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martes, enero 23, 2024

Vidas aplazadas

Obra de Rui Veiga

El filósofo italiano Diego Fusaro define la economía de la promesa como la retribución consistente en la vaga promesa de una futura contratación y de incluir en el currículum una nueva experiencia. Es la idea del pago simbólico abordada por Remedios Zafra en El entusiasmo. En la relación contractual (sobre todo en el desempeño de trabajos cognitivos y creativos) no se remunera con capital monetario, sino con visibilidad, prestigio, esperanza de una futura situación mejor, afecto, o con poder hacer aquello que reporta entusiasmo en tanto que fungir el propio ejercicio provee de pasión a su ejecutante. De este modo la precariedad insta a que la persona colabore con su propia explotación. En el irrenunciable ensayo Crítica de la razón precaria, Javier López Alós aporta una observación incisiva: «Podríamos definir la precariedad como la imposibilidad del no, aquella condición vital que cancela la posibilidad de negarse a algo. Visto así, precario es quien no puede decir que no». Es la misma definición que podemos esgrimir para explicar en qué se asienta la violencia. Violencia es no poder decir no a una situación que sabemos injusta.  La violencia deviene en la expropiación  de la dignidad de la que toda persona es acreedora, y por lo tanto en el incumplimiento del deber de tratarla como titular de ese inalienable valor. La precariedad es una violencia estructural cuya naturalización la ha deslindado de cualquier atisbo de violencia. Como la precariezación ya no es excepción, sino norma, se ha acuñado el término precariado, un neologismo que indica la existencia de una capa social sometida a la inestabilidad y la incertidumbre laboral y que recibe ingresos exiguos o directamente no los percibe. Huelga agregar que si el empleo es precario, también lo es la existencia de quien lo desempeña.

Si la precariedad señala debilidad ante una  situación que se aprovecha de esa misma debilidad engendrando violencia estructural, «pedirle a alguien en situación de precariedad que resista, planteárselo como exigencia moral, es poco menos que sugerirle que se trate como un objeto, que opere sobre sí como si de un autómata se tratara y no hubiera ninguna causa externa o ambiental que explicara su fragilidad», observa López Alós. La economía de la promesa juega aquí un papel prioritario. Se sacrifica en el presente todo lo que sea necesario para mantener intacta la expectativa de un futuro amable que ahora se muestra indolentemente elusivo. Sobreviene así el obituario de sueños, vocaciones, lealtades, proyectos, vínculos, pasiones. Zafra denomina a estas existencias «vidas aplazadas»

Es fácil determinar qué tipo de sentimientos y qué estados afectivos despierta en las personas sabernos tratadas con una violencia que no podemos eludir, y con lo mejor de nuestras vidas arrumbado en el rincón de lo inservible. Es harto difícil hacer coexistir la indignación y el enojo en la esfera laboral precaria y la alegría y la serenidad fuera de ella. Se produce lo que Richard Sennet conceptualiza como la corrosión del carácter. Como señala Fusaro, el trabajo volátil e intermitente y por tanto precario «dificulta la creación de una identidad biográfica y laboral estable», oscurece la posibilidad de «la continuidad narrativa del trayecto existencial». Ante este hecho, en vez de permitir que la indignación y sus correlatos éticos intoxiquen la vida, las personas con vidas precarias se resignan y encaran con despolitización la realidad política asumiéndola con un  es lo que hay. Es lo que Mark Fisher denomina impotencia reflexiva, y es el gran triunfo del poscapitalismo: inhibir la imaginación política de pensar otros posibles horizontes de sentido, ocluir la posibilidad como herramienta de emancipación y transformación. El pensamiento no reflexiona sobre alternativas, sino sobre cómo acomodar la vida a una forma de existencia que atenta contra la vida. A las vidas aplazadas hay que sumar la condición de vidas fracturadas.

La propagación de problemas de salud mental en la población atestigua que el modo de existir quizá no sea el más propicio para una vida buena. En La enfermedad del aburrimiento, Josefina Velasco asevera que «todo dolor señala que algo no va bien para darnos la oportunidad de remediarlo». Nunca antes se han consumido tantos ansiolíticos, las consultas de psicología están hacinadas, las terapias proliferan por doquier, la literatura de autoayuda coloniza las librerías, el pensamiento positivo se ha adueñado de la reflexividad y la crítica, la medicalización de asuntos relacionados con malestares de genealogía social y democrática se ha disparado. Dolencias con clara fundamentación política son releídas como carencias psicológicas o desórdenes cognitivos, incapacidades personales en vez de inequidades e injusticias institucionales, inhabilidad para inscribirse en el mundo en vez de cuestionar los mecanismos opresivos implementados para la extracción de beneficio económico. Se individualizan los problemas y se exime de cualquier responsabilidad sobre ellos a la ordenación social de la producción.

Todavía recuerdo el impacto que me provocó leer la idea de blancura en la obra Desaparecer de sí de David Le Breton. La blancura es el deseo de esfumarse de la dramaturgia social cuando ser uno mismo resulta imposible o depara angustia, diluirse de un escenario cronófago e insaciable que extenúa a las personas exigiéndoles lo máximo (flexibilidad, adaptabilidad, disponibilidad, movilidad, cualificación, tiempo) a cambio de reintegrarles lo mínimo (salarios que no garantizan la supervivencia ni permiten salir de la intermitencia laboral, o pagos metafóricos en los que no se abona ninguna cantidad económica). Surgen sensibilidades que no pueden soportar lo insoportable y enferman. Otras aceptan lo inaceptable, capitulan ante realidades que laceran y les canibalizan la vida, o albergan la promesa de salir de allí en un lapso de tiempo que no cejan de diferir, y enferman también de frustración y alienación. No se pueden ni se deben vivir vidas que cercenan la vida, vidas desarraigadas de la propia vida. Son vidas en las que no hay futuro (vidas sin poder esbozar los más mínimos planes de vida, sin seguridad ni predictibilidad), sino un presente continuo en el que se va postergando todo aquello que  motiva y apasiona pensando que algún día se podrá cristalizar. La promesa de un cambio meliorativo continúa floreciente mientras la vida se marchita en estructuras sociales y económicas ajenas por completo al arbitrio  de la persona que las padece, a quien sin embargo se le recalca que será su esfuerzo y su voluntad quienes le faculten o no ese ansiado cambio. La promesa como artefacto sentimental interpreta un papel prevalente en este drama social. Cronifica la estructura y responsabiliza de su suerte a quien no sale de ella, a quien prosigue con una vida aplazada de la que probablemente nunca podrá librarse.

  
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martes, noviembre 28, 2023

Vulnerabilidad y precariedad

Obra de John Wentz

En muchas ocasiones utilizamos como sinónimos vulnerabilidad y precariedad. La vulnerabilidad humana es ontológica, pero la precariedad es política. Somos vulnerables (de vulnus, herida) porque somos susceptibles de ser heridos en cualquier momento por aquello que nos circunda. En su ensayo Vulnerabilidad, Miquel Seguró recoge que «vulnus implica que nuestra situación sea vulnerabilis, que encarnemos la predisposición de que nos sucedan cosas». La conciencia de nuestra vulnerabilidad nos instó a urdir estrategias colectivas para aminorarla. Sin embargo, la precariedad no pertenece a hechos de la naturaleza, sino a los opcionales de la cartografía política. El filósofo italiano Diego Fasuro explica en su ensayo Historia y conciencia del precariado cómo la precarización irrumpe en la existencia humana: «la precariedad no la eligen los individuos, sino que viene dictada por la producción. Transforma las biografías en una secuencia ininterrumpida de posibles reinicios, lo que provoca que la vida se esfume en las posibilidades aplazadas y en los proyectos incumplidos a la espera de una estabilización (sentimental, profesional, existencial) que se postergará permanentemente». La precarización comporta la descomposición de horizonte que otear, la ausencia de proyecto en el que inscribirse, el debilitamiento de los vínculos afectivos que no encuentran ni tiempos ni espacios en los que cultivarse y florecer. En la vida precaria no hay posibilidades de planes de vida. Creo que es una buena definición de pobreza. La pobreza es la imposibilidad de hacer posible las posibilidades a las que nos hace acreedoras nuestra dignidad.

La precariedad no es vulnerabilidad, pero convierte en vulnerables a las personas que la padecen, cuyo número crece exponencialmente al compás de una economía que, desgajada de la política, ambiciona que las personas no tengan cubiertas las necesidades consustanciales a existir. Esta circunstancia facilita la devaluación salarial y a la vez convierte la necesidad humana en un yacimiento ubérrimo para el extractivismo monetario. Resulta curioso cómo en el paradigma neoliberal la preocupación por los derechos civiles es directamente proporcional a la desatención por los derechos sociales y económicos. Diego Fasuro sostiene que en el precariado coexisten la libertad jurídica con una esclavitud económica disimulada por el contrato libre de trabajo. La discontinuidad laboral, la intermitencia contractual, los itinerarios profesionales fragmentados y sincopados, la flexibilidad, la movilidad, la inestabilidad, la infrarremuneración, la servidumbre, la ausencia de vínculos, el desarraigo, la competición exacerbada, la incertidumbre, la inseguridad material, son los atributos con los que la precariedad inerva la vida y la pauperiza tanto material como inmaterialmente. La persona queda rebajada a persona invertebrada, en la redonda expresión con la que Lola López Mudéjar tituló su potente trabajo Invulnerables e invertebrados. La persona no tiene columna que la sostenga.

Toda estructura arbitraria necesita narrativas morales que oculten cualquier atisbo de arbitrariedad. El neoliberalismo focaliza su relato en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada de la voluntad individual como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes similares y de un cosmos sociopolítico y económico tan protagonista en su trayectoria como su propia voluntad. Se desdeña la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más digna y significativa para todas las personas. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo de la salvación individual en vez del nosotros del apoyo mutuo y la redención social. Esta entronización del yo o esta dilución del nosotros como existencias al unísono omite que toda alegría individual se apoya en un marco de alegría política o colectiva. Toda ética de máximos (la elección personal de los contenidos que desembocan en una vida significativa y brindada de sentido) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia y equidad económica para facilitar el despliegue de esa elección). El credo neoliberal y su jerga gerencial se fijan hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestiman el segundo, cuando sin este segundo el primero deviene entelequia. De esta desatención crónica surge el cada vez más agravado malestar democrático. También sus cada vez más peligrosas consecuencias.


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martes, junio 07, 2022

El anhelo de una identidad estable

Obra de Valeria Duca

Enmanuel Mounier afirmó que una persona es una interioridad abierta a los demás. Somos un entrecruzamiento de muchos tues que nos formatean en un yo irrepetible, diálogos afectivos con el exterior que performan nuestro interior y van configurando el misterio de nuestra identidad, o El laberinto de la identidad, que es como se titula el maravilloso blog del profesor Fernando Broncano. Las personas no nacemos con una identidad clausurada, sino que la vamos construyendo en el devenir del día a día, en el amontonamiento de tiempo trufado de millones de decisiones, millones de acciones, millones de omisiones. La identidad está siempre en construcción a través de la adhesión personal a múltiples vectores, y a la capitulación de otros no elegidos, que nos van mágicamente constituyendo como una existencia única e incanjeable. Se trata de un proceso en el que interaccionan nuestros afectos, pensamientos, recuerdos, expectativas, creencias, preferencias, valores, deseos, proyectos, formación cultural, determinaciones de clase, nivel económico, género, edad, actos de lenguaje reiterados (según acuñación de Judith Butler), una unidad narrativa en la que nos vamos empalabrando y dotando de contorno y centro. En La razón también tiene sentimientos denomino a este proceso en perpetua revisión como entramado afectivo. A veces este entramado es una oquedad de una ignota y enigmática maleabilidad, de ahí la dificultad de saber quién se hospeda en nuestros sentimientos, quién vive en las elecciones que adoptamos, quién es exactamente la persona que autorreflexiona sobre sí misma.  Ortega sostenía que cada persona es un punto de vista sobre el universo. No es impertinente preguntarse por tanto quién se acurruca en ese punto de vista que contempla el universo con una mirada irremplazable.

Anhelamos que este proceso identitario siempre en curso sea a la vez estable y que no esté excesivamente expuesto a los vaivenes del azar y las vicisitudes de la vida. Desgraciadamente vivimos tiempos de identidad líquida. Hay mucha prevalencia de provisionalidad, temporalidad, movilidad, precariedad, pobreza, desraizamiento, labilidad, desterritorialización, descompromiso, desvinculación, espontaneidad, despotismo desiderativo, confusión discursiva. Esta identidad líquida promocionada por los postulados neoliberales trae en su reverso sin embargo la pretensión perentoria de identidades estables y sólidas.  Es una aporía muy llamativa. En una clase de Psicología sobre identidad y personalidad pregunté a las alumnas y alumnos quiénes eran. Para mí sorpresa contestaron con su nombre, edad, localidad de nacimiento. Recurrieron mayoritariamente a identidades innatas despojadas de agencia y capacidad decisoria. Era en la dejación de lógicas electivas donde encontraban sus livianos cimientos identitarios. Los tildo de livianos e incluso superfluos porque nadie ha hecho nada, ni meritorio ni reprobable, para tener el nombre que tiene, la edad que está cumpliendo y haber sido nacido en una localización geográfica concreta. 

Esta aparentemente banal anécdota permite entrever un riesgo mayúsculo social. La ideología totalitaria oferta esencias identitarias monolíticas y sin agencia vinculadas al patriotismo, al nacionalismo, al dogmatismo, al fundamentalismo, al fanatismo, al odio al diferente. Elabora esquemas de percepción en el que las personas dejan de ser personas para convertirse en individuos carentes de valor que representan a un colectivo que, juzgado por patrones de odio y estrategias de superioridad jerárquica, merece la expulsión. De aquí surge la xenofobia, el racismo, la aporofobia, la homofobia, la misoginia, el machismo, la inquina a cualquier conato de heterogeneidad. En estos mecanismos de exclusión no hay nada relacionado con el trato considerado a las personas prójimas, a la sensibilidad empática, al marco intersubjetivo en el que los demás nos hacen ser yo, al disenso y la controversia connaturales a las sociedades abiertas y plurales, a algo que curse con lo que Luc Ferry denomina con mucho acierto transcendentalidad horizontal. Al contrario. Todo es transcendencia vertical. He aquí la paradoja. La identidad líquida solidifica en las ficciones gaseosas. Son las que los humanos hemos inventado para sentir calor hogareño cuando afuera arrecia la intemperie.

 

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