jueves, octubre 20, 2016

A expectativas bajas, resultados más bajos todavía


Obra de Brian Calvin
Se suele hablar mucho de la relevancia del efecto Pigmalión en la construcción de un sujeto, pero muy poco de su antítesis. En la mitología griega Pigmalión era un rey con veleidades de escultor. Había esculpido la figura de una mujer tan hermosa que estaba persuadido de que podía cobrar vida. Al convencerse de ello perfeccionó con el buril todavía más su marmóreo cuerpo para que se obrase el milagro de recibir el aliento de la vida. Se lo rogó así  a los dioses que finalmente lo complacieron. En la economía del comportamiento el efecto Pigmalión señala la tendencia a cumplir las expectativas positivas que los demás depositan en nosotros. Esa actuación puede darse en el círculo íntimo, en el microcosmos de una relación de amor, en el segmento público, en el ecosistema laboral, en interacciones espontáneas sin pasado ni futuro. Actuamos para no defraudar las predicciones que hacen sobre nuestra conducta. Ya los clásicos enunciaban una ley que siglos después la investigación persuasiva ha verificado: si otorgas una virtud a una persona y se la haces saber, esa persona aumentará las posibilidades de actuar conforme a la virtud concedida. Cada vez que surge en las conversaciones el efecto Pigmalión, yo siempre recuerdo que este efecto también puede tomar la temible y empequeñecedora dirección contraria. Cumplimos las expectativas negativas que los demás nos atribuyen. Esta inclinación recibe el nombre de efecto Gólem. Tendemos a satisfacer aquellas expectativas negativas con las que nos identifican. A pesar de lo rudimentario de esta tecnología, tanto en su acepción positiva como en la negativa, su fiabilidad es bastante grande. Qué esperan los demás de nosotros determina sobremanera cómo actuaremos con ellos.

Posiblemente impulsados por este funcionamiento también se ha descubierto el efecto Galatea (así se llamaba la escultura esculpida por Pigmalión). En el efecto Galatea es uno el que profetiza sobre sí mismo ciertas aspiraciones y hace todo lo posible por satisfacerlas a través de un desempeño, una decisión, una conducta, un propósito. Tendemos a satisfacer las expectativas que colocamos sobre nosotros. En realidad este efecto calca la genealogía de un proyecto, es decir, la arquitectura con la que damos forma al futuro y ponemos energía y competencias para adentrarnos hasta allí desde el presente. Aquí reside la poco divulgada importancia de hablarse bien. Lo he escrito millones de veces, pero no me importa insistir un artículo más. El alma es la conversación que mantenemos con nosotros mismos relatándonos a cada instante lo que hacemos a cada momento. Esa conversación determinará la persona que estamos siendo, las decisiones que adoptemos, nuestra instalación en el mundo y con quién la llevaremos a cabo para afinarla lo máximo posible. 

Si en ese dialogo interior patrocinado por la alfabetización sentimental uno se repite que es un inútil, que no tenga ninguna duda de que acabará siéndolo. Crecerán las probabilidades de que se comporte de manera torpe o desempeñe labores de forma trastabillada, o sea incapaz de hilvanar un proyecto con el que surtir de sentido a su vida. Si uno se repite constantemente que no puede hacer algo, que no insista más en la misma dirección porque no va a poder hacer ese algo que ya ha determinado que no podrá hacer. Tendemos a alcanzar la expectativa que nos concedemos a nosotros mismos. Si la expectativa es pobre, el resultado también lo será. Hay una buena noticia en mitad de este panorama un tanto desalentador. Muchas veces accedemos a acciones meritorias o alcanzamos cometidos épicos que ahora jalonan orgullosamente nuestra biografía porque en aquel instante primigenio ignorábamos que habría tanta dificultad en el camino. Muchos logros los alcanzamos porque nuestro pensamiento no nos puso el escollo de creer que eran irrealizables.

martes, octubre 18, 2016

«Confío mucho en ti», la segunda expresión más hermosa



Obra de Kelsey Herderson
La confianza consiste en entregar información de nosotros con la que se nos puede infligir daño. Se trataría de una información arriesgada que podría modificar nuestra reputación en el círculo íntimo o deteriorar nuestra imagen social. También podría ser contenido no del todo delicado pero que nos dolería si escapa del segmento privado al segmento público. Cuando confiamos en alguien compartimos aquello que de otro modo sería impensable hacerlo, participamos algo que no queremos que sepa nadie, o que solo saben aquellos que ya pertenecen al reducido grupo de «íntimos». Y transferimos la información porque a pesar del riesgo que supone la acción no dudamos de la lealtad de nuestro interlocutor, que en el curso de esa transferencia se convierte también en un nuevo íntimo o afianza ese rango en nuestra relación con él. Perder la confianza sería aquella situación en la que una persona ha utilizado nuestra información y la ha sacado del templo sagrado de la intimidad compartida. Hace muchos años yo escribí poéticamente que la confianza es poner en la mano del otro una daga porque damos por hecho que en ningún momento la hundirá en nuestro estómago. Jocosamente también se dice que un amigo es alguien que sabe todo de nosotros y aún así continúa siendo nuestro amigo. Dicho ahora de un modo más académico. La confianza es el dinamismo en el que depositamos una expectativa en el otro a sabiendas de que no va a quebrantarla. 

Como toda expectativa, y por tanto como toda situación que se ubica en el futuro, la confianza posee tasas de incertidumbre (una manera de definir la desconfianza), y aquí encontramos el tercer vector que agregar al riesgo y al coste que asumimos compartiendo información privada. Este dato es muy relevante porque parcela una situación de confianza de otra que no lo es. Para que se dé una situación en la que confiamos en alguien debemos asumir un coste personal en el caso de no ejecutarse como esperábamos, la situación ha de estar surcada de incertidumbre, y la actuación de ese alguien en quien confiamos ha de escapar a nuestro control. Parece una contradicción, pero sólo puede haber confianza en situaciones que provocan al menos algo de desconfianza. Si no es así, la confianza no es necesaria. La confianza y la desconfianza se mueven al unísono.  Un ejemplo. «No digas nada de esto a nadie» es una expresión coloquial que denota que la confianza plena cuando se comunicó la información no se tiene tan plenamente ahora y se solicita el compromiso de una promesa. La confianza es una manera de instalarse en las interacciones y es la que permite que se puedan establecer relaciones sólidas entre las personas. Si no tuviéramos confianza con los demás, no podríamos compartir lo privado, y los seres humanos viviríamos horriblemente confinados en el enclaustramiento geográfico de nosotros mismos.  Aquí quiero introducir un matiz. Lo privado no significa lo íntimo. Lo íntimo es esa parte de nosotros que no compartimos jamás con nadie. A lo largo de toda su Teoría de los sentimientos Carlos Castilla del Pino explica que si algo del yo íntimo se comparte es porque accede al yo privado, el territorio que sí compartimos con los «más íntimos». Se trata de esos momentos en los que susurramos un «confío mucho en ti» para demostrar que lo que estamos contando es tan privado que solo te lo puedo contar a ti. Quizá las palabras más hermosas que se le pueden decir a alguien junto a «te quiero».



Artículos relacionados:
Confianza, deseos, proyectos.
Un abrazo tuyo bastará para sanarme.
Cuidémonos los unos a los otros.

jueves, octubre 13, 2016

Crisis de valores, festín de especuladores



Obra de Alex Katz
Cuando escucho la expresión crisis de valores suelo sonreír. En el debate público se suele emplear para designar un escenario de depreciación de los valores que nos humanizan. Rara vez se especifican cuáles son y qué funciones sentimentales acarrean en nuestro andamiaje afectivo. Parece que quien señala la crisis de valores da por supuesto que tanto él como su interlocutor tienen bien delimitado el marco de significaciones en el que se mueven. Siento decir que la mayoría de las veces no es así. La expresión crisis de valores también se flamea para demonizar el presente como si en el pasado esos mismos valores hubiesen vivido una época alcista. Los valores que nos humanizan siempre han estado en crisis y basta con leer a tratadistas de hace varios siglos para constatarlo. El hombre es un descubrimiento muy reciente, defendía Foucault, que es una manera de señalar que ser persona es una tarea que hemos empezado a desempeñar evolutivamente hace muy poco tiempo. Quiero decir que en tiempos remotos no había crisis de valores porque no había valores.

Cuando se habla de crisis de valores yo siempre apelo a la relación vinculante entre la trinidad que conforman los valores éticos, los valores personales y los valores financieros. Dicho más sencillamente: la relación de vasos comunicantes que entablan la razón cívica y la razón económica. El imperativo biológico del dinero, y su impúdica desnudez provocada por la crisis financiera de 2008 y por todas las crisis incubadas a lo largo de la historia, demuestran que para que exista una burbuja crediticia y financiera antes ha de alimentarse una degradación de las preferencias y contrapreferencias que dan sentido a la experiencia de vivir. El escenario posibilitador de la especulación y de la inversión (sus fronteras son muy tibias y cuesta balizar el principio y el final de la una y de la otra) necesita la fragilización de todo aquello que impide su irrupción inicial y su eclosión ulterior. La especulación anclada en bienes materiales necesita que se opere sobre el deseo, sobre ese borbotear que provoca la presencia de una ausencia. Existe toda una taxonomía de deseos, pero los tres basales son el deseo de ampliar posibilidades, el deseo de vinculación social y el deseo de alcanzar confort psíquico y material. En realidad esta triada es nodal, y la consecución de uno de los deseos provoca el crecimiento en el otro. También al contrario, si uno de estos tres deseos se desinfla irrevocablemente deshinchará el porcentaje de satisfacción de los otros dos.

Toda la producción en la que se basa la civilización del trabajo intenta mutar el contenido de estos deseos que metabolizan la vida y la construcción de autoestima. No es gratuito que uno de los principios de la pedagogía comercial consista en intentar crear rápidamente la sensación de necesidad en el cliente, o que a principios del siglo pasado se considerara impúdico mostrar las mercancías en los escaparates puesto que azuzaban el deseo del transeúnte. Carlos Castilla del Pino recuerda que el sentimiento surge para la satisfacción del deseo, así que esta mutación es en realidad una manipulación sentimental. Si la vida sentimental es una constelación formada por emociones, sentimientos, cognición, eje axiológico, deseos y conductas, la deflación del mundo ético provoca un disturbio sentimental que se neutraliza con la satisfacción del nuevo deseo promovido por los prescriptores sociales y económicos que extraen un beneficio de ello. En los paisajes valorativos depauperados «tener» equivale a «ser», aunque para «tener» uno haya tenido que dejar de «ser» (ser es aquello que queda de nosotros cuando lo hemos perdido todo, según feliz definición de Erich Fromm, siempre tan preocupado por estos asuntos). Es imposible que crezca la titularización de valores financieros si previamente no se trastoca severamente la estratificación de los valores personales y comunitarios. Dicho como si fuera un lema. Crisis de valores, festín de especuladores.



Artículos relacionados:
¿Hay crisis o no hay crisis de valores?
Educar es educar deseos. 
¿Quieres ser feliz? Desea lo que tienes.