martes, enero 10, 2023

Lo cotidiano es el lugar donde sucede la vida

Obra de Jarek Puczel

Lo cotidiano es el lugar donde sucede la vida. Es en la invisibilidad del día a día donde pasamos más horas todos los días, el enclave en el que la existencia con la que nos encontramos al nacer se va configurando mientras se despliega ininterrumpidamente en una rotación que solo se detendrá una vez. John Lennon glosó maravillosamente esta circunstancia cuando cantó que «la vida es lo que te pasa mientras tú sigues ocupado en otros planes». Reprobaba que pensar más allá de la proximidad del aquí y ahora cegara la palpitación de la vida que se construye con la arquitectura del presente continuo. La aseveración de Lennon me parece preciosa, ideal para la inauguración de un nuevo año, pero creo que sería más exacta si en su descripción hubiese agregado la capacidad proyectiva del cerebro humano. «La vida es lo que te ocurre mientras simultáneamente ideas ocurrencias para que te ocurran». 

Es sorprendente comprobar cómo lo ordinario está tan desacreditado. Acaso se demerita al vincularlo con la ordinariez, aunque lo ordinario no es un enclave burdo, tosco, o envilecedor. Resulta curioso que ordinario y ordinariez compartan la misma raíz léxica. Si la ordinariez es la ausencia de urbanidad y cultura en favor de lo grosero, lo ordinario es lo que sucede habitualmente, aunque asimismo comparte más acepciones que son las que lo han estigmatizado. También lo ordinario se empareja con lo rutinario y lo monótono, como si la rutina y la monotonía fueran palabras sinónimas y realidades de una geometría clónica. La monotonía es un hacer cuyo desempeño no moviliza ni ingenio ni incrementa el aprendizaje, lo que suele acabar originando aburrimiento primero y la temible abulia después. La rutina es un conjunto de hábitos adquiridos que milagrosamente evaporan la sensación de ese esfuerzo que demandan las tareas habituales, de tal forma que coadyuva a realizarlas de un modo más eficiente y menos agotador. De ahí la relevancia de anclarnos en hábitos cuando nos vemos obligados a emprender proyectos hercúleos o cristalizar ideas faraónicas.

Las industrias del yo propenden a convertir en sinónimas todas estas palabras (cotidiano, ordinario, rutina, monotonía). Incluso las han empaquetado en el peyorativo sintagma zona de confort. La etimología es una vez más una aliada para el esclarecimiento. Lo extra (fuera) ordinario está fuera de lo ordinario. Es lingüísticamente contradictorio acceder a una vida cotidiana extraordinaria, pero sí es posible apreciar como maravilloso lo ordinario que ocurre todos los días en el día a día. Basta con adquirir una conciencia porosa de nuestra vulnerabilidad y nuestra finitud para que todo lo que nuestra mirada contempla a su alrededor adquiera belleza y valor. «Lo esencial es invisible a los ojos», le recuerda el zorro al Principito. Cierto que nadie puede ver lo que ocurre de nuestra piel para dentro. Pero de nuestra piel para fuera no ceja de haber belleza en el día a día para quien sabe aterrizar la mirada. Que el 2023 que acabamos de desprecintar sea un buen sitio para comprobarlo.

 

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martes, diciembre 20, 2022

Palabras desgastadas por el mal uso

Obra de Jarek Puczel

El mundo de la palabra permite la interpretación de los hechos. Esos hechos pueden variar sobremanera simplemente con la elección de las palabras y la manera de intercalarlas. Una palabra es una forma de ubicación en el mundo, una toma de posición política y afectiva. El alma humana se va troquelando a través de las ficciones empalabradas en las que habitamos sin que seamos muy conscientes de que sea así. Si modificamos el léxico o la forma de disponerlo, mutamos la forma de asir y sentir el mundo. Existe una anécdota muy graciosa que ratifica esta certeza. Un religioso le pregunta a uno de sus superiores: «Padre, ¿puedo fumar mientras rezo?». El superior se escandaliza ante lo que considera una acto herético y le responde furibundamente que por supuesto que no. Un poco más tarde nuestro protagonista vuelve a lanzar la misma interrogación a otro de sus superiores, pero con los verbos alineados en orden contrario. «Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?». El superior le contesta afirmativamente, e incluso elogia la petición releyéndola como la voluntad de insertar la oración en los pliegues de la vida cotidiana. En ambos casos se solicita lo mismo, pero situar un verbo u otro en primer lugar transmuta el relato.

En el libro Leer para sentir mejor alabo la lectura entre otros motivos porque nos aprovisiona de palabras y de sintaxis para conjuntarlas de un modo que las haga precisas e ilustrativas. Elegir bien las palabras e integrarlas igualmente bien es acortar la distancia entre lo que queremos decir, lo que decimos y lo que nos gustaría que se entendiera de lo que estamos diciendo. Conviene recordar que la palabra no solo demanda comprensión del significado que atesora, también exige escucha, una atención en la que estamos para el otro y viceversa. Cuando dos personas rompen el vínculo decimos que dejan de hablarse, pero acaso sería más preciso afirmar que dejan de escucharse, porque lo que puedan decirse está mediado por el odio o por la indiferencia, dos disposiciones que diluyen el valor de la palabra. Cuando hablamos y escuchamos, cada palabra traza un recorrido en nuestro cerebro. Siri Hustved recuerda que «hay frases que una vez pronunciadas, nunca se olvidan. Se quedan grabadas en la memoria por la fuerte emoción que provocan. En un ensayo me refería a ellas como tatuajes cerebrales». Gracias a las palabras que pronunciamos y escuchamos pronunciar damos forma al silencio que nos habita y nos configura, así que una borrosa estructura lingüística acarrea un desvencijado entramado afectivo.  

Las palabras enferman por su mal uso, pero fenecen por el abuso del mal uso. El mal uso es la recurrencia a clichés, lugares comunes, tópicos, palabrería, pero también a la polarización de los argumentos, al simplismo discursivo, a la utilización de sofismas, a las medias verdades, a los corrosivos eufemismos, a la momificación de la opinión, a la retórica entendida como el arte de no callar y a la vez no decir nada, a provocar que se peleen las personas haciendo que en un primer lugar se peleen las palabras que sabemos beligerantes. En Las mejores palabras Daniel Gamper sostiene que «la devaluación de la palabra también se da por inflación». Más adelante afirma que si la palabra puede devaluarse es porque posee valor. Frecuentemente pronunciamos grandes palabras ligeramente vacías de ese valor que toda palabra reviste. En mis ensayos las suelo denominar palabras catedrales porque son grandiosas y mayestáticas por fuera, pero desoladoramente huecas por dentro. Proliferan en las conversaciones cotidianas, en los grandes discursos, en los momentos en que se hace necesario construir eufemismos para edulcorar realidades vergonzantes. Son palabras desgastadas de tanto decirlas para no decir nada. Ortega afirmaba que el quehacer filosófico consiste en hacer evidente lo latente. También en devolver a la palabra el significado que le hemos hurtado. Restituir su valor. Mostrar lo obvio que hay en las obviedades que somos incapaces de ver entre tanta verbosidad.


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