martes, marzo 05, 2019

¿En qué deseamos convertirnos?


Silvio Porzionato
El sentimiento de admiración es un sentimiento muy olvidado en el mapa político y ético. Sin embargo, a mí me parece un sentimiento sustantivo en la acción humana. Las virtudes, o los valores en su acepción contemporánea, se aprenden observando primero y emulando después la conducta plausible de personas significativas para nosotros. Las palabras entronizadas por el discurso ético como respeto, dignidad, consideración, empatía, bondad, generosidad, amabilidad, equidad, no hay que enseñarlas, hay que practicarlas, que es la forma de aprenderlas una vez observadas en la corporeidad de los actos. Wittgenstein escribió que la estética y la ética no se enseñan, se muestran. Si queremos una absorción pedagógica, después de contemplar el contenido ético hay que practicarlo y repetirlo hasta transformarlo en hábito y memoria. Aristóteles afirmaba que los aprendizajes que consisten en hacer se aprenden haciéndolos. Una de las grandes decepciones de la humanidad advino cuando los próceres de Las Luces descubrieron que el acceso al conocimiento no nos hizo mejores. Ni la cognición liberada de los dogmas y la superstición, ni el avance epistémico, ni el progreso científico, trajeron adjuntado un progreso ético. Esta constatación no debería arrojarnos al desánimo, sino exhortarnos a cultivar con más ahínco la tarea siempre inconclusa de pensar, que no guarda homología con adquirir conocimiento. Pensar es la experiencia que puede polinizar el conocimiento en práctica de vida. Aunque parezca contraintuitivo, pensar y hacer son sinónimos. Ya lo dijo Catón el joven: «Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo».

No es fácil cultivar el pensamiento. En la civilización del trabajo, vida y empleo (cada vez más precario) van indisolublemente soldados. Ocurre que el requisito más demandado por las industrias de la empleabilidad es la acreditación oficial de los saberes técnicos. Parasitada a esta exigencia se ha levantado una vasta mercaduría dedicada a la venta de titulaciones que santifican la capacidad productiva y desdeñan la reflexiva. El mercado como estructura que ha homogeneizado todos los círculos de la realidad ofrece frondosidad de medios, pero genera una preocupante desertización de fines que vayan más allá de la maximización privada del beneficio monetario. La conclusión es que la intelección y todas sus actividades satélite (reflexión, comprensión, deliberación, pensamiento, diálogo, sensibilidad ética, narración de sentido) sufren una acusada minusvaloración en la segregación y estandarización meritocrática de la empleabilidad. Hay una gestión instrumental de la inteligencia desvinculada de la capacidad de dar forma digna a la experiencia humana.

Sin embargo, para edificar el sentimiento de admiración es cardinal el concurso de la axiología, el pensamiento entregado a encontrar nuevos ángulos de valoración acordes con nuestra capacidad creativa de otear posibilidades, la participación de una afectividad crítica que sepa escindir inteligentemente lo admirable de lo que no lo es, porque podemos admirar comportamientos muy poco admirables o incluso reprensibles.  Como se puede admirar a alguien o a algo poco o nada admirable, no nos queda más remedio que discurrir qué es lo admirable, acotar su territorio, delimitar el comportamiento que merece esta calificación de la que no. Dejaríamos atrás la razón instrumental y entraríamos en los dominios de la deliberación, aquello que puede ser de una pluralidad de maneras y que por tanto requiere la intervención de una razón discursiva afanada en instituir prioridades y valores. Lo admirable para mí puede ser algo deleznable para otro, así que en el mundo de la deliberación es imperativo pensar juntos. Ese pensar juntos a su vez solicita el principio fundacional consistente en responder qué vida queremos para la agenda humana que compartimos en nuestra irreversible condición de existencias al unísono. En la contestación que nos demos podremos levantar las fronteras de lo admirable de lo que no lo es, lo digno de lo indigno, lo  vivible de lo invivible. Aquí la inteligencia y su capacidad de hacer valoraciones para estratificar el sentido cobran una centralidad categórica. 

Como somos existencias abrazadas a otras existencias y no existencias insularizadas, como compartimos agrupadamente el espacio y los recursos, en la elección es nuclear tener presente al otro para que ese mismo espacio y la relación con nuestros semejantes y el resto de seres vivos no se depauperice. «El ser humano se hace al elegir», escribió Sartre en El existencialismo es un humanismo, pero agregó páginas después de esa primera aserción que «no hay ninguno de nuestros actos que, al crear al ser humano que queremos ser, no cree al mismo tiempo una imagen del ser humano tal como consideramos que debe ser». Yuval Noa Harari clausura su ensayo Sapiens, de animales a dioses interpelando a los lectores con dos interrogantes vertiginosos: ¿En qué deseamos convertirnos? ¿Qué queremos desear, y añado yo, como la encarnación viva de ese sapiens en perpetua mutación en tanto especie no fijada?  Me atrevo a añadir una tercera pregunta. ¿Qué conducta nos gustaría considerar como admirable? Me aventuro a responderla. Sería admirable aquella conducta que trata al otro con dignidad y respeto, que en sus deliberaciones previas a la acción conversa con la preocupación por el otro y los modos de erradicar el motivo de esa inquietud, inclinación discursiva medular para forjar ideas de equidad y justicia. Solo así se puede saltar de la ética a la política, del yo a la primera persona del plural, que es la forma en la que habitamos la vida. Incomprensiblemente las democracias y los ciudadanos hemos delegado la respuesta en la inteligencia empecinada en aumentar los márgenes.



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