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martes, noviembre 20, 2018

Del «tú o yo» al «tú y yo»

Obra de Jeffe Hein
Cuando alguien afirma que tenemos que ser más competitivos estamos cronificando un escenario en el que siempre habrá damnificados. Esta es la idea neurálgica que postulo cada vez que pronuncio la conferencia O cooperamos o nos haremos daño. Cuando alguien enarbola la bandera de la competitividad y reclama el mantra de que hay que ser más competitivos a mí me sale la vena de mi procedencia académica filosófica y pregunto para qué. Cuando me responden, vuelvo a preguntar para qué, y tres o cuatro para qué después siempre nos acabamos topando con la conclusión de para que alguien obtenga plusvalías más adiposas y por tanto incremente la cuenta de resultados. Edurne Portela, autora del tremendamente reflexivo y humano ensayo El eco de los disparos, explicaba en su penúltimo artículo dominical en El País que «el mal extremo del Lager (hablaba de Primo Levi y las señales premonitorias del fascismo) no se produce solo porque ciertos sujetos suspenden su juicio y obedecen, sino también por la avaricia de vivir, por optimizar la propia vida a cuenta de la de los demás». Nada más leer este párrafo vi que en él quedaba muy bien rotulado en qué consiste un escenario competitivo. Ciertos niveles de elevada polución cognitiva y también de alta carestía en las narrativas afectivas (sobre todo en lo concerniente a la fraternidad) han permitido que la competición como eje de la vida humana se haya instalado en los imaginarios sin apenas disensión. Es como si la competición fuera reelaborada conceptualmente como factor biológico de nuestro ajuar genético para justificarla por quienes se benefician de ella y no como una variable cultural ínsita en los procesos de socialización que puede ser subvertida con acciones y decisiones políticas pero también con pedagogía sentimental. La definición canónica de competición transparenta que siempre habrá alguien que no pueda colmar sus intereses porque eso es precisamente lo que permite que otros sí puedan. Competimos para satisfacer nuestros intereses a costa de que nuestro opositor no pueda lograr la coronación de los suyos puesto que rivalizan con los nuestros. Si se compite por futilidades, la pérdida será fútil, pero si están en juego posibilidades y necesidades vitales, la pérdida también albergará dimensiones vitales. Aportaré más claridad todavía. Si competimos por el contenido de una ética de mínimos como si fuera un negocio, la pérdida serán los mínimos sin los cuales los máximos son pura fantasmagoría.

Este enunciado tan simple exhibe el descalabro civilizatorio o la deriva entrópica que supone que la vida humana se desplace a remolque de la competición o de los escenarios de suma cero. Las situaciones de suma cero son aquellas en las que la ganancia o pérdida de un participante implica indefectiblemente las pérdidas o ganancias de los otros participantes. Si se suma el total de las ganancias  y se resta las pérdidas totales de todos los participantes el resultado siempre es cero. He aquí la explicación de su nombre. El que gana obtiene lo que pierde el oponente, y el que pierde se queda sin nada puesto que es  el monto trasvasado al ganador. Las competiciones deportivas son paradigmáticas de este tipo de juegos no cooperativos. Un ejemplo. En un partido de baloncesto para que uno de los dos equipos en liza gane es imprescindible que el otro pierda. No hay otra posibilidad. Este Espacio se llama Espacio Suma NO Cero porque existen otros escenarios en los que es posible que las partes implicadas puedan satisfacer parcialmente sus intereses sin necesidad de que una de las partes se quede sin nada. En estos dinamismos hay intereses antagónicos, pero también los hay comunes, y satisfacer estos últimos se prioriza sobre la satisfacción de los primeros. La cooperación incide en lo común sobre lo privado. Hay cierta incompatibilidad de objetivos en lo privado, pero la sensibilidad cooperadora coloca la lupa de aumento en aquellos puntos en los que sin embargo hay concordancia de objetivos. También se llaman juegos de suma distinta de cero o juegos de suma positiva. En el ceremonial de este tipo de juegos la ganancia de un actor no trae adosada la pérdida necesaria de otro. Al contrario. En el escenario de suma no cero cada actor alcanza un lugar que mejora al que tendría si no se hubiera llevado a cabo la experiencia sinérgica de la cooperación.  Y además, como recalca Adela Cortina en Para qué sirve exactamente la ética, «los que intervienen en él han generado confianza mutua, armonía, vínculos de amistad y crédito mutuo, eso que se llama capital social, y que les invita a seguir cooperando en juegos posteriores»

Los ejes de la cultura valorativa humana en el orden neoliberal son las leyes del mercado, que encarnan la lógica de la competición (aunque los grandes capitales tienden al monopolio). El mercado se rige por un cálculo de resultados protagonizado por la maximización de la eficacia siempre releída en términos monetarios. Esta lectura se ha apropiado invasoramente del proceso evaluativo con el que juzgamos el valor o disvalor de las acciones humanas. Se valora aquello a lo que el mercado da valor, se deprecia lo que el mercado ignora. Si embargo, el mundo de la vida humana posee más círculos que el del mercado, y esos otros marcos en los que se desenvuelve nuestra existencia operan con otros vectores totalmente ajenos a él. Surge así la paradoja de que la vida humana sufre la superposición de la sinergia cooperadora y la tensión competitiva, o el perpetuo desdoblamiento de ambas según en qué círculo nos hallemos ubicados (si bien el mercado y la insaciabilidad de beneficio consustancial a él llevan décadas empecinados en colonizar toda la realidad). En los enclaves todavía enseñoreados por los afectos tendemos a ser actores cooperadores, pero fuera de esa esfera el orden cultural pilotado por la optimización del lucro nos malea en competidores. Si la ética consiste en incluir al otro en las deliberaciones privadas en tanto que su conversión en acción desemboca en el espacio público compartido con los demás, la competición como estructura cognitiva desaloja al otro de la imaginación o lo mantiene allí categorizado como rival, opositor, recurso o medio. El mercado como método pero también como cosmovisión se desentiende de cuestiones éticas que frenarían la maximización de la eficacia a la que propende por imperativo biológico. He aquí la aporía. El mercado, que no tiene ética, es la nueva ética.

Mi experiencia con juegos de suma cero y no cero en entornos infantiles es que los niños y las niñas que deciden competir rara vez se ponen en el lugar del más desfavorecido. Hay en ellos un magnetismo sorprendente a solo imaginarse en el lugar del beneficiado por el resultado final de la competición. Compiten en vez de cooperar porque cierta alogía les hace pensar solo en ellos y siempre en una situación favorable a la que se aferran. Los pocos que deciden cooperar (sobre todo las niñas) piensan en todos y su razonamiento ético les lleva a fabular fácilmente tanto las lógicas reciprocadoras como el escenario del perdedor. Cooperan no para no perder ellas, sino para que no haya perdedores, que no es lo mismo. Incluyen al otro en su ejercicio de reflexividad antes de adoptar una decisión. Hay una muy buena noticia. Los competidores enmendan su decisión cuando comprueban el daño de su acción, lo funesto que ha sido para la gran mayoría haber aceptado jugar a competir. Y se autocorrigen porque ven con sus ojos el sufrimiento provocado, lo sienten y lo comprenden al infligirlo en sus compañeros, en personas con nombres y apellidos con las que luego han de convivir, no en flujos de macrodatos resbalando como si fueran hilos de lluvia por la luminosa pantalla de una computadora. Parece apremiante una alfabetización en la que se recuerde que en la cooperación no hay acciones en perjucio de uno, lo que sí hay es que admitir que para que todos podamos satisfacer parcialmente nuestros intereses es necesario que no podamos satisfacer plenamente los nuestros, si esa plenitud impide alcanzar los mínimos del otro (que es la idea que aparece en el texto de Edurne Portela). No se obtiene la ganancia máxima privada, pero no se aboca a que muchos lo pierdan todo. No es la emocional pugna disyuntiva «tú o yo» . Es la reflexión copulativa «tú y yo».



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martes, octubre 09, 2018

Neoliberalismo sentimental


Hace poco me topé con la expresión neoliberalismo emocional. La leí en un artículo firmado por el profesor Enrique Javier Díez, autor del reciente ensayo Neoliberalismo educativo (ver). En sus páginas vivisecciona la degradación de la educación convertida en sirvienta sumisa y solícita para satisfacer las exigencias del mercado. El neoliberalismo emocional que el profesor cita en su perspicaz texto debería llamarse neoliberalismo sentimental. No afecta solo a las emociones, sino a toda la retícula del entramado afectivo en el que se incardinan los sentimientos como una dimensión que opera redárquicamente con otras dimensiones. Esta es la idea que traté de exponer en mi ensayo La razón también tiene sentimientos (ver). La institucionalidad neoliberal aboga por la optimización de la libertad de las prácticas comerciales, empresariales y corporativas. Predica que la libre maximización del autointerés de los miembros de la comunidad en su afán de acumular capital genera riqueza y bienestar entre sus miembros de manera espontánea. Como reduce la vida a ludopatía por la gratificación económica, articula toda la praxis humana en torno a este hecho y se olvida del resto de motivaciones que hacen que la vida humana sea humana. Todo fenómeno social parte de fenómenos morales, pero los fenómenos sociales no son inocentes e inoculan disposiciones sentimentales. En un sistema todo se retroalimenta holísticamente. El neoliberalismo sentimental o capitalismo afectivo mimetiza las lógicas del neoliberalismo económico, sobre todo la desconexión de la acción humana de un marco ético en el que aparecen los demás, la pregunta sobre la vida buena compartida y otros valores ajenos por completo al círculo del mercado. Pienso en los afectos y los tiempos de calidad necesarios para ser compartidos, la amistad, los cuidados, la vida que palpita en los actos creativos, el amor por el conocimiento, la dimensión artística, la fruición de actividades que no aportan rédito económico y que llamamos desdeñosamente aficiones, la reflexión sobre nosotros mismos sedimentada en ese corpus que son las Humanidades, la contemplación de lo bello, la relación respetuosa y los deberes contraídos con los animales, la admiración de la naturaleza, la serenidad de una vida en la que dispongamos de mayor soberanía sobre nuestro tiempo y nuestra atención. Para el mercado y sus herramientas financieras todo lo que acabo de escribir aquí es una retahíla de inutilidades. Peor aún. Considerarlas restringiría la ganancia máxima a la que aspira incrementalmente la razón lucrativa. La racionalidad maximizadora que señala la doctrina económica prescinde de evaluaciones éticas y afectivas, pero cuanto más humano es un ser humano más peso concede a estos escrutinios cada vez que ha de adoptar una decisión. He aquí la contradicción.

El neoliberalismo sentimental focaliza su narrativa en una subjetividad ficticiamente autárquica escindida de todo proyecto comunitario. Su principio rector es la exacerbación atomizada del yo como punto de partida y punto de llegada. Arbitra la realidad desde un yo tan preocupado de sí mismo que neglige la obviedad de estar rodeado de otros yoes como él y de un medio ambiente social y económico tan protagonista en su decurso como su propia voluntad. Su escenario es disyuntivo en vez de copulativo, es competitivo en vez de cooperativo, es distributivo en vez de integrativo. Es el tú o yo en vez del tú y yo que da como resultado el pronombre de la tercera persona del plural, nosotros, en cuya territorialidad descubrimos la afiliación a la humanidad y al proyecto siempre inconcluso de humanizarnos. Esta santificación del yo o este analfabetismo del nosotros omite que toda felicidad individual se apoya en un marco de felicidad política o colectiva. Toda ética de máximos  (que es donde se lleva a cabo la solidificación de los contenidos de la felicidad privada) requiere de una ética de mínimos (un entorno de justicia para facilitar el despliegue de la autonomía). El sentimentalismo neoliberal se fija hiperbólicamente en el primer horizonte, pero desestima el segundo, cuando sin este segundo el primero es una quimera. Apremia al individuo a que crezca y mejora, pero esa mejora se considera fuera de lugar o imposible si se relee colectivamente y por tanto interpela acciones corales y políticas. 

Frente a lo cívico, la ideología de la autoayuda neoliberal privilegia el lenguaje primario del yo. Frente a lo político, entendido como lugar de intersección, fetichiza lo autorreferencial. Hace poco le leí a Josep María Esquirol en La resistencia íntima que «la proliferación  de la autoayuda es paralela a la proliferación de la política más banal». La plaga de literatura en torno a la sentimentalidad exenta de la presencia del otro va pareja a un sistema político y económico que aparta la valoración ética, que es precisamente la acción deliberadora en la que aparece el otro. La despolitización del espacio intersubjetivo alimenta el narcisismo de un yo absorto con la imagen que le devuelve su espejo. En el neoliberalismo sentimental se neglige la interdependencia y por tanto la reflexión en torno a una vida más confortable para todos, ese todos que es el sujeto que preside los enunciados radicalmente éticos. Esta labor requiere la estigmatización de sentimientos que juzgamos necesarios para la vida en común. Patologiza la tristeza y la señala como una incapacidad psicológica. Sacraliza la felicidad y la conexa con el éxito entendido como acumulación de capital, bienes, propiedades, titulaciones, visibilidad, reputación, influencia, jerarquía. Desacredita el sentimiento de la compasión porque la compasión señala pequeñez, necesidad del otro, atenta contra el yo como deidad (hace unos días me encontré un libro titulado Tú eres Dios y tu marca tu religión), impulsa a la petición de justicia si el daño que vemos en nuestro congénere es ocasionado por causas sociales. Relee la indignación como una incompetencia del que no sabe interpretar los reveses injustos como oportunidades de mejora. Eleva el esfuerzo personal a solución para problemas estructurales, omitiendo que quien consigue la gratificación a través de ese esfuerzo perpetúa el problema e individualiza la culpa entre los competidores no premiados, que siempre los habrá por pura definición del concepto de competición o de juego de suma cero. Demoniza la cotidianidad estable motejándola de zona de confort de la que hay que huir para que la mediocridad no nos mineralice. Ridiculiza a las personas contentas con la vida sencilla en la que aposentan su existencia tildándolas de conformistas o adocenadas o reticentes al cambio. Cuando la autoayuda neoliberal cita la palabra amor es siempre hacia uno mismo. Desfigura así el sentido prístino del término que no es sino cuidar al otro.

Uno de los primeros ensayos que advertían de los peligros sentimentales y sociales de la autoayuda sentimentalmente neoliberal era el sólido y bien documentado Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo de la periodista y activista estadounidense Barbara Ehrenreich. Defendía que ese pensamiento positivo que nos indica que cualquier aspecto negativo de la realidad debe ser interpretado como oportunidad estimula un escenario idóneo para la mansedumbre. En vez de cambiar las condiciones del estado de las cosas cuando nos salpican y ensucian hay que cambiar lo que pensamos de ese estado de las cosas. Ni pensamiento crítico ni motivaciones para la impugnación. Estamos ante la piedra filosofal de la perpetuación de lo hegemónico y su consecuente sumisión. Ahora se entenderá mejor el ejemplo icónico y muy divulgado de que las personas que sufren inequidad en el ámbito laboral en vez de acudir al sindicato piden cita para relatar sus cuitas al psicólogo. También se hace más comprensible que se nos invite a ser empresa de nosotros mismos (el Tú eres Dios y tu marca tu religión, que cité unas líneas más arriba), a gestionar el yo como proyecto empresarial, el neosujeto inserto en una competición darwinista idéntica a la que opera en el mercado porque él es una mercancía más, no un sujeto con dignidad, es decir, un sujeto con derecho a tener derechos, concretamente los Derechos Humanos. De este modo la lógica del mercado se apropia de la lógica de la vida, y una dimensión puramente económica alimenta toda una constelación de emanaciones sentimentales. Todavía recuerdo el impacto que me produjo leer el consejo vital que prescribía para la obtención de éxito un autor de gigantesca resonancia mediática y cuya bibliografía me he leído entera: «La cebra no ha de ser más rápida que el león, ha de ser más rápida que las otras cebras». Si se acepta este símil como ejemplo de la aventura humana, también habrá que aceptar que Margaret Thatcher no se equivocó en absoluto cuando hace cuatro décadas anuncio que «la economía es el método, el objetivo que nos importa es cambiar el alma humana».



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martes, junio 05, 2018

Para ser persona hay que ser ciudadano




Obra de Stephen Wrigth
Hace unas semanas escribí que somos los autores de nuestros propósitos, pero somos los coautores de la mayor parte de nuestros resultados. Esta afirmación deja entrever que en la construcción de nuestra biografía concurren muchos agentes. Sin embargo, tendemos a marginarlos en las auditorias íntimas en las que vamos evaluando nuestra instalación en el mundo. La contemporaneidad ha impuesto un macrorrelato que ha despolitizado por completo la reflexión sobre el acontecimiento de existir. Puede resultar decepcionante que en algo tan privativo como nuestra biografía exista la coautoría, pero gracias a ella nuestra existencia está atravesada de fines y no solo de necesidades. En las necesidades no hay fines, y si no hay fines no hay autonomía. Las necesidades afilaron nuestra racionalidad y nos convirtieron en animales políticos, en animales que hablan, en animales sentimentales que estratifican qué sería bueno sentir y qué sería bueno no sentir. Vivir agrupados es un hito evolutivo de primerísimo nivel. Podemos elegir qué queremos para nosotros gracias a que estructuramos marcos de convivencia en los que nuestra existencia borbotea al lado de otras existencias. Podemos optar independientemente merced a que somos interdependientes. Convertimos la convivencia en un juego de suma no cero en el que adoptamos estrategias para que todas las partes satisfagan parcialmente sus necesidades respectivas. En Elogio de la infelicidad Emilio Lledó lo explica con abrumadora claridad: «La carencia de completa autarquía es la expresión suprema de la necesidad de convivir, de ser en otros y con los otros».  

Las necesidades primarias las podemos cubrir gracias a la cohabitación con otras existencias en un entorno intersubjetivo orquestado para ese cometido. Siempre que hablo con alguien de las necesidades a las que estamos uncidos como seres vivos mi interlocutor me interpela afirmando que habría que matizar qué entendemos por necesidades. La respuesta es muy sencilla. Entiendo por necesidad aquello en lo que cualquier persona piensa de manera monotemática a partir de un lapso de tiempo de padecer su ausencia ante el miedo de que su vida se desbarate irreversiblemente o llegue incluso a expirar. Aristóteles definía como necesario «aquello sin lo cual no se puede vivir, por ejemplo, el respirar o la alimentación». Yo lo defino con una mirada más panorámica y más contemporánea: «Una necesidad es aquello cuya satisfacción es tan rutinariamente urgente que si no está estructuralmente colmada impide que un sujeto pueda establecer planes de vida». «La escasez es el origen de la ciudad», escribió Platón. En terminología de Lledó, el carácter menesteroso de nuestra biología fue lo que nos inspiró a «la empresa de construir lo humano». El ser humano que somos cada uno de nosotros es una existencia quebradiza, precaria, frágil, muy muy vulnerable. Humano  proviene de humus, tierra, y significa pequeño, insignificante. En esta explicación descansa por qué los griegos daban mayor prelación a la condición de ciudadano que a la de persona. Era imposible llegar a ser persona (la individualidad que elige qué fines quiere para su vida y que se va desplegando en el conjunto de acciones encaminadas a colmarnos) lejos de la polis. Ser persona sólo era posible desde la condición de ciudadano. De aquí el drama que supone, y que Josep Ramoneda explica con su habitual maestría en Contra la indiferencia, que hayamos perdido paulatinamente la c de ciudadanos en favor de las tres ces que nos señalan como clientes, contribuyentes y comparsas. La conclusión es triste. Cuanto más nos desintegramos como ciudadanos, mayor dificultad para ser personas.

Lo contrario de la libertad es la necesidad. Donde hay necesidad no hay elección, y donde no hay elección no hay autonomía, que es la vitrina de nuestra dignidad. Ser autónomo es elegir por uno mismo con qué fines quiere uno conducir su propia vida. Somos dignos porque podemos elegir, y podemos elegir porque tenemos más o menos satisfechas nuestras necesidades primarias. De aquí se colige algo que los redactores de los Derechos Humanos subrayaron en la redacción de la Carta Magna. Sin la garantía de unos mínimos es imposible que nadie pueda aspirar a unos máximos. Esos mínimos son los treinta artículos de los Derechos Humanos. Los máximos son los contenidos individuales con los que cada uno rellena el contenido de su felicidad, los fines con los que da sentido a su existencia en el mundo de la vida, con los que va convirtiéndose en una expresión de particularidad, una mismidad diferente a todas las demás. Somos una existencia singularizada que limita por todos lados con todas las existencias también singularizadas porque las necesitamos para acceder a una vida digna.  Por eso más que ser existencias adyacentes yo prefiero utilizar la expresión existencias al unísono (así se titula la trilogía a cuya redacción me he dedicado estos últimos años -ver-).  Al ser al unísono queda enfatizada la vinculación afectiva y política irrenunciables para existir. Nuestra existencia tal y como es o cómo nos gustaría que fuese sería inaccesible desde la insularidad o desde la soledad.  El yo no puede expatriarse de los dominios interconectados de la convivencia. La política debería ser una mirada reflexiva y bondadosa sobre cómo articular la organización de las existencias al unísono con el objeto de que todos satisfagamos nuestras necesidades y podamos dedicarnos de este modo a aquellos fines elegidos desde la autonomía. Ser animales políticos es lo que nos permite ser animales éticos.



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