martes, mayo 20, 2025

No existen los monstruos, pero sí las monstruosidades

Obra de Tim Etiel

En los encuentros que mantuve el curso pasado con motivo de la publicación del ensayo La bondad es el punto más elevado de la inteligencia, una de las cuestiones más recurrentes de quienes asistían era preguntar si el ser humano es bueno o es malo por naturaleza. Es una interrogación que también aparece en las páginas del libro. Es muy sencillo responder a esta cuestión: la pregunta no es pertinente. El ser humano no es ni bueno ni malo, sin embargo sí pueden serlo sus cursos de acción. Conceptualizamos como bueno o malo un acto de acuerdo al daño que causa en los demás y en la convivencia a la que indefectiblemente nos anuda nuestra condición de seres vinculados.  El  mal es la perpetración deliberada de un daño perfectamente evitable, por eso en todo mal hay un componente elevado de gratuidad que acrecienta el halo maléfico del acto mismo. Es gratuito porque ese daño era eludible, pero intencionalmente no se quiso eludir. En contraposición, la ideación del bien señala toda acción encaminada a ampliar el bienestar y el bienser de nuestros semejantes. Lo humano, demasiado humano, es que en unas ocasiones se puede obrar bien, en otras mal, y lo más frecuente es que ambas disposiciones se presenten amalgamadas en porcentajes dispares en ese flujo inacabable de acciones que acaban insertas en un mundo cuajado de ambivalencias. A las personas que anhelan colocarlo todo en rígidos moldes maniqueos les cuesta entender que una persona que se comporta de una manera amable en un círculo de actuación pueda luego conducirse de manera éticamente reprobable en otro. Coligen que quien actúa mal es una mala persona y no tienen reparo en negarle tanto la posibilidad de redimirse como de obrar bien en otras esferas y con otras personas. Es una tranquilizadora forma de negar la resbaladiza existencia de ambigüedad, disonancia y borrosidad en la plástica experiencia humana.

Siguiendo esta lógica esencialista y maniquea, resulta sencillo tildar de monstruo a quien comete actos monstruosos. Los monstruos no existen, pero sí las conductas que no dudamos en calificar de monstruosas. Cuando Hannah Arendt acudió al juicio en Jerusalem del gerifalte nazi Adolf Eichmann, sobresaltó a la comunidad internacional al considerar que Eichamn no era ningún monstruo, como su espeluznante historial de muertes podía hacer prever, sino una persona muy similar a  cualquier otra que a fuerza de obedecer órdenes había banalizado el mal. Lo monstruoso era constatar que una persona con capacidad de mandar a la muerte a miles de personas operaba con un desarrollo moral equivalente al de una criatura de cinco años (según la taxonomía de Kohlberg). Matar era para él algo ordinario porque su vínculo de subordinación le instaba a someterse a los mandatos de una autoridad vertical y de paso evitar el castigo que supondría la desobediencia. Arendt advirtió que Eichamn no hospedaba ninguna criatura monstruosa en su interior, pero que al estar mal configurado éticamente cometió monstruosidades. La banalidad del mal acuñada por Arendt nacía precisamente de la irreflexión a la que se atuvo Eichamnn. Se saldaba que no había maldad en sus actos, había una escandalosa irreflexión que lo conducía a obedecer órdenes asesinas exonerándose a la vez de responsabilidad alguna. Curiosamente abdicar de pensar le desresponsabilizaba de ser compasivo. Es fácil extrapolar  este mecanismo de comportamiento a las decisiones administrativas y tecnocráticas, a los algoritmos opacos, a las medidas políticas de todo tipo, o a las prácticas corporativas que, sin una intención última de hacer daño, terminan legitimando posturas deshumanizadoras. 

Obviamente hay males cometidos con plena conciencia, pero si la irreflexión nos mantiene en narrativas propias de estadios morales ínfimos, deberíamos aceptar el deber cívico de pensar y hacer un uso público de la razón, ascender de la mera evitación del castigo a articular nuestra conducta conforme a principios e ideales en cuyo cénit se encuentre la dignidad humana, el valor común del que es titular toda persona por el hecho de ser persona, y cuyo cuidado se torna deber para todas las demás expresado a través del respeto. Si el mal florece por la omisión de pensamiento, la escuela debería ser un lugar de pensamiento ético. No es casual que el colapso del pensamiento moral opera allí donde el discurso crítico ha sido desmantelado. Pensar éticamente no es solo razonar con claridad, también es sentir con hondura, como lo refrendan actos de valentía ética que emergen del pensamiento activista y de la compasión lúcida. Si queremos moralizarnos, estaría bien elevar a imperativo colocar la mirada en el valor de la dignidad, y facilitar que el sufrimiento de las personas tome la palabra poniendo nuestra atención a su servicio. Toda reflexión que no converja en la dignidad y el sufrimiento de las personas, o que esgrima retórica política para pretextar por qué no concluye ahí, es una reflexión vaciada de ética. Una reflexión sin genuina reflexión.


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martes, mayo 13, 2025

«La existencia, como la rosa, acontece sin porqué»

Obra de Tim Etiel

En el nuevo ensayo de Joan-Carles Mèlich, El escenario de la existencia, se cita un precioso aforismo del filósofo y escritor Rafael Argullol, muy ducho en este arte literario y con varias obras fantásticas que lo refrendan. La sentencia de Argullol está extraída de su libro Danza Humana y revela lo siguiente: «El aprendizaje del idioma del azar es el más decisivo de los aprendizajes. Y el más duro». Aceptar lo azaroso y lo impredecible como elementos fundamentales de nuestra existencia constituye el magisterio más elevado al que podemos aspirar en esta fugacidad donde rara vez vivimos varias veces treinta años. Admitir la intervención troncal del azar en el decurso de la vida humana es dotarla de liviandad, asumir la insignificancia de nuestra voluntad a la hora de sobrellevar el ingente volumen de acontecimientos que se ciernen sobre ella. Hay algo liberador en esta asunción, aunque quizá en las primeras revelaciones se experimente desasosiego y rechazo. La náusea abordada por Sartre aparece en su novela cuando su protagonista Antoine Roquentin se percata con extrañeza e incomodidad de la contingencia del mundo. Lo que ocurre podía no haber ocurrido, y a la inversa, lo que ha ocurrido podría haber tomado otra dirección y haber acabado en el limbo de lo inexistente, y en ninguno de los dos casos lo sucedido o lo dejado de suceder sería relevante para la continuidad del mundo. El mundo deviene así en lugar absurdo e indolente con esos propósitos humanos que tanto nos descorazonan a las personas. 

Me viene a la memoria un relato, de cuyo autor ahora no logro acordarme, en el que fallece el padre del protagonista, y al día siguiente comprueba cómo el mundo prosigue su andadura ajeno e indiferente al doloroso deceso de su progenitor. Mèlich explica esto mismo de un modo lacónico pero poéticamente nítido: «La existencia, como la rosa, acontece sin porqué». Esta certeza atemoriza a muchas personas porque despoja de sentido a la vida, pero reconforta a quienes saben que precisamente el hecho de que la vida no disponga de ningún sentido insta a la tarea de adjudicárselo. La sabiduría estoica enseña que no se trata de domeñar las apariciones con las que la absurdidad y la aleatoriedad hacen impredecible la vida, sino aceptar de forma serena nuestra imposibilidad de docilizarlas plenamente. Ortega y Gasset sostenía que no podemos domesticar las circunstancias ni zafarnos de ellas, pero sí al menos intentar con la elección de nuestras acciones y nuestros modos de previsión que sean lo más afables posible. Cada vez que felicito un cumpleaños a personas próximas mi felicitación persigue este mismo propósito: «Que la nueva edad que desprecintas hoy te trate bien y te traiga un año bueno y amable»

Que no tengamos control absoluto sobre lo que ocurre y que seamos seres condicionados no significa que no podamos autodeterminarnos parcialmente. La personal lucha contra las contrariedades que se ciñen sobre nuestra biografía y los resortes de protección colectiva que hemos levantado políticamente  pretenden oponer resistencia al despotismo del azar en la experiencia humana. Sin embargo, nos narramos con ficciones un tanto engreídas en las que lo contingente goza de un papel periférico para atribuirnos un desmesurado poder autoral sobre nuestra vida. Nuestro imaginario está infectado de la ilusión de control y del sesgo de intencionalidad, relaciona con suma celeridad lo que acontece con cursos intencionales, mayoritariamente emanados de nuestra capacidad de agencia, y para ello es capaz de construir sofismas impropios de una inteligencia empleada con sensatez. Y cuando no es así, fabulamos deidades a las que imploramos su intercesión benevolente, dando por hecho su interés en inmiscuirse en los transuntos humanos.

Siendo extremadamente generosos cabe plantear que somos autores de nuestros propósitos, pero coautores de nuestros logros, aunque si nos detenemos a pensarnos despacio no resultaría difícil constatar que incluso nuestros propósitos están mediados por muchos imponderables que nos instan a admitir que somos algo de lo que nos propusimos, pero sobre todo la resultante de lo que no pudimos esquivar.  El papel estelar del azar suele estar minusvalorado en las sociedades meritocráticas, pero su radio de influencia es colosal. Desde el hecho de nacer, acto impositivo y por tanto no electivo, hasta en qué sitio y en qué tiempo se nace, son hitos en los que ninguna persona afectada tiene la posibilidad no ya de controlar, sino tan si quiera de intervenir. Mèlich sintetiza este postulado afirmando que «se es mucho más representación (lo que sucede y lo que se hereda) que acción (lo que se hace y lo que se decide)». En la difusa intersección de lo impredecible y lo elegido se halla el resultado de lo que somos, sea lo que sea lo que seamos. Tengo un amigo con el que comparto una consigna de ánimo y aliento que resume lo que he querido documentar en este texto: «Que la suerte no te resulte muy desfavorable, de todo lo demás estás perfectamente preparado para encargarte tú».  


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martes, mayo 06, 2025

Errar es de humanos y echarle la culpa a los demás es de sabios

Obra de Helena Georgiou

El acervo popular nos recuerda que errar es de humanos y rectificar es de sabios. Sin embargo, desde que se inventaron las excusas es inusual que alguien asuma la comisión de un error, de tal forma que el refrán se ha metamorfoseado y ahora nos indica que errar es de humanos, pero echarle la culpa a los demás es de sabios. Existe una inflación de imputaciones y acusaciones a terceros (o a las siempre recurrentes circunstancias) con tal de no asumir la responsabilidad de hechos que nos atañen y ante los cuales tenemos el deber de responder. Nos hemos vuelto duchos en el arte de pretextar lo que sea con tal de sortear una responsabilidad que, por comisión o por omisión, nos señala como los autores de un evento poco edificante. A nadie le resulta una experiencia grata tener que atribuirse la autoría de una acción en la que se sale malparado. Para redimirnos, nuestro cerebro ha creado un acto reflejo cognitivo consistente en hallar una o varias  explicaciones que excusen nuestro proceder. Se trata del sesgo de atribución, un atajo heurístico para salir ilesos de cualquier evaluación de nuestro comportamiento. Propendemos a atribuirnos la firma de lo meritorio, pero toda acción que acarree desdoro o demérito siempre es culpa de alguien o algo ajeno a nuestra intencionalidad. Somos portadores de narraciones atravesadas de una opulenta inventiva literaria cuando se trata de descubrir agentes que confabulan contra los buenos propósitos cuando no somos capaces de coronarlos. Este sesgo también recibe el nombre de sesgo de autocomplaciencia. Externalizamos las causas cuando las cosas nos van mal y las internalizamos cuando nos van bien. Lo paradójico de este sesgo es que solo se lo aplicamos a nuestra persona o a nuestros seres queridos. El comportamiento de las demás personas se lo atribuimos invariablemente a causas internas suyas. 

Como esquemas de interpretación y acción, los sesgos operan de forma asociada y combinada. A un sesgo le sigue otro que refrende el anterior, así en una conglobación de sesgos cuya última finalidad es autodotarse de invisibilidad. Quien se regula sesgadamente no se percata de esta mediación epistemológica, y es en esta inadvertencia donde está concentrada la nocividad de los sesgos. Al sesgo de atribución le suele escoltar el sesgo de confirmación, la tendencia a buscar e interpretar nuevas pruebas que confirmen lo que uno piensa. Solemos poner el foco de atención en aquellas situaciones que refrendan nuestra hipótesis, lo que valida la hipótesis, que a su vez agudiza la atención en ese ángulo para que en futuras ocasiones solo veamos lo que vuelva a confirmar la hipótesis (es la dinámica que opera en los prejuicios y la que los bunkeriza). Daniel Kahneman en Ruido nos precave de que "nuestra mente convierte con facilidad una correlación, por baja que sea, en una fuerza causal y explicativa". En el supuesto de no poder desvelar la causa, arraigará el cada vez más prolífico sesgo conspiracionista. Atribuimos motivos ocultos a los agentes a quienes imputamos las causas de nuestros deméritos. 

El sesgo de confirmación aparece temprano en la infancia y dura toda la vida. En La mente de los justos, Jonathan Haidt cita a los científicos cognitivos franceses Hugo Mercier y Dan Sperber, que en sus estudios concluyeron que el razonamiento no evolucionó para ayudarnos a encontrar la verdad, sino para asistirnos a la hora de entablar discusiones, persuadir y manipular cuando confrontamos nuestro pensamiento con el de otras personas.  También se puede añadir que esta maniobra de socorro se activa cuando dialogamos con nuestra mismidad. El sesgo nos persuade de que no adolecemos de falta de destreza, sino de que las cosas no nos van bien por por culpa de elementos externos. Los autores franceses postulan que el sesgo de confirmación es una función incorporada de una mente argumentativa, y no un error que pueda erradicarse. Es congruente que se opere así porque los sesgos son portadores de fuerzas tranquilizadoras. La plasticidad del sesgo propicia el acogimiento de la buena conciencia, disipa el malestar y la perturbación de responsabilidades, ofrece seguridad, certeza, reduce el miedo, neutraliza ese desasosiego que lo desconocido despierta en nuestro fuero interno. Debido a este poder casi insoslayable del sesgo de confirmación, cualquier contraargumento tendrá que ser generado por personas que no estén de acuerdo con nuestras enunciaciones.  

Daniel Khaneman es pesimista a la hora de erradicar estas disposiciones cognitivas. En Pensar deprisa, pensar despacio comenta que "los sesgos no pueden evitarse porque el Sistema 2  (el pensamiento lento y deliberativo, frente al Sistema 1, el pensamiento rápido e intuitivo) puede no tener un indicio del error. Cuando existen indicios de errores probables, estos solo pueden prevenirse con un control reforzado y una actividad más intensa del Sistema 2. Sin embargo, adoptar como norma de vida la vigilancia continua no es necesariamente bueno, y además es impracticable".  José Antonio Marina sí propone un remedio en las páginas de su ensayo La inteligencia fracasada. Afirma que el uso racional de la inteligencia consiste en usar toda su operatividad para buscar evidencias compartidas. En otras palabras: "El ser humano necesita conocer la realidad y entenderse con los demás, para lo cual tiene que abandonar el seno cómodo y protector de las evidencias privadas, de las creencias íntimas". Y de los sesgos que brotan en sus soliloquios, se puede añadir. Paradójicamente otro sesgo se alía a favor de esta idea de compartir el pensamiento en el espacio intersubjetivo para intentar desenmascarar al sesgo. Es muchísimo más fácil ver la propensión a los sesgos en el pensamiento ajeno que en el nuestro. Escuchar a la otredad es una forma de protegernos de los tropiezos de nuestra mismidad.