jueves, julio 07, 2016

La competitividad o el regreso a la selva



Cada vez que trato de explicar cómo las condiciones medioambientales impactan inexorablemente en el sujeto que somos cada uno de nosotros, suelo citar un luminoso verso de Antonio Machado: «Es muy difícil no caer cuando todo cae». Ortega y Gasset concluyó del mismo modo con el celebérrimo «yo soy yo y mi circunstancia», aunque esta glosa llevaba anudada una coda que sin embargo no ha alcanzado tanta notoriedad: «yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo». Sin embargo, tanto el individualismo de la modernidad líquida como la vitoreada psicología positiva se olvidan de nuestra condición de sujetos insertos en tentaculares redes de interdependencia. Ulrich Beck lo resume con agudeza cuando afirma que «se nos pide que busquemos soluciones biográficas a contradicciones sistémicas, buscamos la salvación individual de problemas compartidos». Al vincular la supervivencia a la obtención de ingresos a través de un recurso que escasea (empleo), cualquiera de nosotros puede encontrar la solución a su problema, aunque ese hallazgo no solucione el problema. En un nicho tan competitivo como el contemporáneo, nuestra solución condena a unos cuantos individuos como nosotros a que no puedan encontrar la suya. Incluso encontrar la solución es algo momentáneo, porque siempre podemos volver a la casilla de partida. Estamos inmersos en mórbidos juegos de suma cero, donde nuestra solución trae adscrita la perpetuación del problema de todos aquellos con los que competimos por encontrarla. La psicología positiva prescribe como remedio adquirir más méritos que los demás, esforzarnos más todavía, afilar la estima personal para acumular más competencias y más opciones de empleabilidad, interpretar la adversidad como una oportunidad. Todas estas recetas no eliminan en ningún caso el problema. Al contrario. Culpabilizan individualmente a todo aquel que lo sigue sufriendo.

Se ha extirpado del discurso político y del imaginario de las personas la idea de vida en común, la cohabitación humana, los puntos nodales inherentes a la multiplicidad de interacciones, la codependencia indefectible que nos supone a todos compartir espacio, propósitos y recursos. Vivimos con los demás y los demás viven con nosotros. En La capital del mundo es nosotros yo lexicalizo esta realidad bajo la rúbrica de que somos existencias al unísono. En el ensayo Comunidad, el gran Zygmunt Bauman nos da una definición de en qué consiste ese sitio en el que se comparte la vida: «la comunidad es un lugar del que se participa por igual y se disfruta de un bienestar logrado conjuntamente». A Savater le leí la reflexión incontestable de que «estamos encerrados en el mundo con los otros». Sabiendo que hemos hecho de la convivencia un destino irrevocable, a todos nos conviene establecer procedimientos en los que las personas que están a nuestro lado tengan garantizado el estricto cumplimiento de los Derechos Humanos. No competir meritocráticamente por ellos, no comprarlos como si fueran una mercancía, sino tenerlos garantizados por el hecho de ser una persona equivalente a cualquier otra persona. Como muchos sufren ceguera ética y no comprenden que la dignidad es el derecho a poseer esos Derechos, se les puede recordar el discurso primario de que su bienestar depende del bienestar de los que están a su lado. Es difícil vivir bien si a tu lado la gran mayoría vive mal.

Las personas convivimos y lo hacemos porque hemos aprendido que agrupados sobrellevamos mucho mejor que desagregados el gigantesco desafío de haber nacido. Sorteamos mejor la intemperie existencial, aumentamos el confort material y el bienestar psicológico, incrementamos las posibilidades, somos más inteligentes cuando nuestra inteligencia traba amistad con otras inteligencias, nos encontramos más seguros, podemos plenificar la vida gracias a nuestra interacción con otras vidas que nos cuidan, nos quieren, nos reconocen, garantizan colectivamente la subsanación de desgracias individuales. En la última página del ensayo de Bauman, el nonagenario profesor explica la idiosincrasia de la vida compartida: «Si ha de existir una comunidad en un mundo de individuos, sólo puede ser (y tiene que ser) una comunidad entretejida a partir del compartir y del cuidado mutuo; una comunidad que atienda a, y se responsabilice de, la igualdad del derecho a ser humanos y de la igualdad de posibilidades para ejercer ese derecho». Nada que ver con la deriva de un mundo en el que, en aporética concordancia con el aumento del conocimiento, la tecnología y la productividad, la incertidumbre se expande, la precariedad arraiga, la pérdida de control sobre la propia vida se agiganta, la provisionalidad crece, lo lábil se aplaude y se detracta el deseo biológico de poseer certezas, lo sólido se desintegra, el futuro y la capacidad de hacer planes vitales son fulminantemente barridos del argumentario de millones  y millones de seres humanos. El mundo competitivo que predica el credo económico se asemeja cada vez más a la jungla que hace millones de años nuestros antepasados decidieron dejar atrás colectivamente porque les perjudicaba individualmente. Parece que todos nos hemos puesto cera en los oídos para desoír una dolorosa obviedad. Cuanto más competitivo es el mundo, más se deteriora la convivencia, más se complica sobrevivir, más probabilidades tenemos de hacernos daño los unos a los otros.



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martes, julio 05, 2016

Las dos direcciones del amor propio



Obra de Daniel Coves
La expresión amor propio abriga en sí misma una contradicción semántica irresoluble. El amor es un sentimiento que nos despoja de mismidad en tanto que siempre aparece el otro, un potente sistema de motivación para eslabonar una biografía con otra biografía en la estrategia vital, un deseo para superponer los fines de uno con los fines del otro a través de un ensamblaje que hace miles de años revolucionó axiológicamente todo y que es el que nos confirió la humanidad que ahora nos singulariza. Sin embargo, en el amor propio se suprime drásticamente la presencia del otro y es uno mismo el que se desdobla para llevar a cabo unilateralmente operaciones de naturaleza bilateral. Si en una de sus acepciones más sencillas pero también más hermosas el amor es el sentimiento hacia una persona cuya complementariedad nos ensancha y nos energetiza, en el amor propio es la persona desvinculada de los demás a modo de ínsula la que intenta la misma hazaña multiplicadora. El individuo se repliega sobre sí mismo para realizar un sorprendente dueto. El yo que habla sellará acuerdos o firmará rescisiones con el yo que escucha en una prodigiosa contorsión de funambulismo sentimental. Normal que el amor propio mal articulado pueda degradarse fácilmente en narcisismo o en estulticia.

Resulta chocante comprobar cómo el amor propio posee dos direcciones explosivamente divergentes. Le ocurre lo mismo a la soberbia y al orgullo, con quienes comparte concordancias deletéreas. La soberbia en una de sus acepciones apunta a la excelencia, a la capacitación de una persona para realizar algo meritorio sancionado por la comunidad. Cuando alguien hace algo muy bien afirmamos que ha hecho algo soberbio, lo que demuestra la consaguinidad conceptual entre la soberbia y la excepcionalidad. Pero la soberbia también señala la obsesiva apropiación de halagos exclusivos, lo que impele al soberbio a negar que los demás también puedan merecerlos. Un elogio a alguien que no sea él lo considera un acto de escamoteo. El soberbio aspira a incrementar cada día el monto de alabanzas, un proceso onanista que no conoce reposo y que lo convierte en un ser patológicamente egocéntrico, una víctima caricaturizada de engreimiento, un enfermo de la adulación y el monopolio del mérito. Es comprensible que la soberbia aparezca entronizada como el primero de los siete pecados capitales o, lo que es lo mismo, como la mayor quiebra en la conducta de una persona. Con el orgullo ocurre algo similar. El orgullo es un exceso de estimación personal, aunque basta con cambiar el verbo que lo acompaña para que mude su sentido. «Sentir orgullo» no es otra cosa que la satisfacción que nos procura comprobar que hemos hecho algo valioso.  Por el contrario, «ser orgulloso» consiste en no capitular cerrilmente ante una evidencia que demuestra que la decisión más inteligente es precisamente claudicar, detener el curso de acción en el que estamos inmersos y sustituirlo por otro más idóneo.  De ahí que en el lenguaje coloquial se hable de «no dar el brazo a torcer», negarse a reconocer que hemos elegido mal y que la solución que nos ofrecen es mejor que la tramada por nosotros. El orgulloso es incapaz de aceptar algo así.

Con el amor propio ocurre lo mismo. En una dirección vincula con ser orgulloso, con conductas que sedimentan en terquedad, empecinamiento o cerrazón, en reafirmarse en una empeño en el que los costes superan al beneficio, pero que nos negamos a abandonar para no asumir ante los demás que hemos errado. En esta dimensión tener amor propio significa no claudicar cuando todos los indicios que nos presentan otros invitan a hacerlo, ser víctima de una de esas trampas abstrusas tan estudiadas por la economía comportamental que desestimamos abandonar no por el deseo de amortizar la inversión, sino por puro orgullo. Ahora bien, la extraña ramificación de esta expresión nos lleva también hacia un territorio semántico absolutamente diferente. Amor propio es sinónimo de autorrespeto. Grosso modo el autorrespeto es salvaguardar la propia dignidad en las inevitables interacciones con los demás que nos depara el nicho humano compartido. Se trataría de preservar de cualquier mácula el valor que toda persona posee por el hecho de serlo, tarea que algunos equiparan erróneamente con hipermeabilidad a la crítica. La disensión y el pensamiento crítico nos permiten progresar, la erosión emocional nos tiende a paralizar. Tener amor propio cursa aquí con el deber estricto de cuidar nuestra dignidad e impedir que nadie nos la agreda. Entramos en la esfera de la autoestima, el autoconcepto, la consideración, la identidad, la superación, el relato favorecedor que todo ser humano reclama para sí. El amor propio sería el conjunto de decisiones adoptadas para mantener intacta toda esa esfera de valores positivos y beligerar contra aquella conducta que intente lastimarla. Kant afirmaba que la autoestima es un deber hacia uno mismo, así que resulta un imperativo fortificarla para sobrellevar mejor las adversidades y las contingencias inherentes a la praxis de la vida. Para tener amor propio en esta acepción positiva hay que vislumbrar muy bien el modelo ético de sujeto que queremos para todos con los que compartimos la aventura de humanizarnos. El amor propio sería la consecuencia del amor a la idea de dignidad, a esa ficción que nos mejora a todos si todos la respetamos como si fuera real. El amor propio convertido en amor a lo que me gustaría que también se exigieran los demás para hacer del mundo un lugar más decente.



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jueves, junio 30, 2016

Sentir antipatía y rechazo no es sentir odio



Obra de Alyssa Monks
En mi último texto publicado en este Espacio Suma No Cero escribía sobre el rencor, el odio rancio que se acumula en los almacenes más umbríos y desconchados del alma. Al hilo del artículo (ver), un lector me preguntaba cuál era la diferencia entre rencor y resentimiento. Para mi respuesta cito el Diccionario de los sentimientos de Marina y Marisa López.  El rencor es enemistad antigua e ira envejecida. El resentimiento es el amargo y profundo recuerdo de una injuria particular. En mi texto yo los utilizo como sinónimos, siguiendo a la RAE, cuyas definiciones son circulares. La definición del rencor se apoya en la del resentimiento y la del resentimiento en la del rencor. Yo considero que el rencor es más animosamente belicoso porque se nutre de rumiaciones muy dispares y muy diseminadas cronológicamente. No deja de ser paradójico que en  un mundo tan líquido como el contemporáneo donde todo es insustancialmente episódico, donde los compromisos férreos y vinculantes viven en un acelerado proceso de desintegración, el rencor mantenga intacta su capacitación de convertir en indestructiblemente sólido el relato biográfico compartido con el odiado. Está tentacularmente más arraigado que el resentimiento, que suele circunscribirse a un hecho claramente rotulado en el calendario. Un momento desagregado de otros momentos.

En este punto conviene hacer una diferencia cualitativa que a veces nos desorienta sentimentalmente. Que no nos llevemos bien con alguien, que no queramos compartir retales de nuestra vida con esa persona, o que nos provoque rechazo, no significa que la odiemos. No hay correlación entre ambos sentimientos. No nos queda más remedio que ponernos manos a la obra y distinguir conceptualmente entre odio, antipatía, repulsión, rechazo y escasa o nula conectividad. Son notorios sentimientos de clausura en contraposición a los sentimientos de apertura al otro (amistad, cariño, afecto, amor, cuidado).  Insisto en que el odio es el deseo de dañar o procurar un mal a alguien, desear que su biografía aparezca cuajada de episodios aciagos, lastimada por alguna contrariedad severa que obstruya la coronación de sus metas. Incluso, en odios muy furibundos y muy concentrados, se anhela el exterminio de la propia persona, la supresión de su presencia física en el reino de los vivos. La malignidad de este deseo no cursa con la antipatía que podamos sentir hacia una persona. El odio pertenece al linaje de la ira. La antipatía a la familia de la alegría, en este caso al déficit de esa emoción básica. La antipatía es el deseo de no compartir ni tiempo ni espacio ni propósitos con alguien con quien albergamos sentimientos displacenteros. Surge como un antónimo de la simpatía, que es la inclinación a aadherirnos a ese otro que despierta en nosotros afectividades amables que nos incitan a entretejer lazos emocionales a través de actividades compartidas. En la antipatía desaprobamos la conducta del otro y se lo hacemos saber a través de la función punitiva de la separación o el ostracismo, o anhelamos la desconexión por un lance mal resuelto, o la oquedad mostrada por el otro en la interacción, o etéreas incompatibilidades difíciles de puntualizar, o  admitimos una insalvable divergencia entre los valores privados que capitanean su vida y la nuestra, o sentimos que se abren simas drásticas en los estándares que ambos reclamamos para el marco público.

La intensidad y la perdurabilidad de esos sentimientos marcan las líneas divisorias entre antipatía, rechazo, repulsión, enemistad. Cuanto mayor sea la irradiación de estos sentimientos aversivos, más nos iremos adentrando en el rechazo, la repulsión, la animadversión o la ojeriza. Pero en estos territorios afectivos no se desea causar un mal al otro, sino repeler su presencia y eludir el contacto y las áreas de intersección. Se desea o bien desmantelar el vínculo o bien evitar su edificación, fragilizar o eliminar en la medida de lo posible la cohabitación a la que impelen los propósitos sociales o las tareas compartidas (familiares, laborales, comunales, vecinales, etc). De hecho, cuando en ocasiones es imposible soslayar la interacción, los instantes de contacto se llevan a cabo en esas zonas de absoluta extraterritorialidad mental que no confieren demasiada implicación. Y aún hay otro aspecto sustancial que subraya la gigantesca diferencia. El odio nos empareja y nos suelda al otro en una siderurgia que altera nuestra atención. Su fuerza motriz nos desposee de autonomía, de la soberanía de nuestra propia atención, y es el propio odio el que elige dónde debemos focalizarla para su propia nutrición. Sin embargo, la antipatía, el rechazo o la aversión no se emancipan de nuestro control, no manipulan nuestro estado de atención, no nos convierten en sujetos pasivos frente al oleaje de una antigua ira. Sólo atendemos su solicitud cuando la persona que despereza esos sentimientos aparece compartiendo momentáneamente nuestro espacio. No antes. Tampoco después. Sólo aquí y ahora.



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