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martes, octubre 26, 2021

Del narcisismo patológico al narcisismo vulnerable

Obra de Maria Svarbova

Tendemos a definir el narcisismo como el instante en que una persona se sobredimensiona, se desmesura y queda secuestrada por una complaciente y megalómana consideración de sí misma. En su trabajo sobre el narcisismo, la psicóloga francesa Marie-France Hirigoyen coloca al lado de este narcisismo, que califica como patológico, el narcisismo positivo. La autora lo designa como «tener la suficiente conciencia del propio valor como para mantener la autoestima frente a la crítica y los fracasos, es estimarse uno mismo de forma positiva, reconociendo al mismo tiempo los fallos, sin proyectar la parte negativa en los demás». Encuadrado en el narcisismo patológico hay un tipo de narcisismo que contraviene los estándares arrogantes del propio narcisismo. La primera vez que escuché hablar de él fue hace muchos años a una amiga profesora de Filosofía. Departíamos de un amigo común empecinado en enumerar sus cuitas y tribulaciones, en minusvalorar a todas horas el concepto de sí mismo, en sumergirse en un autodesprecio en el que por supuesto no había ni un ápice de clemencia hacia sí mismo. No era algo impostado ni teatralizado con el disfraz de la hipérbole, era una mortificación tan sincera como omniabarcante. Había desencuadernado por completo la evaluación sensata, estable y benevolente que todas y todos realizamos sobre nuestro propio valor cuando poseemos una autoestima equilibrada. Entonces en un aparte mi amiga me confesó algo que no he olvidado: «nuestro amigo es muy narcisista»

Acostumbrado a emparejar narcisismo con la enfermiza exhibición de una ridícula y obesa pomposidad, esta calificación me sorprendió. Ahora sé que se trataba de un narcisismo vulnerable. Frente a la visión idealizada de una grandiosidad irrestricta, el narcisismo vulnerable voltea esa idealización y el sujeto que lo padece se relee bajo creencias en las que apenas hay espacio para algo positivo. Es obvio que ambas narrativas son desmesuras del ego, puesto que son incapaces de constreñirlo, aunque tomen direcciones frontalmente opuestas. Una elige la ostentación ególatra y la otra la depreciación. Los narcisistas vulnerables viven sometidos bajo la férula de una conciencia excesivamente centrada en sí misma.  Este es el motivo de señalarlos como narcisistas. Cuando ocurre algo así es sencillo caer en la entropía, el desorden que provoca una conciencia excesivamente atenta a sí misma, y sobre todo desentendida con todo aquello que no sea ella y que epistémica y tergiversadamente considera fuera de su incumbencia. La vida del narcisista vulnerable está parasitada por una preocupación minuciosamente rumiante de lo que le preocupa, lo que intensifica la propia preocupación y genera un nocivo circulo vicioso, que finalmente le aproxima hacia la absurdidad y por lo tanto convierte la preocupación en irresoluble, lo que le inspira a analizarla de nuevo desde otros angulares, así en un proceso que en cada nueva rotación se vuelve más distorsionador, doliente e insoluble.  He aquí la génesis de una entropía perfecta. 

Cuando el ego se torna protagonista despótico de nuestras evaluaciones es fácil caer en la hipersensibilidad a la crítica y padecer un deseo de desaparecer de sí, como describió magistralmente David Le Breton en su ensayo de título homónimo. Desgraciadamente el estilo competitivo del mundo, la atribución de soluciones personales a problemas de genealogía política,  y el matrimonio formado por la empleabilidad (cada vez más complicada y más exigente sin ofrecer por ello contraprestaciones simétricas) y supervivencia (cada vez más difícil y más encarecida) favorecen estas derivas que corroen el carácter (Richard Sennet), fomentan la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), la fatiga de ser uno mismo (Alain Ehrenberg), nos vuelven más frágiles de lo que ontológicamente ya somos (Remedios Zafra), facilitan la metamorfosis de lo sólido en líquido (Bauman). Ante una situación así recuerdo la prescripción que compartía Bertrand Russell en La conquista de la felicidad. Se puede resumir en el sano olvido de uno mismo. Este olvido consiste en colocar más a menudo nuestra atención en las afueras del yo, ejecutar actividades comunitarias, fomentar situaciones con dimensión cooperativa, mirar paisajísticamente la heterogénea realidad social, tomar conciencia de nuestra pequeñez (de ahí deriva la palabra humildad) pero advirtiendo que es exactamente la misma que está incardinada en todas y todos los que habitamos el planeta Tierra. La literatura de autoayuda y el neoliberalismo sentimental propugnan justo lo contrario. Insisten en la capacidad autárquica del individuo y por lo tanto en el autoanálisis y la autoevaluación personal como herramientas correctoras. Combaten la flagelación personal con mecanismos que acaban intensificándola. Habrá que repetirlo una vez más. La mejor analgesia para los trasuntos del alma es la presencia cuidadora de los demás. Esa presencia exige mirada política, deliberación social, soluciones relacionales. Los tres grandes adversarios de ambos narcisismos.



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martes, enero 24, 2017

La fragilidad de los vínculos



Obra de Alice Neel
Llevaba varios días queriendo escribir un artículo dedicado a Zygmunt Bauman, el lúcido y crítico filósofo de la modernidad líquida. Falleció el pasado nueve de enero. Creo que el nonagenario sociólogo ha sido una de las personas con las que más he charlado privadamente estos últimos años en esa experiencia íntima que es la lectura. Cualquiera que me lea asiduamente verá que lo cito con profusión en mis textos. Hace un mes mis ojos deambularon por las páginas de su último ensayo, Extranjeros llamando a la puerta, una reflexión en torno a cómo los poderes políticos y fácticos estimulan aviesamente el miedo y el rencor al pobre a través de la demonización de la inmigración económica y de los refugiados para ocultar y eludir los problemas de base de la pobreza, que no son otros que una distribución cada vez más inequitativa de la riqueza. Los beneficiarios de tanta desigualdad azuzan la aporofobia (animadversión aguda al pobre) como distracción que nos haga posar la atención en el lugar equivocado. Recuerdo haberle leído a Bauman que la inmigración es consustancial a la textura humana. Desde la noche de los tiempos, si la riqueza no va a los pobres, los pobres van donde hay riqueza. Frente a una  lógica disyuntiva, que genera exclusión, toda la bibliografía de Bauman propone una lógica incluyente que entronice la cooperación como la única vía posible para humanizarnos. Su palabra fetiche es comunidad.

Pero yo quería hablar del gran hallazgo lingüístico de Bauman. Ahí refulge con toda su fuerza la expresión «mundo líquido». Este término tan fantásticamente locuaz simboliza la fragilidad contemporánea de los vínculos. Frente a la intemporalidad de los acuerdos de épocas pretéritas, la hipermodernidad ha fragilizado nuestro compromiso en cualquier parcela de la realidad. Esta modernidad de carácer fluido se puede compendiar en la muerte de los macrorrelatos que estructuraban biográficamente una existencia, en la extinción de entidades sobrenaturales que articulaban y lenificaban la vida terrenal, en la divinización de la voluntad como reina soberana de un individualismo que ha finiquitado cualquier contrato social. Se levantó así un escenario inédito y de consecuencias deletéreas. De repente el vínculo que nos unía umbilicalmente a la realidad se tornó volátil. Ahora prevalece la hegemonía de la espontaneidad de un deseo cada vez más tornadizo, el zapeo bulímico de experiencias efímeras como forma de morar el mundo, una identidad lábil incapaz de echar raíces y de construir resortes plenos, una relación con los demás rebajada a práctica consumista o como ejercicio de maximización de la utilidad. Aquella vida para toda la vida que vehiculó a las generaciones anteriores, y que en su envés tenía la asfixia de un exceso de normatividad coercitiva, ha sido reemplazada por una vida flexible que alberga muchas vidas pero poca vida en cada una de ellas. 

En la hipermodernidad desvinculada predominan mutaciones incesantes que hacen de la biografía un sendero sinuoso, amores líquidos e inconstantes (el próximo día escribiré sobre ellos), compromisos sin compromiso, nomadismo laboral, sentimientos de pertenencia de quita y pon, proyectos de usar y tirar, aligeramiento de un mundo que gana horizontalidad y pierde profundidad, una pluralidad de contratos que se sellan y se rescinden unilateralmente a una velocidad que ha logrado que pocos contratos merezcan el honor de ser bautizados así, una hiperaceleración máxima como signo del ajetreo diario para alcanzar lo mínimo. En el mundo líquido no hay nada sólido a lo que asirse, nada que resista los embates de la obsolescencia. Todo además excitado por un mundo competitivo que reduce a las personas a encarnizados opositores por el acceso a una vida digna a través de un empleo cada vez más escaso y más precarizado. Al vincular superviviencia con trabajo asalariado, las personas increíblemente competimos entre nosotras por alcanzar derechos de ciudadanía. Bauman ha señalado que este escenario de suma cero genera un batallón inmenso de damnificados, personas que el sistema productivo defeca como un excedente excrementicio que  no necesita salvo para agudizar la sumisión y la cualificación entre los que sí han ingresado en las filas de los empleados. El desempleo como un activo más de la producción. Zygmunt Bauman ha muerto, pero es una suerte impagable poder seguir charlando privadamente con él. Bendito sea el que inventó esos depósitos llamados libros.



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martes, junio 16, 2015

«Saber venderse»



Pintura de Alexa Meade
Hace unas semanas una lectora de este blog me invitaba a compartir mis impresiones sobre la cada vez más extendida expresión «saber venderse». Se trata de una fórmula verbal que se ha instalado con éxito en el lenguaje coloquial, pero también en la jerga académica y en la retórica de la gestión. Recuerdo un curso universitario on line de Negociación Estratégica que tutoricé durante varias ediciones hace un par de años. Los primeros días solicitábamos a los alumnos (casi todos licenciados) que compartieran con nosotros qué les había impulsado a matricularse en una aventura así. La respuesta más frecuente era «saber venderme mejor».  Este comentario se propagó tanto entre los participantes que un día recusé la expresión: «Imagino que cuando decís que hay que saber venderse os referís a que queréis aprender a promocionar vuestras competencias para que le resulten atractivas a un empleador, o a aquella persona que pueda solicitar vuestros servicios». El lenguaje nunca es inocente. Que ofertar en el mercado nuestras competencias laborales se haya resumido léxicamente en «saber venderse» (aunque la reducción verbal recoge simultánea y paradójicamente todo nuestro ser) delata la objetivación de las personas. También testimonia cómo la ubicuidad del mercado y su inseparable retórica han logrado que el verbo vender (traspasar propiedades) sirva de sinónimo para casi todo, incluido aquello que se da en círculos que nada tienen que ver con una transacción económica.

Postularse como candidato para un empleo convierte a la persona en un bien de consumo que hay que insertar en la dialéctica de la oferta y la demanda. Se trata de ampliar el valor de mercado del bien de consumo que somos y que llame por tanto la atención de la demanda. La posible empleabilidad metamorfosea nuestra persona en un producto que hay que divulgar utilizando las mismas reglas con las que el marketing airea las bondades de cualquier artículo. Toda la literatura que prescribe qué hacer para gestionar el yo como marca apunta en esta dirección. También las sinonimias que transfiguran mágicamente a las personas en recursos humanos, o en activos, o, en una pirueta asombrosa, en capital humano. Vicente Verdú publicó hace unos años un fantástico ensayo cuyo título refrenda esta deshumanizadora idea: Yo y tú, objetos de lujo (con el yo por delante, como exige una cultura que solemnifica el ego y sacraliza el individualismo narcisista). Las personas pierden su condición de sujetos pero a cambio se apropian del rango de objetos e interaccionan como tales. Como los objetos sí se venden y compran, cabe colegir que saber venderse señala una simbiosis en la que la persona  y su competencia destinada a generar un beneficio económico acaban convirtiéndose en una misma “cosa”, y probablemente en esa sola "cosa". Los ojos del empleador nos cosifican, pero también nosotros nos cosificamos cuando intuimos que seremos observados por el empleador. El sujeto deviene en objeto puesto que sólo como objetos poseemos valor de mercado. Zygmunt Bauman ha señalado en sus diferentes ensayos que la labilidad y la provisionalidad de los vínculos hacen que nos relacionemos con los demás aplicando a nuestras vinculaciones las mismas reglas que atribuimos a los objetos. Y si  convertimos en objeto al otro es fácil deducir que el otro nos convertirá en objeto a nosotros. Un bucle corrosivamente peligroso.



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jueves, abril 09, 2015

La decepción



Alice Neel, Hartley, 1965
La decepción es la introspección amarga que nace del incumplimiento de una expectativa. Es el reverso del deseo, la tristeza causada por no poder satisfacerlo, el malestar de una pretensión que no ha podido incursionar en la realidad y finalmente se ha disipado en la nada. En la decepción experimentamos que no somos del todo, que nos falta algo que en la ficción ya habíamos dado por hecho porque aspiraba a suceder. Vinculada a esta carestía Sartre escribió que el hombre no es lo que es y es lo que no es. Yo creo que es ambas cosas. Alguna vez he escrito que en la persona que somos también habita la persona que nos gustaría ser, nuestra plasticidad hace de nosotros una aleación en la que palpita el resultado de lo que hemos conseguido y el resultado de lo que estamos intentando. Nuestra divulgada aunque discutible condición de arquitectos de nuestra vida, de autores exclusivos de nuestra biografía, la engañosa abolición del secular destino de clase, la supuesta evaporación de prerrogativas de casta que encorseten nuestros sueños, la pregonada volubilidad de la existencia que permite ser trazada al antojo de la voluntad, han hecho que las expectativas construidas sobre nosotros mismos se hayan disparado. También la dificultad de poder satisfacerlas. El mundo líquido, el nomadismo biográfico, la volatilidad de los anclajes sentimentales, el consumismo que enerva las necesidades ficticias, el discurso positivista que otorga a nuestra voluntad poderes omnímodos, favorecen que los deseos se liberen peligrosamente y con ellos también la bilis que supone no colmarlos. Durkheim bautizó a esta dilatación inacabable del deseo como «la enfermedad del infinito».

Guilles Lipovetsky lo explica muy bien en La sociedad de la decepción: «Cuanto más aumentan las exigencias de mayor bienestar y una vida mejor, más se ensanchan las arterias de la frustración. Los valores hedonistas, la superoferta, los ideales psicológicos, los ríos de información, todo esto ha dado lugar a un individuo más reflexivo, más exigente, pero también más propenso a sufrir decepciones». Toda la publicidad de venta de bienes, servicios y experiencias nos muestra un edénico mundo color de rosa que por contraste convierte la vida de cualquiera en un territorio yermo y decolorado. La existencia puede devenir en una travesía muy infausta si no se poseen adecuados criterios de evaluación y significado, si se embotan los mecanismos de comparación,  si no se domeña el deseo (inhibición del impulso, según la jerga psicologista), si nuestro relato interior no se empalabra bien, si nuestra autoestima necesita la aprobación del otro a través del cálculo de cuántas necesidades creadas somos capaces de costearnos. Pero todavía hay más, un elemento tremendamente mórbido. El cada vez más arraigado lenguaje primario personaliza el fracaso que supone incumplir las expectativas, limpia del escenario mental toda cuestión estructural o de interdependencia social y le atribuye al yo la absoluta responsabilidad de todo lo que le acontece. Necesitamos una mayor presencia de lenguajes secundarios y la concurrencia de sentimientos de conformidad que contengan los deseos menos razonables enarbolando el pensamiento crítico y una sensibilidad ética. Es una tarea ardua en un mundo donde el conformismo es considerado un demérito o un execrable sinónimo de mediocridad. Tenemos que aprender a catalogar los deseos, pero sobre todo aprender a desobedecerlos.