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martes, mayo 30, 2023

Aquello que no debería faltar en ninguna vida

Obra de Elaine Marx

A veces se nos olvida, pero hay que recordar que la humanización es un proceso siempre inconcluso. Humanizarnos, esto es, llegar a ser el ser humano que nos gustaría ser, es el gran reto del homínido que una vez fuimos y del que la cerebración creciente nos alejó en su afán de encontrar soluciones con las que saldar necesidades y reducir contratiempos. Somos una especie no prefijada, apuntó Nietzsche, y la gracia es que estamos perpetuada a serlo porque llevamos incrustada la perfectibilidad. Somos entidades perfectibles, siempre podemos mejorar, siempre podemos extender posibilidades, siempre podemos sentir de modos que instituyamos, a través de la deliberación y la calidad epistémica de la conversación pública, como más dignos y más meliorativos. Sintéticamente se puede afirmar que nuestro estar y actuar en el mundo siempre es susceptible de aproximarnos a horizontes de una mayor amabilidad existencial. Lograr que estos sentimientos sedimenten en acción política destinada a establecer condiciones de posibilidad para que cualquier persona pueda acceder a la autoría emancipatoria de sus propios planes de vida, especialmente en quienes más necesitan ser cuidadas por sus contextos desfavorecedores, debería ser un propósito indiscutido de la ciudadanía en aras de fomentar la libertad en sus conciudadanos. Quizá las personas discrepemos de qué brinda sentido a la vida, pero estoy persuadido de que convergeríamos a la hora de señalar con detalle aquello que consideramos que no debe faltar en la vida de una persona para que sea catalogada de vida humana.  Es tan sencillo como responder a qué te gustaría que no le faltara a la persona que quieres y que te quiere. Nunca he encontrado a nadie al que se le formule esta pregunta y ponga en cuestión ninguno de los treinta artículos redactados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Al contrario. La ausencia de disenso y la racionalidad de la respuesta  invitan al optimismo antropológico.

El alma se troquela permanentemente en una sucesión de mutaciones y virajes culturales. Basta con echar un vistazo a la biografía de la humanidad para advertir la velocidad vertiginosa de este troquelado. Cuando uno se sabe y se siente humano (el término humano proviene de humus, tierra, suelo, pequeño), aumentan las posibilidades de poner en primer plano aquello en lo que estamos de acuerdo y que necesitamos imperativamente para hacer de la vida una experiencia de vida humana. Y este punto excluido del campo de la discusión se reduce a todas las esferas que atraviesa el cuidado. Propendemos a adscribir el cuidado a todo lo relacionado con las dolencias y obsolescencias del cuerpo, pero cuidarnos es también configurar marcos de convivencia política para que cualquier persona pueda disponer de la autonomía suficiente para hacer de su existencia una vida buena. Cuidarnos es humanizarnos, y humanizarnos consiste en cuidar la dignidad que toda persona posee por el hecho de serlo. Si se admite esta máxima, todo lo demás son matices inanes.  


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martes, marzo 14, 2023

«¿Debemos juzgar a la humanidad también por sus aspiraciones?»

Obra de Alan Schaller

El ser humano es el ser capaz de cometer inhumanidades. Aparentemente este enunciado alberga una contradicción flagrante, porque si somos humanos no podemos ser simultáneamente inhumanos. Una vez más la polisemia nos zancadillea y nos empuja a la confusión.  Somos homínidos transformados por la hominización y la humanización en entidades biológicas que llamamos humanos, y podemos ser inhumanos cuando desplegamos una determinada manera de comportarnos que hemos consensuado en nominar de este modo. Sintéticamente podemos afirmar que el ser humano es una entidad biológica que éticamente puede comportarse de manera inhumana, aunque aspira a que no sea así. Hace unos meses comentaba la anécdota de que comienzo mis clases aludiendo a este antitético juego de palabras. Nada más pisar el aula escribo en el encerado que «el ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano». A las alumnas y alumnos esta frase les resulta jeroglífica e incomprensible. Basta una mera explicación para que comprendan su significado, pero también para que adviertan que habitamos en clichés, pensamientos admitidos sin la participación de la reflexión crítica y sin una serena evaluación argumentativa. Gracias a que poseemos un cerebro ingenioso y creador, el cerebro crea cultura, la cultura en su afán de sortear las dificultades y ampliar las posibilidades de lo real modifica el cerebro, y el cerebro cultural que somos valora y estratifica los comportamientos. De esta estratificación surgen los sentimientos y los valores. El ser biológico se transfigura simultáneamente en un ser ético.

La humanidad es la cualidad del animal humano por la que se muestra conmovido ante el dolor que observa en un semejante. La genética léxica de conmoverse es moverse junto al otro, y es una palabra idónea para explicar la compasión, el sentimiento que surge ante la contemplación del sufrimiento de otra persona. Si prestamos atención, veremos que la compasión es el sentimiento ubicado en el núcleo de la vida humana. Consideramos inhumana a toda persona expurgada de compasión, aquella que se muestra impertérrita ante el dolor de las personas prójimas. Llamamos desaprensiva a la persona que no le provoca ningún tipo de aprensión lo que sus actos provoquen directa o indirectamente en la vida de los demás. Calificamos como desalmada a la persona que con su gélida indiferencia no se inmuta ante una injusticia, una tropelía, o la emergencia de la desgracia ajena. Entonces decimos de esa persona que no tiene alma, lo que nos descorazona, es decir, perdemos el corazón cuando se comportan con nosotros o con nuestros semejantes como si no tuvieran ese corazón que decora la posesión de sentimientos buenos. Todo lo que acabo de escribir pertenece al mundo aspiracional del ser humano. Forma parte del catálogo de cómo le gustaría ser al ser que es el ser humano.

En el artículo de la semana pasada cite a la periodista y escritora Ece Temelkuran. Ha publicado en Anagrama un ensayo titulado Juntos. Un manifiesto contra el mundo sin corazón. Lo estoy leyendo estos días. En uno de sus textos lanza una jugosa interpelación: «¿Debemos juzgar a la humanidad solo por sus logros y fracasos materiales? ¿O sería más justo incluir también sus aspiraciones?». El optimismo antropológico tiene en cuenta aquello a lo que aspiramos, un horizonte que nos gustaría alcanzar porque admitimos que nuestra condición de especie no prefijada nos permite autoconfigurarmos según nuestros propósitos éticos. El pesimismo antropológico solo se fija en las inhumanidades, y escamotea de sus análisis toda la belleza del mundo, tanto la que comparece en el día a día como la que podría advenir si construimos circunstancias amables basadas en nuestros deseos de vidas dignas. Desgraciadamente tiene más peso esta segunda concepción en nuestras cosmovisiones. Poseemos vista de lince para detectar los comportamientos censurables, los yerros y las sombras, las llamaradas del mal, pero padecemos una severa miopía para advertir cómo la bondad y la gratitud se despliegan silenciosas por los resquicios de la vida compartida para hacer de la convivencia un lugar de una modesta apacibilidad. Por todas partes bulle una humanidad que solemos minusvalorar e invisibilizar porque ningún mass media la considera noticiable. Amplificamos con furor informativo lo inhumano y tendemos a susurrar o directamente silenciar la aportación constructiva de lo humano. Esta ocultación supone una recesión ética mayúscula, porque su visualización en la plaza pública supondría aprendizaje, mímesis y enriquecimiento de ese ser humano que aspiramos a ser. No es que no haya que precaverse de lo inhumano informando de su existencia, sino mostrar más a menudo las posibilidades humanas para aproximarnos a ellas.

 
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martes, enero 17, 2023

El ser que aspira a ser un ser humano

Obra de Didier Lourenço

Creo que lo he comentado en otra ocasión, pero no me importa repetirme. Cuando en ocasiones imparto clases en Bachillerato comienzo escribiendo en el encerado una enigmática frase para instar a la reflexión a las alumnas y alumnos.  «El ser humano es el ser que aspira a ser un ser humano».  Es una manera de iniciar un juego de interpelaciones, salir de lo que vemos con los ojos y adentrarnos en el nivel reflexivo del pensamiento. Les pregunto que qué les parece y me suelen mirar con estupor y cara de para qué sirve esto. Erróneamente descartan que reflexionar filosóficamente sobre el ser que son contenga aplicación útil sobre sus vidas. Consideran la frase un acertijo difícil, o, peor aún, un galimatías que no tiene sentido. La explicación de este aparente jeroglífico es muy sencilla. Los seres humanos somos una entidad biológica empeñada en mejorarnos como entidad ética. No podemos deshabitarnos de los imperativos biológicos de la vida, pero sí podemos escoger cómo vivir.

Tras la sucinta explicación toca definir qué es la ética. De nuevo el aula deviene en un aluvión de hombros encogiéndose. Ética es la conducta que tiene en cuenta a los demás en las deliberaciones privadas en tanto que sedimentan en acciones que desembocan en el espacio compartido. «Nuestros actos son efectos de lo que pensamos», escribe Marcia Tiburi. Saber que el contenido de nuestras acciones impactará directa o indirectamente en la vida de nuestros pares hace, si nos conducimos de un modo ético, que reflexionemos en torno a ese impacto antes de ejecutar la acción, e incluso la modifiquemos si vaticinamos que podemos infligir daño con ella. Esta mecánica de cuidado la tenemos más o menos automatizada con las personas a las que queremos, las empadronadas en nuestro círculo afectivo, pero se nos olvida cuando la irradiación del afecto se desvanece y no alcanza al resto de los círculos en los que se alojan las demás personas. La tarea ética consiste en contrarrestar esta desmemoria.

Humanizarnos, es decir, llegar a ser el ser humano que nos gustaría ser, es el gran reto del homínido que somos y que a través de la cerebración creciente y la creación de cultura no ha cejado de extender posibilidades sobre sí mismo. Somos una hibridación de biología y cultura. La biología nos ha hecho culturales y la cultura nos impele a tener ocurrencias para soportar mejor los reveses biológicos. Este es el bucle prodigioso que tantas veces cita José Antonio Marina, o ese cerebro que creó al ser humano, como indica Antonio Damasio. La humanización es tan ubicua que tendemos a olvidar que es un proceso condenado a la inconclusión. «Somos una especie no prefijada», escribió Nietzsche. Siempre podemos incorporar elementos que nos aproximen a lo que consideramos mejor en un proceso ininterrumpible que adolece de falta de punto final. Cuando a veces nos invade el pesimismo antropológico contemplando las inhumanidades que somos capaces de cometer los seres humanos, en realidad estamos pensando en el ser que nos gustaría ser y que no somos. Estamos dialogando con lo posible. Humanizarnos es pensar posibilidades éticas para transformarlas en acción política destinada a extender cada vez más el cuidado de la comunidad. Ese cuidado por el que el homínido sin saberlo se precipitó a humano hace cinco millones de años.



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