martes, mayo 08, 2018

La precariedad en los trabajos creativos

El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital es el título con el que la escritora y profesora Remedios Zafra ha obtenido el último Premio Anagrama de Ensayo. Es un texto redactado con una voz propia y heterodoxa en la que mezcla el rigor de la disección y el análisis con formatos de ficción (como la originalísima idea de proponer tres finales diferentes para la protagonista), un alegato muy doliente por la demoledora realidad que pone al descubierto con prosa muy cuidada y literaria. Para evitar una lectura equívoca se podría haber titulado con el más explícito nombre de La instrumentalización del entusiasmo creativo. Ese entusiasmo es el que despierta la experiencia de la creación. «De todo aquello que podemos hacer y a lo que podemos aspirar en la vida, la exaltación creativa en sus diversas formas de imaginación, curiosidad, indagación intelectual y producción de obra parece salvarnos cuando es íntima y sincera». Esa pasión que dona vida al creador es utilizada por quien se vale de ella como subterfugio para no remunerarla. Frente al pago material o pecuniario, las prácticas creativas se retribuyen con pagos inmateriales compendiados en visibilidad, reconocimiento, ampliación del currículum, adquisición de experiencia, acumulación de prestigio, afecto. La expectativa de conseguir en un futuro el anhelado y monetarizado trabajo a través de estos tributos aparentemente temporales sostiene el malestar que provoca esta ritualizada mecánica, o esta «forma de domesticación», como le he leído a la autora en alguna entrevista. El sistema productivo emplea el entusiasmo como coartada para precarizar las producciones artísticas, culturales y académicas. De este modo el mundo de la creación ha sido expulsado del catálogo de «los trabajos de verdad». Al ejercicio creador se le presupone una gratuidad que señala que la vocación del creador y su propio despliegue son su forma de pago. Tanto es así que está mal visto o provoca impudicia sugerir un intercambio monetario por la obra derivada de un móvil creativo. Se solidifica así un trabajo que no vale dinero en un mundo en el que sin embargo cada vez se encarecen más las necesidades básicas y por tanto cada vez cuesta más dinero poder afrontarlas. La precarización es el delta inevitable en el que desemboca la vida laboral del entusiasta.

La autora analiza esta situación en un mundo en red capitaneado por las pantallas y la lucha denodada por la visibilidad. Precisamente el nuevo escenario digital acrecienta el entusiasmo de este ejército de trabajadores acechado permanentemente por la explotación y la vulnerabilidad: «La expectación creativa crece en las redes con la posibilidad de convertir trabajos vocacionales en empleo». El hábitat on line provoca individualización y despolitiza una situación cuya resolución escapa a las soluciones biográficas. Los sujetos están conectados, pero solos, y sus contratos son frágiles y profilácticos. La digitalización del mundo y la conversión del saber y el conocimiento en datos que se pueden cuantificar para conferirles un valor de mercado ha provocado la instrumentación del saber y sobre todo la eliminación de criterios que no sean los propios de la doctrina neoliberal. «Los criterios culturales no vienen ya dados por la cultura (entendida como sector específico de trabajo y práctica creativa), sino por el mercado». Unas páginas más adelante Remedios Zafra insiste en esta idea nuclear: «El viraje capitalista del conocimiento hace descansar su práctica en sistemas que buscan ante todo “objetivarse” (esa cualidad camuflada como imparcial). Sistemas que establecen como prioridad cuantificar las cosas y que, a  riesgo de simplificarlas, precisan traducirlas a datos. Podrán así viajar más rápido y ordenarse más fácilmente, empujando fuera de su lógica aquellos aspectos del pensamiento más complejos, ambiguos, matizados e incluso contradictorios». Lo que no es medible o no pasa por el canon es inútil para un sistema cuyo criterio es convertir todo en registro y datos. Un creador que no acepte esta lógica cavaría su propia tumba.

No sólo el mundo está aquejado por la infiltración del mercado en el saber y la conversión de la cultura en entretenimiento, también por la penalización de ser mujer y la feminización de los trabajos no remunerados (especialmente los relacionados con el cuidado). En este escenario los vectores protagonistas son la competitividad y su necesidad de masa trabajadora excedentaria, la inseguridad, la sumisión metamorfoseada en flexibilidad y disponibilidad ilimitadas, la rotunda falta de estabilidad, la dolorosa ausencia de proyectos de largo recorrido, la mutilación de un plan de vida significativo. La precariedad económica a la que se condenan las prácticas creativas trae implícita otras precariedades igualmente corrosivas. El marco capitalista fomenta la competición como manera de acceder al trabajo remunerado, eliminando por completo los vínculos éticos y sentimentales en aquellas actividades destinadas a la obtención de ingresos. La búsqueda de un empleo o su consecución supone acceder a un círculo cuya normatividad conculca los hábitos afectivos que sí guardan centralidad en los círculos empáticos, y que tiende al contagio tentacular de toda la realidad. «Cuando el triunfo individual implica el fracaso de los demás es en gran medida un fracaso colectivo». La solución que sugiere la autora pasa por restablecer esos vínculos de solidaridad entre los iguales «sin matar la diferencia», alianzas colectivas entre aquellos que «descubren la perversión de anular sus vínculos para que el sistema ruede sin conflicto». Todo para «reconocer sinceramente hacia el otro un "me importas", "te importo", un "nos importamos", apoyado en la igualdad y conocimiento, esa esencial forma de verdad que no cabe reducir a una falsa y reduccionista idea de objetividad».

 


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martes, mayo 01, 2018

¿Es posible el altruismo egoísta?




Obra de Bo Bartlett
Para que no haya ninguna duda me atrevo a afirmar que el altruismo no es prerrogativa de almas caritativas, sino de almas muy inteligentes. No entiendo muy bien qué tergiversación nominal y afectiva ha ocurrido para que el altruismo se asocie al egoísmo. Se define como altruismo egoísta toda acción en la que se ayuda al otro, pero la acción se pone en entredicho porque se detecta una tracción motivadora en el placer que procura intrínsecamente la propia ayuda. En el recomendable ensayo El mal samaritano de la socióloga Helena Béjar se indaga con resultados sorprendentes en estas mecánicas. Es cierto que a veces la conducta altruista descansa en la gratificación personal que supone ayudar al otro, pero jamás se me ocurriría conceptuar esa motivación como egoísta. La severidad que supone definir como egoísta una acción altruista me parece una tara léxica nacida de una preocupante corrupción sentimental. La apuntada concordancia entre altruismo y egoísmo se produce en los imaginarios porque se ha hiperbolizado la idea de que ningún acto humano está exento de la búsqueda de beneficio propio, como si colaborar con el otro a su mejora, prosperidad o simplemente a que transite hacia una situación más favorable para sus intereses sea lo mismo que negarle la ayuda, sabotearle oportunidades o procurarle un daño injusto. Incluso la instrumentación del altruismo y su publicidad para elevar la cotización en el parqué social no lo consideraría egoísmo, sino narcisismo o vanidad. 

Existe una zona fronteriza en la que pueden coincidir la ayuda desprendida y la satisfacción que emerge ante la contemplación de lo bien hecho. ¿Este sentimiento de orgullo anula la acción altruista, desautoriza que se la pueda nominar de este modo? Que el altruismo retroalimente beneficios para ambas partes aunque sean de naturaleza diferente, ¿invalida que se le pueda calificar de acontecimiento altruista? Mi respuesta es no. Es una noticia que debe congratularnos a todos saber que ayudar al otro genera respuestas gratificantes en quien presta la ayuda, y que esas acciones reciben el aplauso de la comunidad. Intuyo que uno de los motivos de este embrollo conceptual radica en que no sabemos descifrar nítidamente en qué consiste el comportamiento egoísta. Urge alfabetizarnos para expresar con más sutileza y menos simplificaciones los sentimientos que decoran nuestras acciones. Hace unos años elaboré un programa educativo llamado Pedagogía de la Cooperación. Estaba destinado a chicas y chicos de catorce y quince años. En ese programa inventé una dinámica con ilustraciones para que discernieran comportamientos aparentemente egoístas, pero que sin embargo no lo eran. La línea que los separaba era muy visible, si previamente se aceptaba que egoísmo es toda acción en la que la consecución de un bien personal provoca un perjuicio en el bien común. Es la diferencia que yo argumento entre egoísmo e individualismo. En el individualismo se anhela la ampliación de bienestar privado, pero no implica perjudicar el bienestar público, no al menos de forma marcadamente consciente. En el egoísmo ese perjuicio es insoslayable. Y muy consciente.

Sostengo que no puede existir en una misma conducta el deseo de ayudar al otro y el deseo simultáneo de perjudicarlo. Si el altruismo es ayudar desinteresadamente al otro, su sentimiento antitético no sería el egoísmo, sino la maldad, que es aquel curso de acción destinado a perjudicar al otro sin que necesariamente obtenga réditos quien lo lleva a cabo. Si los tuviera, hablaríamos de crueldad, y si la acción proporcionara delectación en su ejecutor la tildaríamos de perversidad. Oponer al altruismo el egoísmo es una elección impertinente. Si en una acción en la que procurando un beneficio a otro me beneficio yo, aunque sea con el pago de una gratificación sentimental, un raptus de bienestar, la adquisición de reputación, o la satisfacción del deber cumplido, estamos delante de una acción que supura inteligencia. El mal llamado altruismo egoísta debería recalificarse como altruismo inteligente. 

Si ayudo al otro, me ayudo a mí, aunque la recompensa no aparezca contigua a la acción que acabo de desplegar. Que me importe el otro es la mejor manera de que yo le importe también. Quizá la motivación es individual, pero adjunta un soberbio resultado social. La mutualidad puede invisibilizarse en el aquí y ahora, aunque forja una red de transacciones en la urdimbre social. Favorezco la perpetuación de una lógica de reciprocidad tanto directa como indirecta en la que alguien hará lo propio conmigo si en el futuro me hallo en una situación similar. Anticipar las gratificaciones que sin embargo se sitúan cronológicamente lejos de su punto seminal requiere la participación de la racionalidad, la capacidad de fabricar argumentos por los que regirnos para vivir y convivir mejor. Una de las características de la gente obtusa es su pobre relación con el futuro y con esa exterioridad que llamamos los demás. No entrelazan un acto de ahora con su repercusión ni en su propio porvenir ni en el cuerpo social. La cara b del altruismo no es el egoísmo, es la inteligencia, que cuando se fija en la articulación del magma social se convierte en justicia, imprescindible para la vida en común, pero también para la felicidad privada. No hay nada más inteligente que procurar que se desarrolle el bienestar de todos en ese marco de metas compartidas que llamamos convivencia.



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martes, abril 24, 2018

La generosidad solo se puede devolver con gratitud



Obra de Alex Katz
Resulta llamativo el lío conceptual que nos hacemos con todas las palabras que revolotean alrededor de la gratitud. Imagino que la culpa de esta maleza de significados vincula con el hecho de que el colonialismo de las prácticas comerciales ha invadido muchas de las provincias que forman el mapa de la vida humana. La gratitud es el sentimiento por el que apreciamos la ayuda recibida de alguien. La materialización de esa gratitud que irradia en nuestro entramado afectivo es el agradecimiento. Se trata de una acción verbal a través de la cual exteriorizamos que nos ha gustado lo que el otro ha hecho a nuestro favor. Nos hallamos aquí con un triunvirato radical para la convivencia. Cuando nos sentimos gratificados por la acción de un tercero, dar las gracias es una cortesía, sentir gratitud es una inclinación sentimental, ser agradecido es una virtud. Como nadie llega a ninguna parte si a su lado no tiene a alguien que le ayude, articular la existencia con estas disposiciones afectivas es prioritario para la construcción de una vida buena. En la generosidad y en el agradecimiento dar y recibir se despojan de instrumentalidad económica y se alzan en ayuda desprendida. El receptor de la ayuda no contrae ninguna deuda y el benefactor no se arroga la condición de acreedor. Es un acontecimiento extraordinario que conviene resaltar en un mundo en el que se ha hipertrofiado el intercambio mercantil y se tiende a denostar todo lo que no se encajona en ese canon, como si el apoyo entre humanos no pudiera efectuarse sin la presidencia del interés lucrativo. En la generosidad el favor es desinteresado, pero cuando ese mismo favor se infiltra en la esfera lucrativa se convierte en interés (en el que se mezclan los pagos materiales y los inmateriales).

La generosidad es el antagonismo del lucro. No puede nunca devenir en una futura petición de devolución, porque entonces dejaría de ser un acto generoso. Probablemente el impulso último de la generosidad es una reciprocidad no advertida. Ayudo a quien lo necesita para que a mí me ayuden cuando sea yo el necesitado, aunque cuando se lleva a cabo la experiencia generosa no se reclama que el favor sea pagado con otro favor.  No tengo la menor duda de que este acto de bondad es un acto de extrema inteligencia. Sin embargo, cuando la generosidad se exhibe se metamorfosea en ostentación. Es curioso que sea así. La exhibición del acto degrada el acto, porque toda acción en la que uno procesiona el valor de su acción deviene en vanagloria. En el ensayo Los poderes de la gratitud, de la psicóloga francesa y profesora en la universidad de Grenoble-Alpes Rébecca Shankland, se citan diferentes investigaciones en las que se demuestra que cuanto más elevado es el deseo de reconocimiento de la ayuda desplegada por el benefactor, más elevada es la sensación de deuda y menor la de gratitud por parte del receptor. Este hecho avala que la sensación de deuda descansa en la intención del benefactor. Si su intención es instrumental, nos sentiremos deudores. Si su intención aparece exenta de réditos, nos sentiremos agradecidos. La sensación de deuda punza e incomoda hasta que no es reembolsada a través de una devolución análoga o simbólica. Por contra, la gratitud nos dona una agradable placidez que refrenda su etimología: aquello que nos resulta grato aunque provenga de la ayuda de otro y que se resuelve con la propia presencia de este sentimiento y su verbalización.
 
La generosidad se invisibiliza en el círculo del afecto porque se da por hecho que en toda interacción afectuosa el único interés es ayudar al que lo necesita. Si el afecto es muy extenso y profundo, la generosidad se difumina y se convierte en amor.  Esta nominación casa perfectamente con la acepción primigenia del amor, que significaba el cuidado del otro. Amar a alguien era cuidarlo, asistirlo, ayudarlo a amortiguar la vulnerabilidad congénita a vivir. Aunque en la generosidad no se persigue ninguna devolución, en todas las culturas subyace la ley no escrita de que el favor se paga con otro favor. Hablamos entonces de deuda moral, la obligación de devolver de algún modo la ayuda depositada en nosotros. A veces el favor no se puede corresponder y entonces la única forma de recompensarlo es con gratitud. He aquí la centralidad gigantesca de este sentimiento en la peripecia humana. Ser agradecidos con quien nos trata con generosidad es una de las últimas islas de resistencia contra el imperialismo de las prácticas comerciales. La generosidad demuestra que la pulsión lucrativa no es omnipresente en la vida humana como pregonan insistentemente algunos credos. El sentimiento de gratitud, que como todo sentimiento no se puede comprar porque no tiene precio, es la forma con la que se compensa a quien nos ha tratado con generosidad. Un acción virtuosa se devuelve con el agradecimiento, que es otra acción virtuosa. Nada que ver con el tintineo de las monedas.



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