Obra de Helena Giorgiou |
Aunque la creencia popular nos ha inculcado que el mundo afectivo es el resultado de intrincadas operaciones de cariz personal, resulta tremendamente subsidiario de las condicionantes situacionales de las que indefectiblemente forma parte nuestra persona. No somos entidades insulares, somos existencias al unísono, y ese unísono está configurado por el diseño político y económico. Cuando abandonamos el útero materno no llegamos a un sitio yermo, sino a un útero cultural del que no podemos sustraernos. Los contextos orquestan ideas, actitudes, hábitos, valores, sensibilidades, deseos, juicios, procedimientos, prácticas, imaginarios, afectos, estilos sentimentales. La capacidad autodeterminadora del contexto puede fácilmente provocar la corrosión del carácter (Richard Sennet), precipitarnos contra nuestra voluntad a la sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), azuzarnos a la era del vacío (Lipovetsky), saturarnos el yo (Kenneth J. Gergen), fragilizar nuestros vínculos con los demás y con nuestros propios deseos hasta convertir el mundo en un lugar líquido (Zygmunt Bauman), subyugarnos déspotamente por la tiranía del mérito (Michel J. Sandel), exigirnos una competición tan descarnada en aras de ser productivos para el mercado que deseemos desaparecer (David Le Breton), nos encadene a las nuevas soledades (Marie-France Hirigoyen), o nos invite a adherirnos a la derechización del malestar (Amador Fernández-Savater).
Esta relación umbilical de lo político
y el entramado afectivo personal debería ocupar mayor espacio en la conversación pública. Como bien señala el adagio, somos más hijos de nuestro tiempo (ethos social) que de nuestros padres. El zeitgeits determina nuestros sentimientos mucho más de lo que estamos dispuestos a admitir. Sabemos que cuanto más degradados y depredatorios son los contextos sociales, menos cordiales son los sentimientos que brotan de las personas. El miedo, la zozobra, la incertidumbre, la precariedad, la rivalidad, la pugna,
la desigualdad, no suelen inspirar sentimientos de apertura al otro (alegría, admiración,
compasión, bondad, cuidado). Cuando en las interacciones afluye el
afecto, nos humanizamos y los sentimientos que suelen comparecer devienen adalides de lo justo, lo ético, lo recíproco. Sin embargo, cuando el afecto
se diluye, cosificamos a los demás, la ética se volatiza y podemos pretextar
líneas de conducta y estructuras consideradas por una mirada neutral como muy poco escrupulosas. Conocedores de estos tropismos tan humanos, deberíamos aceptar el deber civilizatorio de pensar y escrutar fórmulas de imparcialidad en las que sobrevivir no impida
vivir (y por lo tanto no instigue lo peor de nuestra persona), y que vivir lleve intrínsecamente el deseo de configurar formas de existir en las que todas y todos podamos erigirnos en acreedores de una vida buena. Paul Ricoeur compartió la tríada
ética compuesta por el deseo de una vida realizada con y para los otros en el
marco de instituciones justas. Difícil superar un propósito más hermoso.
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