo segundo tenemos nombre, para lo primero no. Hablamos de «alegrarnos», que no deja de ser un término redundante y equívoco, porque también nos podemos alegrar de cosas nuestras, hecho que por ejemplo la compasión elude porque siempre señala al otro.

Max Scheler ya apuntó la dificultad lingüística para expresar «la simpatía por los otros en la alegría». Quizá el ser humano sea un poco alexitímico por una parte y abúlico por otra con la familia de los sentimientos que nos ayudan a florecer. Esto se puede constatar en lo solícitos que solemos ser cuando contemplamos la tristeza del otro y lo poco que nos moviliza su alegría.  «Si te encuentras mal, o necesitas hablar, no dudes en contar conmigo» es un latiguillo que ameniza las conversaciones de personas con nexos afectivos. Rara vez se contraargumenta:  «Y si estoy bien, ¿también puedo contar contigo?». La alegría es una emoción básica injerta en nuestra dotación genética. Se experimenta ante la satisfacción de un interés, la obtención de un bien, el logro de una meta.  Nos alegramos cuando la vida concede derecho de admisión a alguno de nuestros deseos y nos brinda la posibilidad de colmarlo. Cuanto mayor es el reto intrínseco del deseo, mayor es la alegría que nos despierta. Cuando conquistamos algo valioso para nosotros, nos alegramos y sentimos una propulsora disposición a actuar. Frente a la fuerza centrípeta de la tristeza, que nos coge de la mano y nos hace pasar hasta dentro, la alegría es centrífuga y nos saca fuera de nosotros mismos, sobre todo en esos instantes plenos en los que  «no cabemos en nosotros de gozo». La alegría nos expande, nos aligera (que no es otra cosa que hacer las cosas alegremente), nos energetiza (somos mucho más resolutivos y más eficaces), nos aboca a la creatividad (el cerebro se vuelve un castillo de fuegos artificiales de ocurrencias).

Emil Cioran afirmaba con su pesimismo crónico que frente a la solemnidad que despliega la tristeza y lo ennoblecedor de su causa, le resultaban ridículos tanto el origen como la escenografía un tanto aparatosa en la que se encarna la alegría. En esos instantes el organismo activa todos los mecanismos motores y quiere disfrutar de ese manantial de vitalidad, difundirlo, comunicárselo a alguien con el que se comparte vecindad afectiva. No hay nada que invite a ponerse a reflexionar en torno a ello. Festejar y analizar son actividades antónimas. Esta inercia biológica guarda una consecuencia cultural. Creo que es en este preciso punto donde se explica por qué alegrarnos de la alegría ajena es aún un sentimiento innominado, por qué padecemos esta carestía conceptual para referirnos pormenorizadamente a los momentos gratos. Verbalizamos profusamente el contratiempo, pero somos cicateros para bautizar a la culminación. Preferimos deleitarnos con ella en vez de pensarla y nombrarla. La alegría nos entretiene, la tristeza nos detiene. Explorar ese cruce de emoción y cognición y luego indagar en el lenguaje para entender qué está ocurriendo, nos impediría disfrutar plenamente de su presencia. En la alegría el verbo hacer solapa al verbo pensar. No es de extrañar que la alegría vicaria, la alegría que nace de contemplar la alegría del otro, no tenga nombre. Es una pena porque es uno de los indicadores más fiables del amor.



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