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Hoy se celebra el Día contra la violencia de género. Recuerdo que
redactando un largo texto para un manual universitario de Persuasión y Argumentación me encontré con el escollo de definir qué
es violencia. Después de abundantes disquisiciones con distintos compañeros y de contrastar
mucha casuística di con una definición que soportaba las objeciones que habían convertido en inservibles todos los intentos anteriores: «Violencia es toda acción encaminada a
modificar la voluntad de otro sin el concurso del diálogo». Obviamente esta definición me obligaba a desgranar una segunda para que no se desdibujase el contexto. Entiendo que un diálogo
es una acción comunicativa, cívica y pacífica, que busca la comprensión de una
situación o conducta entre diferentes actores a través de la polinización de argumentos
susceptibles de ser refutados cuantas veces sean necesarias hasta dar con los que más les aproximen a una evidencia compartida. Eugenio
D’Ors escribió, y quizá no sea exacto porque cito de memoria, que el diálogo son las nupcias entre la inteligencia y la cordialidad. Dos o más personas intercambian afirmaciones e ideas,
pero lo hacen desde una esfera presidida por la concordia (la música que emana de dos corazones que buscan un acuerdo), requisito ineluctable
para que germine el entendimiento mútuo. En la violencia de género no hay bondad, ni cordialidad, ni fraternidad, ni nada del envés admirable del ser humano. Se produce cuando
un hombre revoca unilateralmente la voluntad de una mujer y, sin la
participación del diálogo, le hace transitar contra su deseo hasta allí donde
sin embargo el suyo queda satisfecho. No hay lazos de afabilidad entre el intelecto y la
bondad. Hay agresión, o la amenaza de llevarla a cabo, coerción, subyugación,
violencia verbal circundándolo todo, y en el otro lado sumisión, o atribución aviesa de la culpa, o el festín del miedo,
toneladas de terror paralizando la fatigada voluntad.
Jamás ha surgido nada decente de escenarios en los que se oficia el funeral del
diálogo y se entroniza la fuerza como principio vertebrador de la convivencia. Ni a
pequeña ni a gran escala. Al contrario. Es una vuelta a la lógica de la selva y al abrupto adiós a la civilización. El horror del que el ser humano, al conocer de lo que es capaz, quiere alejarse.